La mesa que ocupaba en la terraza del café Klein
me dejaba ver a distancia y en un ángulo agudo la ventana del segundo piso del Relais
Bourgondisch Cruyce, el hotel en el que Pintado me había dicho que se alojaba Walter
Padrón en Brujas. Ese hotel había servido de telón de fondo de algunas escenas
de una película que recordaba con cierto cariño: “Escondidos en Brujas” una comedia
negra bastante buena con Collin Farrell, Brendan Gleason y Ralph Fiennes, cuyo
recuerdo me hizo disfrutar de la espera. No divisaba ninguna luz tras la
ventana de vidrios emplomados de la preciosa fachada de madera y piedra.
El agua del canal que envolvía la esquina que
ocupaba el bar reflejaba las luces amarillas de las farolas y las calles que confluían en este punto se
habían quedado vacías de los turistas que acudían desde Bruselas, me entró un
escalofrío porque no me había traído ninguna prenda de abrigo, los adoquines del
suelo brillaban con la humedad de una lluvia menuda y persistente que había
empezado a caer desde primeras horas de la tarde. Pedí una cerveza, una duvel,
que me pegó fuerte porque la trasegué con la rapidez con que suelo con las
cervezas claritas de España, aun así pedí otra .
Mi celular sonó con esa mezcla de hip hop y
funky que mi hijo me instaló la semana pasada y a la que todavía no me he
acostumbrado. Deslicé mi dedo por la pantalla y escuché la voz de Pintado. Tardó
poco más de cinco minutos en hacerme un resumen de la situación. Padrón nos
había dado esquinazo y había preparado la transacción en Gante. La rusa lo
acompañaba. Me debía mover para allá a la mañana siguiente. Pintado estaba muy
excitado, no sé si por la presencia de la rubia con Walter Padrón o por pensar
que el venezolano se la había levantado en sus narices.
Respiré aliviado, lo cierto es que no disfruto
con esta parte del trabajo, pensé que por lo menos había aprovechado el tiempo
durante el paseo que había dado por la tarde mientras hacía tiempo para conocer
la ciudad. Las calles empedradas y las fachadas de ladrillo me habían fascinado.
La camarera me dejó la nota de la consumición. Dejé una
moneda en el platillo e hice una bolita con la tira de papel de forma
automática, y de la misma forma lo arrojé al canal en dirección a la línea de
luz que se dibujaba varios metros más allá. Varios patos navegaron cadenciosos y
se acercaron a curiosear por si les caía algo.
Me levanté y traspasé la línea de mesas
fronteriza con la calle al tiempo que contemplaba la imagen de la ribera del canal frente a mí, una sucesión de fachadas de ladrillo rojo, ocre y negro, iluminadas en luces y sombras que contrastaban recortadas contra un cielo que súbitamente se había limpiado de la bruma que lo envolvió a la caída de la tarde. Intenté recordar algunos de los cuadros que esa tarde contemplé en el Museo Groeninge, pero sólo me vino a la mente la única sensación persistente en mi memoria desde que Pintado me la presentó, la belleza de la rusa...
Miré las aguas del canal, ni una mínima onda
quedó como huella de dónde arroje la bolita de papel… Pensé en el rostro de la mujer que había enamorado a Pintado y apreté los nudillos con rabia, ella estaba muy lejos de todos nosotros, y viendo las ondas de agua en el canal diluyéndose con la distancia, que así son las
cosas de la vida tan fútiles que ni rastro dejan… Escondido en Brujas…
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