Quien escribe, o lo intenta, conoce bien esa sensación de caminar
al borde del precipicio, la ansiedad por plasmar lo que revolotea dentro de tu
cabeza, esquivo a veces, espeso otras.
Llevo esa sensación a flor de piel desde hace días. Necesito
compartir lo que llevo dentro, contar historias, plasmar a brochazos gordos lo
que la vida me deja. Y no es cuestión de
conversación franca con la pareja o con el amigo de turno, al menos no solo de
eso. Es tirar el bote de pintura sobre el lienzo enorme en el suelo y pisar
sobre el rastro viscoso que se extiende erráticamente sobre la superficie
horizontal.
Debe ser eso que antes llamaban musa, inspiración, se hace
esquiva la condená… No me importa ser ñoño a veces, compensa la brutalidad con
la que se materializan otras las ganas de escribir. Por eso la poesía infumable
de Galdón, o el diálogo interminable con Pintado frente a una imaginaria copa
de efectos no tan imaginarios.
En cualquier caso ya conozco el remedio, es cuestión de
empezar.
Necesito contar lo que está pasando en este país dónde vivo
desde hace algunos años y comparto con otros seres humanos a los que la
realidad de este trágico comunismo caribeño de opereta, pero tan implacable y
letal como todo totalitarismo que se precie, no vayamos a confundirnos, les
está haciendo vivir en propias carnes la historia que los millones de europeos
del este vivieron hasta la caída del muro, o los cubanos, queridos vecinos
lejanos y esperpénticos, viven todavía a pesar de la desaparición del sátrapa Fidel,
o lo que algunos españolitos descerebrados pretenden a tenor de su amor por las
ideas de Iglesias y Errejón –ya veremos en lo que acaba su matrimonio a punto
de disolución-.
Llevo semanas lamentando no levantar mi pluma –nadie ha
dicho que sea buena, por si acaso a alguno se le curva el labio en un rictus de
sarcasmo- contra el opresor, para cuando menos expresar mi repulsión por lo que
sucede y dejar claro lo que pienso de todo esto. Hay ya demasiada gente que me
importa involucrada en este fangal que es ahora Venezuela, y lo llamo así
porque la vida acá es la de una charca infectada de caimanes que pelean y
depredan a todo bicho que se mueva por encima, sobre y debajo de la superficie
putrefacta.
Este país se ha convertido en un espacio donde medran los
incapaces, progresan los radicales, sobreviven los delincuentes, asesinan los
sicarios y las bandas que secuestran y extorsionan, se corrompe una juventud
cada vez más carente de los valores tradicionales de la familia. Este país que
alguna vez fue llamado joya del caribe, que estaba llamada a ser el faro de
progreso de Latinoamérica, el hogar de acogida de millones de inmigrantes
españoles (que aquí los canarios, vascos, gallegos, andaluces, extremeños,
catalanes, o linarenses , son sólo eso, putos españoles), italianos, portugueses,
sirios, libaneses, cualquiera que
procediera de países en dificultades, cualquiera que estuviera dispuesto a
compartir la vida del criollo y a trabajar duro para dignificarla tenían cabida.
En este país todos esos incapaces han empobrecido la charca, la han depredado,
agotado los recursos haciéndolos inviables. Mientras estos mismos se han enriquecido
a costa de los demás, robando a manos llenas, corrompiendo un sistema político
de instituciones débiles, manipulando la historia de lo cotidiano, empequeñeciendo
la Historia de quienes fundaron la República, antes y después de la
independencia, traficando con alimentos, mercancías, drogas, promoviendo una
sociedad en la que el espíritu se ha vuelto anécdota y folclore, el arte
futilidad inútil, la belleza consumo y la inteligencia aplicada un ejercicio estéril
y peligroso…
Y todo esto porque el sábado, de regreso de mi paseo matutino
por la playa dorada donde rompen las olas que devuelve la isla Chimana, me di
de bruces con una muestra de la brutalidad de estos días. En un pequeño
mercadito americano, de esos en los que se vende en la calle los restos de una
vida, a veces de toda una existencia anterior, sobre el suelo de cemento que
rodea un quiosco en venta, me topé con una maleta de madera, forrada de tela
cuarteada y polvorienta que alguna vez exhibió un luminoso azul cobalto, con
refuerzos de madera, cuero y latón remachados. Aquella imagen era la viva
estampa de Venezuela. Un viejo artículo de lujo arruinado al sol del Caribe, en
venta por unos mangos que ya no valen nada. Pero como sucede con la belleza en
Venezuela, no importa de dónde venga, se me quedó mirando con esos ojos
profundos de maleta huérfana y decidí adoptarla.
Traspasé la malla de alambre que separaba el rastrillo de la
acera y entré a preguntar. Un viejito, el señor Antonio, por encima de los
setenta, delgado y fibroso, cabello blanco y despeinado, sonrisa irónica, hijo
de vasca y venezolano y nieto de emigrantes españoles, me atendió: Mire usted
estoy vendiendo lo que me queda, mis hijos ya se han ido, mi mujer ya marchó –lo
dijo con brillo en los ojos-, esta maleta era de mis abuelos, la trajeron de
allá… ¿Le gusta? La miré y la llevé conmigo, ahora reposa en una esquina de mi
casa junto a otros huérfanos que recogí. Ahora ella también, algún día,
regresará…
Alberto Cortez, en recuerdo a mi padre a quien tanto gustaba
esta canción.
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