Ahora, con el cuerpo de ella delante, a la luz irreal de esta puesta de sol en Sorrento, un diluvio dorado, como si el sol se hubiera reventado y dejado escapar de la bolsa vitelina del aura toda la energía acumulada en miles de millones de años, me pregunto: ¿de qué ha servido Todo?.
Ni me acuerdo como era yo antes. Sólo que era muy diferente a ahora. El Pintado joven, pleno de fuerza, arrollador, arrogante, descreído de la muerte y dilapidador de la vida.
Todo este tiempo llevándola conmigo, a cada segundo, detrás de cada rincón, una obsesión que me dominaba desde que me levantaba hasta que en sueños revivía escenas imposibles, y vuelta a empezar cada día y así durante –ya tantos-años. Años de atardeceres robados que nunca contemplamos juntos.
Años en los que, a pesar de todo, me olvidé de vivir con la plenitud que los años aconsejaban. Años en los que la consciencia de mi cobardía –porque era un cobarde cuando huía de ti y buscaba refugio en aguas de otros mares- puesta cada día delante por mí, sin compasión, apenas con la lucidez de los sabios, me hundían más y más en el conocimiento de mi incapacidad de amar. Y me hacían ver el fracaso por adelantado, como alguna vez me imaginé reconocen los ancianos su fracaso el último día de su vida… En realidad he escenificado una y otra vez el último día de mi vida, cuando repaso las cuentas.
Ahora, con tu cuerpo inerme delante, perdida la vida que siempre regalaste a otros mientras que a mí me la hacías desear, debería empezar a sentir alivio, pero no es así.
No se trata de lo que ahora ocurre, sino de lo que ha ocurrido hasta ahora, como si eso me hubiera sepultado en el interior de un pozo del que no sé como salir.
Lo peor de todo es la consciencia del tiempo malgastado, el que necesitaba para sentirme un hombre que transita el mundo. Ahora me queda, lo que me has dejado, rabia, una sensación de ahogo que me impide, como siempre, alcanzar la paz conmigo.
Descansa en paz. El sol se acaba de esconder tras el horizonte y deja un reguero de sangre sobre el tapete malva del mar eterno. Siento la mano cálida del Legía Mazarro en mi hombro. Su voz me llega muy lejos. Creo que me ha dicho, déjalo ya…
Me alejo por el camino que se adentra en el olivar, monte arriba, huyendo del mar que me guarda la espalda, apenas reconfortado por la compañía de Mazarro.
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