La resaca de la noche del viernes me ha perseguido pertinaz
hasta esta mañana de domingo. Por primera vez en semanas creo que he conseguido
levantarme con la mente descansada, lo suficiente para dejar de lado estos días
frenéticos hasta la extenuación.
Estoy sentado en el lobby de este hotel de playa que con más
pena que gloria acoge a más de quinientas personas cada fin de semana. Todo a
mi alrededor tiene un aire decadente en versión Caribe: suelos de barro
esmaltado, paredes de gotelé crema en las que los miles de insectos que vuelan
en su templada atmósfera han desarrollado su particular metrópoli, muebles de
mimbre deshilachado con tapicerías de colores antaño alegres y hoy chillones y desvaídos
por la luz solar, ventiladores de grandes aspas que chirrían al girar lentos y
exhaustos, plantas tropicales en edad de jubilación –las plantas también
lloran-, y cientos de alegres venezolanos por todas partes, ajenos por pocos
días al devenir dramático del país.
Son ellos los venezolanos, las familias numerosas con tres o
cuatro niños, magros, chillones, morenos, alegres, que corretean entre mamas no
tan magras, enfundadas algunas en pareos imposibles, otras desinhibidas del
playtex y cristo que lo fundó, encaramadas algunas en tacos de quince centímetros y en otras
sobre cholitas planas a pesar de lo cual caminan con elegancia imposible de
princesa Arauca, que tienen papás de barriga cervecera desarrollada en el juego
de beisbol, con gorras de colores imposibles y franelas –camisetas- de talla
XXL. Son ellos los venezolanos, repito, lo que hace auténtico y entrañable este
rincón del planeta, a pesar de los pesare que vienen arrastrando de forma
inmisericorde en los últimos casi cincuenta años.
Pintado no me acompaña esta vez. Está de viaje, Dios sabe
dónde, probablemente en la persecución de la Quimera que sigue buscando con la
misma insistencia con que esta gente que me rodea busca la felicidad del paraíso
perdido, sin saber lo simple, que el paraíso se perdió, no sé muy bien si en el
tiempo o en el espacio.
Echo de menos la cocina española. Aquí la carta es un poco
limitada, pasta, carne y ensaladas, a veces pescado, poco más. No está mal, pero
admito que comer solo y de restaurante más de dos semanas seguidas es un poco
monótono. Habrá que esperar hasta que consiga alojamiento definitivo… De aquí a
un par de semanas.
Ha pasado a mi lado una morocha preciosa de aspecto felino.
No sé de qué color son sus ojos –lleva unas gafas enormes que le ocultan la
cara, ni si su expresión es de inteligencia o no, pero si están a juego con el
resto del chasis la cosa sería de campeonato. Intento la arrancada, paro, tras
ella llega un garañón de metro noventa y casi doscientos kilos en canal, tipo
guardapuerta albanokosovar pero en negrito. Ella, que se da cuenta, se ríe y continúa
su marcha por la galería, levantando a su paso sillones de mimbre…
Empiezan a pasar más morochas, más altas y bajas que la
primera, más orondas y más flacas, también, pero todas morenas y con grandes
gafas. La mayoría con tacos de un palmo, y ropa apretada como el vendaje de una
momia –qué comparación-. Miro a la entrada donde se arremolina el personal…
Tras ellos entran muchachos y muchachas vestidos de negro –la ropa sin mucha plancha y
lavadora, la verdad-… Son una orquesta de jóvenes. En unos minutos comienza el
concierto dominical. Visto lo visto me aficionaré a la música.
Me voy a comer. Hoy toca L'Ancora.
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