Ayer la Selección española inscribió de nuevo su nombre en la historia. Durante la celebración en los vestuarios pude ver –naturalmente por televisión- a Álvaro, el hijo de Vicente del Bosque. Álvaro, como Juan, es otro de esos hombres con capacidades diferentes, seres tocados de forma distinta por la naturaleza divina de lo Humano, espejos de todo aquello que somos incapaces de ver sólo a la luz de los hechos banales.
Todos -cais todos, al menos los cabales- nos sentimos orgullosos de los jugadores y del seleccionador. Y yo me siento orgulloso doblemente, porque tengo el privilegio de saber –aunque sea de lejos- la enorme capacidad que encierra una persona capaz de hacer las cosas de forma extraordinaria. Conozco –como se conocen las cosas que uno aprende en los libros y luego experimenta en la vida- las horas de desvelos que hay detrás de un logro de estas características.
Media España, la que no estaba en las verbenas que se montaron por todo el territorio para celebrar la victoria, pudo ver la enorme sonrisa de Álvaro, la lucidez de los abrazos que daba y el cariño de los que recibía de los jugadores. Y mientras un hombre –humilde como he visto pocos, con una sonrisa grande como una luna, con una mirada franca, la de los hombres de mérito- se paseaba entre todos, algo apartado para no quitar protagonismo.
Y mientras, yo, me acordaba de mi amigo Ricardo, el padre de Juan, castellano seco, de un pueblo de Zamora, tierra de vino y queso, y de su casta prodigiosa. Él hubiera hecho lo mismo. Lo sé porque le he visto hacer lo mismo decenas de veces. Sonreír con la mirada de un hombre tranquilo que hace lo que tiene que hacer mientras aprieta los dientes y deja de lado otros sueños, porque sabe cual es el importante.
Gracias Ricardo, por tu ejemplo. La victoria de la Roja, es apenas un esbozo de cada victoria que llevas trabajando los últimos catorce años…
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