SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


sábado, 31 de marzo de 2012

UNA ETERNIDAD EN EL INFIERNO

28       UNA ETERNIDAD EN EL INFIERNO


"(...) Has vivido
como un golpe en la frente
el instante el jadeo la caída la fuga
Has sabido
con cada poro de la piel sabido
que tus ojos tus manos tu sexo tu blando corazón
había que tirarlos
había que llorarlos
había que inventarlos otra vez.”

Para Leer en forma interrogativa
Julio Cortazar



  

      
La embarcación atracó dócilmente en el muelle de Puerto Pañuelo. La superficie cristalina del lago apenas se inmutó, sólo un mínimo rizo que se fundió con la orilla en un suave abrazo final. En lo alto de la colina, la impresionante estructura de piedra y madera del Llao Llao dominaba el paisaje.
Al iniciar la navegación el cielo era de un azul intenso y límpido que se disolvía en una línea traslúcida e imperceptible con el azul turquesa de las aguas del lago, tan puras y transparentes que era posible ver, a través de ellas, las piedras del fondo a varios metros de la orilla. La ribera, más allá de donde se perdía la vista, estaba poblada de extensos cañaverales de colihue que tintaban el agua de color verde esmeralda, y todavía más lejos se escalonaban otras especies lacustres de mayor porte, como arrayanes y alerces. Pero ahora, al atracar, cuando faltaba poco para el ocaso, el sol había empezado el suave descenso hasta las islas y su luz comenzaba a perderse por entre las copas de las altas sequoyas y los pinos de Oregón de la Isla Victoria. Sin embargo todavía derramaba su irradiación amarilla acariciando los bosques de lengas y ñires que tapizaban las suaves faldas de las colinas cercanas. Pintado llenó sus ojos de esa mágica luz y respiró el aire fresco y puro cuando puso el pie en tierra.
El viaje había empezado doce horas antes en Puerto Varas bordeando el lago Llanquihue hasta Petrohué. Allí habían embarcado en el catamarán que cruza el lago Todos los Santos y una vez en tierra recorrido en autobús el camino que bordea el río Peulla hasta Casa Pangue. Y de nuevo, otra vez por tierra, hasta cruzar la frontera por el paso Vicente Pérez Rosales bajando a Puerto Frías donde se realizaban el trámite de ingreso a la Argentina.
Durante casi toda la travesía se había mantenido prudentemente apartado de los demás pasajeros, pero cuando faltaba poco para abandonar Chile se dejó atrapar por la conversación de una venezolana que viajaba sola celebrando un indefinido cumpleaños, y que desde el inicio de la ruta en Puerto Varas había intentado pegar la hebra con él sin conseguirlo. Pintado aprovechó la circunstancia para pasar la aduana como si se tratara de la pareja de la mujer, gracias a eso, y a que la llamativa latina de casi metro ochenta atrajo todas las miradas de los policías del puesto, pasó sin ser molestado por la Gendarmería Nacional. Luego la invitó a almorzar en el parador local, un antro especializado en choripan y asado, donde ambos cambiaron dólares por moneda local. Viéndola reír y oyéndola hablar tuvo envidia de sus ansias de vivir, de sus proyectos futuros, él, que venía siempre del pasado, huyendo sin destino, sin ganas tan siquiera de morir.
El grupo abordó de nuevo un catamarán hasta Puerto Alegre donde les esperaba un autobús que los dejó en Puerto Blest, en la ribera del lago Nahuel Huapi, para atravesar el brazo del mismo nombre bordeando la península de Llao Llao hasta llegar a Puerto Pañuelo.
El resto del trayecto hasta Bariloche lo hicieron en autobús, por una carretera virada que serpenteaba por entre el borde del lago y las fincas de veraneo, todas parecían hechas con el mismo molde, cerca, estructura y fachada de madera barnizada, y en ellas debían vivir los descendientes de los siete enanitos. Mientras el sol se ponía entre las escarpadas montañas del fondo y caía la noche tiñendo de rojo el horizonte malva, la venezolana le puso ojos de gata y acercó su cuerpo a él hasta hacerle sentir la tibieza que desprendía, como pan recién salido del horno. A pesar de que la ocasión permitía aventurar un final cierto y la presencia femenina alentaba el ardor guerrero, rechazó su invitación a cenar.
