Los reflejos del sol arrancaban lascas doradas de la superficie quieta del mar. El Mediterráneo en Sorrento tenía un azul tan intenso como el de sus ojos, aquellos que ahora le miraban sin más luz que la de un pozo sin fondo. La brisa le traía el olor a los frutos caídos en el limonar y el aire cálido acariciaba las hojas de los olivos llenos de pequeños frutos, arrullando sus sentidos, haciéndole sentir como en el regazo materno.
Pintado miró el cuerpo femenino tendido a su pies, desmadejado, recorrió sus formas, las acarició con la imaginación, pero no fue capaz de nada más, sólo de quedarse allí quieto, en silencio, dejando que el tiempo pasara, como si acaso las penas pudieran borrarse marcha atrás, desaparecer a cámara lenta, hasta decidir dónde parar. Pero ya era tarde para eso, para volver a los días de vino y rosas, para empezar de nuevo, para decir las cosas que nunca le dijo, para dar los besos que nunca le dio.
Había llegado demasiado tarde. Como siempre con ella. Primero no la había creído, luego había dudado de lo que le decía, solo cuando recibió la prueba de vida –un meñique blanco como la cera, cortado a guillotina, con un corte certero y preciso de cirujano- supo que el asunto era en serio.
Ahora con ella allí delante, inerme y vacía como un ánfora antigua, apenas le quedaba el recuerdo del primer beso robado y de los cientos de besos usados que llegaron despues...
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