La primera vez que me tropecé con Ramiro ocurrió
bajo ese tipo de circunstancias en las que difícilmente calibras a las
personas. Reunión de trabajo, mucha gente alrededor y cada uno a lo suyo que
era lo de nadie.
Nunca pensé por entonces que dejaría una
huella profunda en mí. Aunque eso es lo que suele ocurrir con las personas que
luego quedan indeleblemente prendidas en la pequeña historia.
Hace unas semanas tuve que despedirme de él
porque ha sido asignado a otra misión. No fue una despedida agradable, a pesar
de que sé la ilusión que le hace regresar a su país –Ecuador- y cuidar durante
un tiempo de su madre –a la que venera- y de su hija, Mija, a la que idolatra.
Lo miraba en su despacho y se me hacía un nudo en la garganta cada vez que quería
dedicarle unas palabras de cariño, que además estaban impregnadas de admiración
y respeto. Me resbaló una lágrima el día que Charlie –otro perillán al que debo
dedicar una página- glosó su vida profesional y él miró arrobado para su esposa
y compañera de fatigas.
He pasado tres años bajo su dirección y he de
reconocer que pasó por méritos propios a formar parte del imaginario de mi vida
y también de ese universo en que rebullen los personajes de mis novelas.
Copito hizo méritos para compartir aventuras
con Pintado, para él deberé vestir un personaje noble, leal, generoso,
valiente, educado, pillastre e inteligente y entregado a sus amigos y colegas.
Para él deberé imaginar antros nocturnos de rumba y alcohol donde las bellas
mujeres embriagan con su mirada a los hombres que como Copito y Pintado buscan mujeres
como tú…
Ramiro, un abrazo.
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