El viernes mi amigo Rubén me invitó a cenar en El Escorial.
Su casa, un venerable edificio de granito, escenario de algunos capítulos de la novela, parecía emerger de entre los madroños y los castaños de indias. En la terraza, iluminada por unos hachones de parafina, se podía disfrutar del fresco de una tarde de Mayo en Madrid, y al fondo el sol poniéndose tras el monte Abantos, que ha recuperado el verdor que perdió tras el incendio forestal de hace unos años.
Luego un paseo a pie por la localidad. Ni un alma en las calles empedradas, sólo de vez en cuando algún grupo de jóvenes camino de la calle Floridablanca y un hortera que hacía sonar en el estéreo de su coche tuneado, a todo volumen, un estrepitoso tema que ni conozco, ni quiero conocer.
Salvo por eso la soledad era mi única compañera mientras el aire fragante, por las rosas y el azahar, me tonificaba trayéndome recuerdos de muchos años atrás, mientras pasaba algunas semanas allí, en un curso de Euroforum.
De aquella época recuerdo el frío de la habitación monacal, una canción -vete tú a saber por qué- que Víctor Manuel cantaba a Ana Belén, el Quijote que aproveché para leer por la noche y la ilusión que por entonces todo tocaba, como un halo de luz.
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