Recorría esta mañana el camino desde la salida de los túneles de la M30 hasta mi recientemente estrenado lugar de trabajo, cuando a la altura de la Estación de cercanías de Delicias, en la calle Ramírez de Prado, he sido testigo de un espectáculo singular.
La mañana tenía ese color gris de los días de agosto a primera hora, el cielo aún no pintaba de turquesa y el aire olía a asfalto recocido, enfriado tras la noche ardiente, ese olor metálico y agrio que se nos queda en la garganta aferrado a ella como un garfio de escalada. La luz ambiente se desvanecía todavía en las retinas haciendo que el verde de los árboles me pareciera tan gris como el cielo que era el dosel matinal, o como el piso de la calle, apenas hojas de papel maché pegadas a troncos escuálidos de aspirantes a viejos plátanos de indias.
Es lo que tiene Madrid, su atractivo no se halla en los bulevares de los barrios, ni en sus equipamientos urbanos.
A esa hora aún había poca gente por la calle, tan poca que hasta las paradas de autobús parecen abandonadas y las avenidas solares vacios tras la espantada de vacaciones. Una chica salía del portal de la casa y encendía el primer cigarrillo callejero, un perro husmeaba el aire en busca del origen del desayuno. Un coche me adelantó por la derecha, como si le fuera la vida en el paso por boxes.
Acera adelante, del lado de la antigua fábrica de cerveza del Águila, desfilaba un curioso grupo, dos hombres y dos mujeres, rumanos. Ellos gañanes de aspecto mustio y cabellos renegrecidos, piel del color del asfalto. Ellas vestían sayas de un indefinido color que se camuflaba perfectamente con el paisaje, podrían parecer prolongaciones de las losas de la solería, salvo por el pañuelo floreado que cubría sus cabezas. A unos metros por detrás se apresuraban para alcanzarlos un par de componentes del grupo – a estas alturas yo ya me había percatado de que no se trataba de un grupo de coros y danzas, ni de los integrantes de la orquesta de cámara de Bucarest- uno de ellos, ligero como una liebre perseguida por ágiles lebreles, asía en su mano izquierda, como habría llevado un violinista el estuche de su querido instrumento, la muleta que seguramente en unos minutos montará en su flanco mientras reclama limosna en cualquier esquina de la capital del Reino…
Cuidado con los Pícaros profesionalizados. Una nueva forma de delincuencia de bajo nivel y alto impacto. Igual Sanchez Gordillo los sindicaliza y los incorpora a su grupo de excluidos del sistema. Igual Valderas y Llamazares les otorgan carta de naturaleza y los acojen en su amoros regazo. Igual todos se suman a la rebelión de los antisistema.
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