El grupo se disolvió como un azucarillo en agua tan pronto la llegada del autobús a la ciudad engulló la volátil relación que se había forjado durante la excursión. Pintado se despidió de ella con un beso en la mejilla, tan sorprendente como inesperado, y cargó la bolsa de viaje a la espalda calle abajo en dirección al hotel que le había recomendado minutos antes el guía que acompañaba el autobús turístico. No tardó en encontrar el edificio que buscaba: una construcción de varias plantas con vistas al lago, que parecía trasladada pieza a pieza desde los Alpes. Como le habían indicado no tuvo problema en encontrar habitación, si bien sospechó que una parte de los pesos que tuvo que pagar por adelantado irían a parar directamente al bolsillo del locuaz porteño.
Había acabado exhausto después de tantas horas de viaje y continuos trasbordos, aunque satisfecho por haber llegado a territorio argentino en el más completo anonimato y con la posibilidad de iniciar la búsqueda de Sanmartín y tomar la iniciativa por primera vez.
Dejó la bolsa junto a la puerta, descorrió las cortinas y abrió la ventana. Las luces de la costanera se reflejaban sobre la superficie del lago como diminutas canicas esparcidas sobre un tapiz negro. El cielo, estrellado, parecía engastado de minúsculos diamantes que brillaban con tonos que iban del blanco al azulado. La brisa, fragante y húmeda, acarició su rostro y le puso la carne de gallina cuando el frío nocturno le estremeció. Antes de cerrar envió un sms confirmando su llegada y luego se dejó caer en la cama, aplomado como un fardo. Durmió profundamente por primera vez en muchos meses.
Lo despertó el ruido de alguien golpeando con los nudillos en la puerta. Abrió los ojos con dificultad, herido por la intensidad de la luz diurna, y dedujo que serían cerca del mediodía. Se tiró de la cama como empujado por una descarga con la tentación de amartillar el arma, pero se detuvo cuando pensó que nadie sabía que estaba allí, nadie salvo la persona a la que la noche de antes avisó de su llegada. Acercó la cara a la mirilla y tardó unas décimas de segundo en reconocer el rostro que había detrás. Antes de abrir se enrolló el cobertor a la cintura y se aplastó con las manos los cabellos, de punta, contra la cabeza.
Ella se abrazó a él y le dio un beso, tan apasionado y feroz, como largo y cálido. El sonido de voces en el pasillo les hizo recobrar el sentido de la realidad de manera que él la atrajo dentro de la habitación y cerró la puerta a su espalda. Se abrazaron de nuevo, se besaron hasta casi perder la respiración, cuando él se apartó para contemplarla de nuevo en silencio.
Casi año y medio después ella no había cambiado mucho, quizás estuviera más flaca, sus formas eran ahora más angulosas y agresivas, había perdido ese aire de mujer joven que tenía cuando la conoció, ciertos matices de niña que le suavizaban el rostro, pero había ganado –la esencia de una pequeña arruga, la silueta asimétrica de los labios, la imperfección de la nariz-, adquiriendo algo que no sabía definir y que lo atraía con más fuerza que antes.
Rosana Holz le abofeteó el rostro con la misma pasión con la que segundos antes lo había besado y abrazado. Luego le sonrió, le dio un nuevo beso y lo empujó contra la cama mientras de desvestía con la velocidad de un cambio de neumáticos en boxes. Reanudaron la relación allí donde la habían dejado meses atrás. Antes de que Pintado hubiera pasado una eternidad en el infierno...

