Este domingo mi amigo Paco “el gallego” -el
señor Paco como le llama la feligresía local- me invitó a navegar en su velero
por las islas del Parque Mochima. Su
esposa Bárbara, una maracucha de armas tomar, su hija Rosario -una preciosa
muñeca híbrida hispano criolla-, su hermano José –un marino de los de antes,
tostado por el sol, de barba blanca y ojos melancólicos-, y un matrimonio
español recién llegado a la zona, éramos de la partida. No me olvido de “Rufo”
el beagle familiar.
Salimos no muy temprano, el sol lucía bien
alto y ardía inmisericorde allá arriba. Bárbara –quien habitualmente oficia de
timonel en las salidas dominicales- dio toda la máquina que pudo para recoger
brisa cuanto antes. En la bañera, incluso a la sombra del toldillo, hacía un
calor pegajoso que sólo se despejó cuando pusimos proa al norte y el soplo
fresco del Caribe nos entró como agua de mayo. El horizonte estaba jalonado de
mar y tierra a partes iguales en aquella dirección. Los buques tanque petroleros descansaban apaciblemente en la bahía al abrigo del morro y de La Borracha dormitando la mañana como si hubieran salido de juerga. Puerto La Cruz
aparecía envuelto en la neblina de primera hora y Lechería recogía el sol desde
la Playa Lido.
Estaba en la proa como suelo a la salida.
Sujeto a uno de los vientos del palo mayor,
respirando el aire fresco que me tomaba el rostro con sus dedos,
pensando en nada, como suelo… José se acercó pronto con la primera cerveza,
helada y protegida con un forro para dilatar su frescura. Las bebimos en
silencio, mirando hacia Puinare y oteando delfines que no aparecían en lontananza.
Atracamos en Dominguín, los Dominguez –Paco y
José- bautizaron así una playa aislada a la espalda del Saco en honor a su
padre, un gallego de noventa años tostado y vivaracho que cada año repite
experiencia caribeña-. Han hecho de una calita solitaria un lugar de solaz,
limpiando –sólo con sus manos y con la eventual ayuda de los amigos- la playa
de piedras y rocas, erigiendo un monolito piramidal de algo más de dos metros
de altura y cuatro de diámetro que se puede ver desde bien lejos cuando te aproximas.
El barco fondeó fuera de la zona de corales,
amarrado de popa a una cadena sumergida en el roqueo del fondo. Me puse el
protector solar y nadé hasta la orilla mientras los Dominguez limpiaban el
casco de caracolillo y escoria marina. Sólo en la playa todavía desierta -salvo
por las carreras del Beagle- pensaba en la historia que me ha trasladado Pintado
y en como contarla sin echarla a perder.
Pensaba en la extraordinaria pasión que le
veo por la Rusa, sin saber todavía si habrá la misma pasión de ella por mi –supongo
que ahora ya podré llamarlo así- amigo. Supongo que será pasión correspondida,
pero necesito saberlo antes de escribirle las escenas, la cosa cambia si no…
Mientras miraba sin ver el horizonte, veía
sin mirar como otras embarcaciones ocupaban la hasta entonces solitaria y
tranquila cala, las más de ellas ocupando con suficiencia los espacios vacío. A
fin de cuentas había mar suficiente para todas.
Poco me duró la reflexión a la sombra del tronco
que literalmente plantamos en la arena hace un par de años. La compañía en
pleno llegó y con ella las cervezas, las risas y las conversaciones de domingo…
Una hora después estábamos tostados y hambrientos, dejé a Pintado y la Rusa de
lado y volvimos al barco para darle cumplida cuenta a la tortilla y el
jamoncito ibérico que nos habíamos traído.
Y en eso andábamos, finiquitando la tortilla
y el tintorro, cuando la sombra de una nave mayestática –cómo si no defino el
casco de 56 pies de un yate último modelo- se adueñó del espacio a nuestro
alrededor y se acercó para abarloarse al yate más próximo a nosotros. Lo hizo
sin mirar los niños que jugaban en el agua a nuestro lado, sin respetar los
espacios de fondeo y amarre que el viento y la corriente dibujaban claramente
alrededor.
Saltamos indignados y proclamamos en voz alta
nuestra indignación por la maniobra. No sirvió de nada, el bordo del yate se
vino contra el nuestro con la contundencia del matón del barrio o del niño chuleta
que hace bulling en el colegio.
Un gordo de gafas negras y gorra roja de
jugador de ligas menores bajó del puente con la parsimonia de un embajador
plenipotenciario y mirándome con cara de lobo sanguinario me encaró: -Y esa “guevoná”
a qué viene –dijo-. Lo hizo con toda la violencia explícita y amenaza sin
contener del que se sabe el dueño del cotarro. -Mi general olvídelos. –escuché decir
a uno de los miembros de la clá que acompañaba al personaje. –No ve que son
unos “mieldas”…
Deseé estar solo y deseé que me hubiera
acompañado Pintado… Deseé no estar allí por un puñado de dólares…
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