He permanecido fuera de cobertura durante varias semanas. La razón: Pintado y yo andamos por el Caribe… Y no precisamente en viaje de placer. Me pidió que le acompañara, es la primera vez desde que intimamos, no pude negarme y además necesito material para la próxima.
De momento no me autorizó a dar detalles que expliquen la razón de este viaje así que me limitaré a pincelar escenas que estos días han amenizado mis horas.
Salimos de España un día frio y luminoso, Madrid nos despidió con su atmósfera desnuda de contaminación, una mañana de sábado. El avión de Iberia me acogió cálido como siempre. Los asientos abatibles de la clase business tienen un no se qué de crisálida que me arropa acogedor. El whisky también estaba bien, frío y adormecedor, como las buenas mujeres malas. Me desperté cuando el sobrecargo avisó por la locución interna que quedaba media hora para llegar.
La costa tiene un tono esmeralda en los alrededores de Caracas, vegetación que trepa hasta el cielo del Avila ocultando cualquier intento humano por colonizar las escarpadas laderas. Esa tarde tuvimos suerte, apenas había nubes y la calina no ocultaba el paisaje. El mar vino a nuestro encuentro junto a la estrecha cinta de tierra que dejan los montes al besar las playas.
Sábado tarde, la autopista de subida hasta Caracas estaba abarrotada de coches desvencijados con mas de cuarenta años de vida a sus espaldas, suspiros del sueño americano que fue, lágrimas olvidadas en tierras del tío Sam que han venido a dar con sus huesos de metal roña en este rincón de sol y sal. Los motorizados pululan entre cualquier hueco, dueños del asfalto, números premiados para la lotería de la muerte que se cobra cada semana varias decenas de ellos en cualquiera de las carreteras del país de la patria de Bolívar. Bingo: dos cuerpos desmadejados sobre un charco de sangre a la entrada de uno de los túneles en la subida desde Maiquetía, como flanes sobre azúcar líquido. Ella era trigueña y morena, con el pelo ensortijado, con un tinte caoba que le venía de dentro, sangre reseca por el calor. Él era un bulto informe, acostado a su lado, como si la protegiera durante la caída. Un policía que apenas tendría veinte años nos daba paso abanicando su mano, lacia, como sacudiendo el aire a su alrededor.
Era noche cerrada cuando recalé en la habitación del hotel. Pintado desapareció en el submundo que no me deja conocer en directo. Se perdió en algún lugar de un barrio llamado Petare, donde entrar es un punto y salir una incógnita.
Esperé en el bar del hotel tomando cerveza fría. Un par de horas después salí a la calle a tomar el aire. El caldo asfixiante de la llegada era ahora una brisa llevadera, agradable a pesar de la humedad. Frente a él destellaban las luces de neón que perfilaban un sugerente cuerpo femenino. Un club de alterne donde pululan decenas de sueños por romper, centenares de sueños rotos, miles de realidades ya inalterables.
Me lo pensé, quizás fuera agraciado por una risa cristalina y una historia interesante…
Pero esa será otra historia, porque Pintado llegó en ese momento, traía la ceja abierta y un cuajarón de sangre reseca en la mejilla. Me dijo chitón con la mirada y se perdió en el ascensor hacia su habitación.
Sentí de golpe todo el cansancio del viaje y de las horas de diferencia. Me fui a dormir. Quizás mañana sea otro día…
No hay comentarios:
Publicar un comentario