Pasearon por la ciudad como una pareja de turistas más, entrando y saliendo de las tiendas. Rosana probó decenas de tipos de chocolate con todos los añadidos y formas imaginables, era una golosa y lo demostró con creces. Pintado se instruyó sobre la tradición cervecera de la zona, y no entendió la razón por la que se vendían matriuskas de todos los colores en cada tienda de recuerdos. Se rieron, como él no recordaba haberlo hecho en años. Caminaban abrazados, atrayendo la mirada de los viandantes, una mezcla de envidia y extrañeza hacia una pareja un tanto peculiar, como si bella y bestia hubieran decidido ponerse al mundo por montera.  Tomaron café en una terraza junto al lago, hasta que la brisa de la tarde comenzó a refrescar y el sol declinó contra las montañas. Ella le hizo olvidar brevemente la verdadera razón de su presencia, pero fue un espejismo que apenas duró lo que su mente tardó en devolverlo a la realidad. Así que le pidió que le contara de nuevo lo que había averiguado durante las últimas semanas.
Sofía Baccini parecía haber ocupado el hueco que Sanmartín había dejado en su entramado empresarial. Tras la desaparición del prófugo, la Corporación había continuado sus actividades bajo la dirección del Consejo presidido ahora por la joven abogada. El empresario había vendido sus acciones a un Fondo venezolano que a su vez había nombrado a la Baccini como testaferro. Una transferencia legal hecha con anterioridad a la petición de extradición a España que impedía la intervención de la Administración argentina en los antiguos negocios de Sanmartín.
Pintado no tenía duda alguna de quién seguiría siendo el receptor de los beneficios del blanqueo del dinero procedente de la organización delictiva que seguía operando en la sombra, coimeando a políticos y gremialistas y manejando a su antojo a los gobernadores oficialistas por todo el territorio entre Ushuaia y Salta. A nadie se le escapaba el poder que tenían los sucesores de caciques y señores feudales en un sistema clientelal como el instalado en la política argentina gracias a los oficios de los seguidores del Peronismo más rancio. Un sistema que sancionaba a voluntad de los gobernadores las licencias de cualquier actividad que se desarrollase en su territorio, al margen de los dictados del gobierno federal con el que actuaban, por otra parte, en completa sintonía. Ni siquiera la Judicatura, que debía ser la garante de la seguridad jurídica, era capaz de frenar los desmanes, que apalancaban el poder de esos políticos.
La rutina de la Baccini era rigurosa: de lunes a viernes desarrollaba su actividad profesional en Buenos Aires y cada viernes a la tarde abordaba en Aeroparque un avión particular que la devolvía el lunes a mediodía, preciso como un reloj, al punto de partida. Rosana había tenido que usar todos sus encantos, según ella, para hacerse con la ruta de vuelo del avión de la Compañía. Un par de cenas fueron suficientes para averiguar que el Dassault Falcon 50 tenía por destino el aeropuerto de San Carlos de Bariloche. Desde ese punto subía a un helicóptero que la dejaba en algún lugar de la zona sin determinar.
Pintado recordó que en su anterior “visita” a Sanmartín, antes de entrar en la avioneta bimotor turbohélice, había recuperado la consciencia cuando lo llevaban por una carretera de ripio, y al menos habían transcurrido un par de horas hasta llegar a la pista. No se había parado a pensar la razón por la cual no habían usado el helipuerto que estaba tan cerca del cobertizo en que lo habían tenido encerrado, ahora se daba cuenta de que eso habría supuesto un riesgo adicional. Supuso que Sofía Baccini prefería rapidez y comodidad y por eso empleaba el pequeño reactor y el helicóptero para enlazar con la hacienda, en lugar de un viaje más largo y lento, con la molestia añadida de dos horas traqueteando entre las montañas. Lo difícil sería encontrar la casa de Sanmartín en aquella zona de los Andes, casi tanto como una aguja en un pajar.
Rosana no había podido averiguar en el aeropuerto local el destino del helicóptero que transportaba a la abogada, pero sí el nombre del piloto habitual del aparato, un tal Pablo Pelizzari cuyo último domicilio conocido era una casa en Villa Mascardi, un lugar situado al sur, a algo más de media hora por carretera desde Bariloche.
