La noche amenazaba con cerrarse en agua, así que apretamos el paso. El pub estaba más solitario que de costumbre, tanto que apenas si había un par de taburetes ocupados. A Pintado le apetecía mesa. No me preguntó, se sentó y en paz, lo seguí en silencio, no sin antes mirar alrededor por si las flais, nadie a quinientas millas a la redonda. No teniendo geografía interesante en la que perder la mirada nos enfangamos en una de esas conversaciones de hombres solos. O sea: nos quedamos en silencio mientras trasegábamos los líquidos que el camarero nos había traído hasta la mesa. Ayer no estaba ni Julia, esa chica salvadoreña que cuando no hay nadie nos alegra el rato con su aleteo de pestañas y su sonrisa límpida y evocadora de lugares más cálidos.
Pintado se ventiló el single malt sin rechistar. Mi primera cerveza desapareció en el torbellino que se tragó a Moby Dick. Lo miré con curiosidad, no es raro que no hable, pero sí lo es que lo haga sin mirar. Le pregunté lo que pasaba. Recibí como respuesta el silencio hosco, hiriente como un dardo directo al cerebelo. Palpaba que detrás del vacío bullía un universo hirviente, un caldero en el que se recocía el regusto de la decepción. No me levanté y me fui porque no cuadró, pero es lo que tocaba.
Así pasamos hasta la tercera copa, como dos crustáceos balanceándose en las aguas turbias del fondo marino, cerca de las rocas, en algún lugar lejos de ninguna parte. Pintado se levantó y pagó sin preguntar. Dejó el billete arrugado en la barra y me hizo un gesto. No había contrariedad, apenas furiosa decepción. Salimos a la calle: un escenario inquietante como una reyerta en un pueblo fronterizo, desierta como una aldea abandonada allá en los Monegros, desprovista de vida y perdida como la mirada de un comanche borracho.
Me levanté el cuello de la chaqueta al sentir el frio que venía sierra abajo y caminé junto a mi amigo dejando que el aire de la noche despejara los humores malignos que no sé por qué, anoche, azotaban el espíritu de Pintado.
La clave me la dio al despedirme delante de la puerta de su casa, me miró como lo hubiera hecho un perro apaleado a quien después acaricia su hocico. Me miró y masculló: “Rosebud…”
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