Aunque
la mañana es cálida la brisa que sopla desde Occidente alivia el ambiente, lo suficiente para tener una agradable
sensación de frescura. Los petroleros, cuyas proas enfilan la bahía en
dirección al Morro, salpican de rojo y blanco el inmenso panorama turquesa sin
iluminar todavía que tengo por delante. Miro el mar en la lejanía y no olvido
las palabras que Pintado me dijo ayer: “Toqué la punta de su nariz, como si lo
hubiera hecho toda la vida, como si aquel detalle de familiaridad fuera
suficiente para granjearme la confianza que ella no acaba de concederme”.
Acabo
de abordar el aparato, un Jetstream 3100 de 19 plazas, que despega rumbo a Caracas
con cuatro compañeros y la tripulación. Abajo queda la bahía y sus
petroleros salpicados, Puerto La Cruz, Barcelona, Lechería, Guaraguao y Jose con sus
cielos de amanecida incendiados todavía por las antorchas de los mejoradores…
Ya surco
el cielo, Pintado se quedó en la costa, algo anda haciendo por la zona de Santa
Fe, me ha comentado que debido al tal Padrón. Es fácil esconder los fardos de mercancía
en cualquiera de las ensenadas desiertas que hay en el Parque Mochima, si
cuentas con la complicidad de los pescadores, los únicos que transitan a diario
los kilómetros de costa que hay entre Puerto La Cruz y Cumaná, o de las pocas embarcaciones
operativas de la guardia costera bolivariana.
Le sigo
dando vueltas a sus palabras. Estoy seguro que me las ha dicho por La Rusa. No
me ha contado mucho, lo que pasa entre ellos queda entre ellos, ni siquiera sé
si ocurrió entre sábanas o frente a una mesa mientras comían, cenaban o tomaban
una copa –los dos son de momentos íntimos-.
Le
pregunté, pero nada me aclaró. Debo imaginar la escena. Quizás ella se sintió
sorprendida, quizás un deja vu, la ternura paterna para con una niña ya de
entrada independiente, muy segura de ella misma, muy insegura de los demás… No
puedo imaginarme a La Rusa de niña, como tampoco a Pintado de niño. Hay
personas que nunca tienen infancia, quizás porque su madurez es tan
omnipresente que no somos capaces de imaginar cómo se construyeron esas
personalidades en el tiempo. Y el origen del camino no es ajeno al destino en
que nos los encontramos.
El
ruido de los motores es el dueño en la cabina, traquetean, se esfuerzan por
girar a la velocidad necesaria para mantener este panzudo de alas cortas en el
aire…
Imagino
el tacto de la punta de la nariz de La Rusa entre los toscos dedos de Pintado,
un leve roce, el giro de la cara, el estremecimiento del cuerpo de ella y los
ojos de los dos enredándose al mismo tiempo, la resistencia al principio, la
leve sonrisa de ella que al esbozarse le da a Pintado el derecho de acariciarle
la cara con dulzura. El silencio de los amantes que buscan construir lo
cotidiano con detalles…
Y
mientras pienso en ellos, sin cotidianidad y sin detalles, las nubes se
deslizan perezosas y silentes junto a la ventanilla, a 15.000 pies de altura
sobre el Mar Caribe…
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