Al día siguiente alquilaron un vehículo, un Chevrolet Corsa tan cascado que cuando no habían recorrido la mitad del trayecto les obligó a parar y reponer el agua que se escapaba por un manguito que debía estar roído por las ratas. Llegaron milagrosamente hasta la pequeña localidad, apenas un montón de casas arracimadas en torno a la orilla del lago Mascardi. Se internaron por una vía sin asfaltar hasta dar con la que buscaban, una pequeña casa de una sola planta con la cubierta de teja roja inclinada a dos aguas y pequeñas ventanas con postigos de madera pintada de verde. Cerca de la casa, en la parte que daba al lago, había un embarcadero en el cual un hombre aparejaba un bote amarrado a la palizada de troncos. Rosana hizo un gesto explícito con la mano y bajó del vehículo. Pintado permaneció dentro contemplando la escena.
Ella interpretaba su papel a las mil maravillas. Caminó hasta la orilla con naturalidad y al llegar a la plataforma se agachó para estar más cerca del hombre. El anciano movió la cabeza negativamente y luego sonrió, estuvieron hablando durante varios minutos. Al regresar Rosana explicó que el hombre era el padre del piloto.
-¿No sospechará? –Preguntó Pintado mientras conducía alejándose de la casa.
-No lo creo. Le he dicho que soy una amiga de su hijo, que andaba de vacaciones por la zona y que me gustaría verlo. Me ha contado que viene poco por aquí desde que vive con su chica...
-¿No me digas que nos hemos quedado sin nada?
-Pintado, no seas impaciente... Me ha dado la dirección de la novia, una tal Bárbara que vive cerca de Villa La Angostura. A una hora de camino porque tenemos que volver a San Carlos... ¿No crees que me he ganado un beso? –Preguntó Rosana inclinándose sobre él y acariciando sus labios con los suyos con la suavidad del roce de la seda.
Un par de horas después de dejar Villa Mascardi, consiguieron encontrar la dirección que les había proporcionado Pelizzari padre, no sin antes extraviarse por un camino, que se interrumpió al llegar a la ribera del lago Nahuel, y rellenar varias veces con agua el radiador de la cafetera rodante que habían alquilado. Un perro, un enorme mastín de greñas a manchas blancas y negras, dormitaba suelto junto a la puerta de la entrada, la pareja pasó por su lado con todo el respeto del mundo, pero éste ni se inmutó cuando llamaron al timbre. Nadie les respondió. En la casa de al lado tuvieron más suerte, una vecina les informó que la persona que buscaban, tenía una pequeña tienda de artesanía en Villa La Angostura donde seguramente podrían encontrarla a esas horas. Y hacía allí se dirigieron.
La tienda de Bárbara era un establecimiento situado fuera de la vía principal de la pequeña ciudad turística, a una cuadra de distancia de la carretera que la atravesaba. Como con el padre del novio, Pintado esperó fuera y fue Rosana la que entró para hablar con la mujer. Repitió la historia, recibió las explicaciones pertinentes y minutos después acabó la entrevista comprando un collar de piedras de colores.
Salió del local sonriendo, como si hubiera descubierto el secreto del Grial. –Lo tengo. –Dijo, mientras se alejaba calle abajo, saltando como una niña traviesa que espera que la sigan detrás, corriendo.
Regresaron a Bariloche y devolvieron la chatarra que habían alquilado. El encargado de la agencia se puso chulo y Pintado tuvo que refrenar el impulso de romperle la nariz de un guantazo. Rosana medió y lo sacó casi a rastras del local. De vuelta al hotel emplearon el tiempo en cotejar la información que habían obtenido aquella tarde, bastaron unos minutos delante del ordenador conectados a Internet para obtener respuesta a algunas de las preguntas que se habían hecho.
Satisfechos subieron a la habitación, ella se quitó la ropa y entró en la ducha, mientras él fumó un cigarrillo junto a la ventana abierta, contemplando la enorme extensión del lago y perdiendo la mirada en el verde de la vegetación que dominaba todo alrededor. Ella lo abrazó por la espalda y él sintió el cuerpo húmedo y pleno, se giró y la besó con hambre acumulada. La breve toalla que la cubría cayó al suelo como una hoja en otoño...
