La noche se cerró en agua y ella no estaba. Se había marchado el día antes a Goteborg. Me dejó su lado del armario, y el corazón, vacíos. No sé cuál de ellos más.
Miré a un lado y a otro de la habitación. Los cuadros sin ella apenas eran pedazos de tela manchados con colores sin sentido, los libros en los anaqueles eran huérfanos abandonados, mi corazón una inclusa para cualquiera que llamara a su puerta.
Abrí la botella que tenía guardada para estas ocasiones, al tercer trago de aquel brebaje me abatió la soledad, como un disparo certero al tronco del mesencéfalo. Busqué las llaves del coche y me alejé bajo el diluvio, huyendo de aquella casa, que sin ella era como el corredor de la muerte.
No me acuerdo ni dónde, ni cuando. Los kilómetros se habían deslizado bajo las ruedas del audi como el agua bajo la capa helada de un lago. Siglos después el auto se detuvo con vida propia delante de un tugurio con luces de neón. Afrodita.
Mis pies se alejaron pisando sobre una grava sucia y suelta que se hundía bajo ellos, crepitando, como si pisara miles de chicharras, plaga de langosta caída del cielo, como los ángeles perdidos, como yo.
Abrí la puerta. Un tufo de alcohol y humo de cigarrillos, de humanidad perdida, de perfume barato y sobado, pegado a la piel bajo las medias de polyester de rejilla.
Sus ojos me atrajeron como un faro en la oscuridad. Eran negros y grandes. Con la esclerótica un poco desvaída. Ojos de mulata, de negra dijo ella con orgullo. Yo sólo me fijé en aquellos agujeros negros y en su piel canela. Caí en el interior, devorado por el torbellino.
Me senté en el taburete y me apoyé en la barra. No recuerdo si pedí o ella ordenó. Sólo recuerdo el tacto de sus brazos, mullidos y sedosos, la forma de los pómulos y la boca, el escote en el que me perdí engullido, la curva de sus muslos poderosos. Su olor enervante. Todo en ella me atraía irremisiblemente. Tanto que olvidé a la otra ella.
Tanto que subí con ella a la habitación como un perro acude al olor del condumio.
Me desperté vacío. De mente y de espíritu. Abandonado incluso por la soledad. Sólo me dejó su perfume, almizcle y romero. Y un arañazo que me recorría la espalda como el zarpazo de un gato. Ustedes ya me entienden…
Bajé las escaleras y salí por la puerta trasera. El suelo vibraba bajo mis pies, como un ligero terremoto sacudiendo la base. Mi cabeza zumbaba como si miles de moscas volaran en su interior chocando contra las paredes del cráneo. La luz sucia del sol de aquella mañana nublada me hizo daño en los ojos, mi mirada seguía desenfocada, como al despertar. No quedaba un alma en el aparcamiento, salvo un mercedes, grande como un yate en Puerto Banús.
Me alejé por la carretera sin volver la vista atrás.
El luminoso de neón seguía encendido, Afrodita titilaba intentando atraer a otros marineros perdidos, como yo. Cuando perdía de vista el edificio, apenas de refilón por el retrovisor que mis ojos rehuían, la vi. Ella salió, acompañada por otro. Frené y el coche se deslizó varios metros por el asfalto.
Entraron en el yate y tomaron la dirección contraria.
La soledad volvió en mi auxilio y me arrulló como una madre. En cada uno de ellos se perdía mi alma al encuentro del vacío... Pero me dejó su recuerdo, el del primer instante en que la vi, tras la barra del Afrodita...
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