Cuando las palabras viejos y amigos se mezclan inevitablemente se produce en mí una reacción exoemocional (me la apunto si alguna vez se incluye en el diccionario de la RAE). Hace un rato, tarde como casi siempre, me ha llamado por teléfono el “viejo” Capi SanMiguel.
Al Capi lo conocí hace tanto tiempo que he olvidado su nombre de pila, cuando yo era un joven, muy joven ingeniero, y él un veterano que se escaqueaba en el trabajo tanto como podía. Como a tantas otras personas entonces antes de conocerlo por mis propias sensaciones –que es la forma en que yo antes, incluso ahora, percibía la forma de ser de los seres humanos- lo hice a través de las de mi inolvidable amigo José Luis Vila, alias Vilacha. Como he dicho yo era joven y ellos veteranos de otras guerras que luego me narraron al socaire de una copa de orujo y un café de pota.
A Vila lo conocí cuando él aún mediaba los cuarenta. Estaba convaleciente de un infarto que a punto estuvo de llevárselo por delante. Yo estaba en mi despacho –una oficina de paredes grises, estrecha y oscura, que daba a una galería interior, en la lluviosa Coruña-. Una sombra ocultó la poca luz que entraba por la puerta que daba al pasillo. Alto y delgado, moreno y de barba cerrada, con un poblado mostacho que le ocultaba el labio inferior. Su mirada limpia y penetrante, franca, honesta. Me contó su historia, en pocas palabras, me dan la invalidez, este trabajo es mi vida… Me la jugué, en contra de la recomendación de los médicos de la empresa. Se sentó en una silla, junto a la mesa de reuniones, allí pasó casi un año y durante ese tiempo nos hicimos amigos inseparables y me enseñó lo que años de escuela no habrían podido, el oficio y los trucos de toda una vida.
José Luis acompañó mi andadura profesional durante seis años. Cuando me equivocaba me lo indicaba, cuando mi carácter explosivo me jugaba una mala pasada, atemperaba mis reacciones. No pocas veces cargó sobre sí mis errores, y no pocas me atribuyó méritos que solo a él le correspondían. Me acompañó en algunos de los momentos más jodidos de mi vida profesional, lo hizo de gratis, por amistad.
Contribuyó a hacer de mí el hombre que soy ahora, para lo bueno, nunca para lo malo.
Pues en una de esas tocó conocer al Capi Sanmiguel –esa es otra historia-, pescador impenitente, de los que a la mínima –trabajaba a turnos- se escapaba tres días al Caurel para volver con la cesta repleta de truchas que iba guardando en el arcón congelador tras lo cual organizaba suculentas cenas en las que participábamos una tropa variopinta alistada a golpe de noches compartidas en la refinería donde trabajábamos. Aparecían por allí Vázquez Ríos –inteligencia sobresaliente-, Juanma Vila –el hermano de Vilacha, intachable como él-, el “generalito” Pedreira –un tipo que apenas levanta uno sesenta y con las ínfulas del mismo Montgomery-, Jaime Pazos –de humanidad ingente y buena persona-, Paco Paniagua –un andaluz de Málaga, casado en Galicia-, Eladio Casal –inimitable y afable-, aparte de Vilacha, el Capi y yo mismo. Con el tiempo se unieron algunos, y desaparecimos otros por azares del destino…
Pero Capi Sanmiguel me sigue llamando, como antes, desde hace veintitrés años ya, esté donde esté –he recibido llamadas suyas en Buenos Aires, Caracas, Londres, Nueva York y Lima, que recuerde, a cualquier hora de Dios- para informarme por si estoy cerca que en el día de autos se celebrará truchada de las suyas o sacrificio de “porco” –de Jaime o Eladio- o si acaso el corzo de algún otro, y que mientras el cuerpo aguante él y Vilacha, allí estarán.
Y que conste, que este fin de semana igual cojo el coche y me planto en Coruña para ventilarme un plato de truchas con jamón salteadas con una pizca de pimentón… Y darles un abrazo… Y quizás me lleve a Pintado para presentarle a aquel que tanto me ayudó y acompañó mis años de ilusión y de paso que entienda el origen de algunos de los personajes que ahora acompañan su andadura novelesca.
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