Al llegar la noche cenaron en un restaurante tan parecido a una cervecería bávara que, salvo por el acento de los que les rodeaban, hubiera podido estar en el centro de Munich. Pintado acabó su primera jarra de cerveza en muchos meses, y esta vez no sintió la extrema necesidad de seguir saciando su sed con más alcohol, junto a Rosana el tiempo parecía detenerse, la calma inundaba su espíritu, haciéndole olvidar su perenne desazón. Ella acarició su mano recorriendo los muñones, y por unos instantes él sintió los dedos desaparecidos, como si los rozase con el suave borde de una pluma. Luego la mujer sonrió, cerró los ojos y cuando los abrió le despeinó el cabello. Él fingió enfadarse y se apartó para colocar el pelo en su sitio, ella rió con ganas y le lanzó un beso al aire.
-Eres como un adolescente... Tonto.
-Ya sabes que no me gusta que me despeinen... Es una manía.
-Ya... Una de tantas... ¿No?
-¿Te fías de lo que te ha contado esa Bárbara? No acabo de entender a las mujeres de aquí...
-Me parece que las entiendes mejor de lo que crees –respondió ella coqueteando y acariciando el rostro de Pintado-. A ella no le dije que era amiga de su novio, tan pronto la vi supe que no es de esas que se lo habrían creído, pero le conté que conocía a papá Pelizzari y le mandaba recado conmigo...
-Y eso la tranquilizó... ¿Verdad?
-A las mujeres no nos gusta competir entre nosotras, pero sí hacernos favores... Al menos ya sabemos donde buscar.
-Venga, vamos a concentrarnos en lo que nos ocupa, que mañana es fin de semana... y si Sofía Baccini sigue su rutina llegará en su avión privado como todos los viernes, y como todos, Pelizzari la estará esperando para llevarla a la Hacienda de Sanmartín al Noroeste del Lago Hermoso. El único sitio posible es esa plataforma borrosa de la imagen de Google Map que hemos localizado esta tarde, en esa zona. Es la única a la que conduce la carretera que sube desde la orilla del lago... Alrededor no hay nada más, sólo bosque y montañas... A la fuerza tiene que ser ahí... Pero desde esa pista no hay ninguna otra que bordee el lago...
-Por eso las dos únicas vías de llegada son por el helipuerto o por el lago, atravesándolo hasta el embarcadero del noroeste desde el extremo oriental, el que está cerca de la ruta a San Martín de los Andes. –Dedujo Rosana.
-Claro, es la única explicación posible. Esto implica que la única forma de llegar a la Hacienda, si descartamos el helipuerto, es atravesando el lago. Así que necesitamos encontrar una embarcación para hacerlo...
La noche empezó cuando el sabor de su piel y el aroma de su cabello los llevó entre sábanas, y terminó con el calor de ella entre sus brazos...
Pintado despertó al amanecer, ella dormía profundamente a su lado. Se sintió tentado de acariciarla, pero no lo hizo por miedo a despertarla. Se duchó, necesitaba sacudirse la pátina que la noche le había dejado encima, y se vistió con la familiar sensación que le invadía en las situaciones de peligro. Desmontó el arma comprada en Chile, la limpió cuidadosamente y luego esperó fumando junto a la ventana abierta hasta que ella se despertó. Media hora después dejaron el hotel para poner en práctica el plan que habían urdido el día anterior.
Primero alquilaron un vehículo más adecuado, esta vez un 4x4 que antes comprobaron estuviera en perfecto estado; luego compraron un equipo de acampada y víveres suficientes para pasar varios días a la intemperie. Recorrieron varios comercios hasta dar con uno en el que adquirieron un equipo GPS y un mapa topográfico de la zona. Terminada la logística iniciaron la ruta de los siete lagos en dirección al Lago Hermoso. Una desviación por un camino de ripio los condujo hasta la orilla oriental. No era una zona densamente poblada, las contadas casas en la orilla estaban muy separadas entre sí, la mayoría de ellas deshabitadas. Encontraron dos embarcaderos, pero ninguna lancha a la vista. Era el sitio ideal para perderse y pasar desapercibido, sin vecinos ni núcleos de población cercanos que atrajeran miradas curiosas.
No obstante, la suerte cayó esta vez de su lado. Cuando regresaban, con el desencanto instalado en el rostro de la pareja, Rosana escuchó a lo lejos algo que sólo podía ser un motor. Pidió a Pintado que parara el vehículo y haciendo pantalla con las manos escrutó el horizonte hasta distinguir recortada contra el fondo la silueta de una embarcación dirigiéndose hacía ellos. La sonrisa encantadora de Rosana, el insondable escote de la camisa desabotonada y mil dólares al contado facilitaron la posibilidad de alquilar la motora durante todo el fin de semana. El propietario, un descendiente de alemanes corpulento y sonrosado como un salmonete, les dejó la llave del cobertizo donde aquella tarde encontrarían la lancha preparada con los depósitos de combustible repletos, cantidad suficiente para poder cruzar el lago de punta a punta al menos un par de veces. Se despidió de ellos con la envidia dibujada en el rostro, sin acabar de entender que una hembra de aquellas características campara a sus anchas con un fulano como aquel, un gallego boludo que había soltado sin pestañear el dinero que se le había ocurrido pedir.
Pintado calculó que a la velocidad que desarrollaba aquella motora tardarían al menos una hora y media en atravesar el lago hasta la ribera occidental. Además, si no querían ser descubiertos, no debían hacerlo a plena luz del día. Por eso decidieron esperar a que faltara un par de horas para anochecer antes de iniciar la excursión.
Navegaron siguiendo la orilla septentrional del lago, la más escarpada y deshabitada, en dirección a la puesta del sol. Localizaron en el mapa la desembocadura del arroyo cercano a la pista que suponían les conduciría hasta la Hacienda de Sanmartín y trazaron la ruta hasta una caleta cercana. Intentarían atracar al abrigo de un pequeño cabo y desde allí buscar la forma de hacer la ruta a pie. Pintado confiaba en seguir el cauce del arroyo, aguas arriba hasta su destino final.
Las cosas no les fueron mal. Desde lejos, como habían previsto, pudieron ver como a la vuelta del cabo desembocaba un arroyo de aguas cristalinas. Cerca de la caleta apagaron el motor fuera borda y dejaron que la lancha embarrancara mansamente en la orilla de cantos finos y arena. El agua estaba fría, casi helada, la sensación al poner pie en tierra fue la de entrar en un congelador. Llegaron con la luz suficiente para instalar la tienda de campaña, preparar los sacos de dormir y recolectar leña suficiente con la que hacer una fogata al abrigo de unas rocas. Luego esperaron a que el sol se ocultara tras las escarpadas montañas allá en la frontera con Chile. La noche cayó súbita, sin tiempo para el cambio de luz. Al poco sólo el silencio les acompañaba en aquel lugar remoto a varias millas del primer sitio habitado.
Primero oyeron el motor, luego recortado contra las estrellas del fondo apareció la negra silueta de un helicóptero balizado por las luces rojas y verdes de posición. Apenas fueron unos segundos, los suficientes para localizar el objetivo al oeste de su posición. No obstante deberían esperar a la mañana para poder encontrar una ruta a través del bosque que les permitiera llegar hasta la casa.
Cuando se extinguió el ruido del rotor el silencio y la oscuridad se hicieron dueños del lugar. Conforme los ojos se acostumbraron pudieron contemplar el espectáculo nocturno. Las estrellas titilaban en un cielo límpido de negrura perfecta, apenas aclarada por una luna en cuarto creciente que se recortaba sobre las montañas alineada con Venus a occidente. Pasaron así unos minutos asombrosos. Luego encendieron el farol de gas y su luz se extendió lechosa sobre el tapiz del lago, que parecía el telón de fondo de un mágico escenario. Sólo los árboles a su espalda aportaban una dimensión reconocible, más allá la naturaleza inabarcable se tragaba todo alrededor. Se arrebujaron con una manta y se aproximaron buscando el calor de los cuerpos. Pintado acarició el relieve de la piel femenina hasta notar como se suavizaba y desaparecía la carne de gallina, y sintió debajo de la camiseta de algodón sus pezones duros y pequeños, como perlas. Pintado sonrió para sí pensando que no le importaba nada pasar la que podía ser su última noche al abrigo de aquella mujer en un lugar tan singular, y entendió por qué quizás alguien llamó a aquella extensión de agua helada y negra Lago Hermoso...
Y acariciando las piernas de ella recordó una frase leída tiempo atrás... Largas como unas vacaciones en el infierno...      

    

jueves, 22 de marzo de 2012

NO TE SALVES

27       NO TE SALVES


" (…)pero si
pese a todo
no puedes evitarlo(…)
(…)y te salvas
entonces
no te quedes conmigo.

No te salves.
Mario Benedetti




Casi nueve mil horas después, cada segundo vivido al borde del vacío más absoluto, lo había logrado. Primero perdió la confianza, luego el respeto hasta que no hubo límite entre la conciencia del hoy y el mañana y llegó la desintegración del yo. Apuró el último trago hasta que el líquido le resbaló por la comisura de los labios y arrojó la botella a lo lejos, con ira, el vidrio se quebró en fragmentos contra el suelo y extendió sobre el parquet una constelación de esquirlas cortantes, dejando un reguero de restos tan confuso como su voluntad. El alcohol le quemó la garganta, y le vino la primera arcada, luego el ácido y la bilis recorrieron el corto trecho del estómago a la boca mezclados con el vómito de cada mañana.
Perro lo miraba como siempre, esperando que aterrizara en el planeta y le diera la comida. Le apretó la trufa contra el cuerpo en una secuencia cansina de insistentes llamadas. Pintado se volteó y cayó de la cama. Apenas si podía ponerse en pie. Perro se apartó y se sentó en una esquina, como hacía cada mañana mientras era testigo del espectáculo.
Pintado se arrastró hasta el cuarto de baño con el cuerpo doblado y pegado a la pared en dura competencia con las leyes de la física, llevaba la sábana enganchada a las piernas, empapada de vómito y sudor. El espejo le devolvió la imagen de un hombre envejecido, como si el tiempo se hubiera derramado sobre su cuerpo, consumiendo lo poco que quedaba de su juventud. La barba, descuidada y sucia, le cubría la cara y casi tapaba su boca. Las greñas le caían hasta los hombros, ensortijadas y grasientas, encanecidas. La barriga le colgaba flácida como un odre a medio vaciar. La mirada acuosa, el brillo enfermizo de los ojos, los dientes amarillos por la falta de cuidados. La poca piel que se veía surcada de arrugas y cicatrices, las que se provocaba en la continua lucha contra la gravedad que insistía en tirar su anatomía a tierra a cada poco. Era un hombre arruinado. Vencido por los remordimientos y la pena.
Cada vez que tenía un instante de lucidez, lo que procuraba que ocurriera lo menos posible, la contabilidad vital le hundía un poco más en la ciénaga en que se había convertido su vida. En el haber no existía nada, ni un solo apunte. Sin embargo el debe estaba repleto de nombres y recuerdos, todos ellos desaparecidos, muertos, asesinados, borrados y liquidados de la faz de la tierra.
El balance era desastroso, un saldo negativo que ni todo el alcohol del mundo era capaz de sepultar en su cabeza. Y así conforme un día empezaba acababa de inmediato las ganas de vivirlo. Y hundía sus ganas en alcohol y mala leche, tanta como su cerebro pudiera generar.
Y así había pasado más de trescientos cincuenta días con sus correspondientes noches, eternas, vacías.

Nunca entendió por qué esa mañana fue diferente. Quizás finalmente la insistencia de Perro –nunca puso nombre al labrador, sólo lo llamó Perro-, quizás la imagen helada de la sierra madrileña, quizás la mirada de desprecio de un vecino al tirar las botellas vacías al contenedor de la basura. Quizás fue al darse cuenta del insoportable hedor de su casa, sucia, vacía de muebles; quizás al comprobar que esa mañana había salido desnudo a la calle sin importarle; quizás al mirar al cielo gris y helado; quizás por todo eso se dio cuenta que había tocado fondo.
No sé si todo hombre encuentra ese punto más allá del que sólo le espera la nada. Lo que ocurrió es que Pintado al alcanzarlo también entendió que no quería estar allí. Se había dejado caer porque extravió la voluntad en algún lado, o porque había perdido la capacidad de reconocer sus dictados, da igual. Y no supo la razón, recuperó esa capacidad, por breves instantes. Para tomar la decisión de volver.
Volvió al estercolero en que se había convertido su cuarto de baño y se miró de nuevo reflejado en el espejo. Encontró en lo más recóndito de su mente una imperceptible razón para vivir, una razón pequeña, de a poquitos. Una razón minúscula en contenido, pero suficiente. Y su mente tomó el control por instantes, los que se necesitan para empujar la bola para que ruede cuesta abajo. Buscó por entre los restos desordenados de los cajones hasta dar con las tijeras y sin misericordia la emprendió a cortes. Media hora después, y una ducha de por medio, el suelo estaba tapizado de pelo y ropa sucia, del cuarto emergió un viejo desconocido al que hacía siglos había perdido de vista.
Perro miró desde la puerta a ese humano que ni olía ni parecía al despojo que había venido acompañando en los últimos tiempos. Y se acercó hasta él con curiosidad y alegría.
Le llevó un par de meses recuperar una aceptable forma física, y cuando fue capaz de correr al trote varios kilómetros, sin echar el bofe por la boca, consideró que había llegado el momento de poner en práctica el plan que había venido larvando, inconscientemente, mientras había vivido sumergido en alcohol y detallado, conscientemente, durante las últimas semanas. Aplicó su recobrada capacidad de razonar para trazar con precisión milimétrica la senda que le conduciría tras los pasos de Sanmartín. Y esa ruta pasaba por seguir el rastro de Sofía Baccini. Antes debía resolver dos problemas: la forma de entrar en la Argentina de forma clandestina; y por otra parte, localizar a la pelirroja sin que esta sospechara. El primero sabía cómo hacerlo; pero el segundo le obligaba a implicar a alguien a quien se había jurado no involucrar. Cada vuelta que le daba al asunto en su cabeza más claro tenía que iba a necesitar ayuda al otro lado del Atlántico, solo, sería como un faro en la oscuridad, por muchas razones. Todo resultaría más fácil si podía contar con alguien a su lado. Finalmente acabó haciéndolo y llamó a la única persona en la que confiaba allá en la Argentina. No le dio detalles sobre la ruta que seguiría, ya se enteraría en el momento preciso, mientras tanto debía averiguar por él los movimientos de la joven abogada.
Su regreso del mundo de los no vivos fue como la separación de un iceberg en el frente de un glaciar, breve, rápida y apreciada tan solo por los pocos amigos que pasaban en ese momento por su vida. Pocos le habían quedado, los mismos que durante el último año habían tenido la paciencia de soportarle los continuos desplantes que les había dedicado y sin embargo ayudado en contra de su voluntad.
Y su marcha fue de la misma guisa, de un día para otro. Cuando recibió la noticia que esperaba de Argentina, Pintado simplemente se despidió de ellos con el pretexto de que necesitaba alejarse y buscar su sitio en el mundo. Y desapareció un buen día de sus vidas, de la misma forma en que había ido llegando, sin aviso, ni razón. Perro quedó al cuidado de Rubén De Haro, al igual que la casa y los pocos bienes que habían sobrevivido a la campaña de autodestrucción consciente. Quien hubiera rebuscado en los cajones de la casa, sólo habría encontrado el resguardo de un ticket aéreo entre Madrid y Londres.

Pintado llegó al aeropuerto Comodoro Arturo Merino Benítez de Santiago de Chile, procedente de Sao Paulo, una mañana calurosa y polvorienta del mes de Enero con lo puesto y un bolso de viaje con una muda de ropa. Esperó a la cola, como un turista más, y tomó un taxi -un viejo Renault 21 negro de techo amarillo- al que dio una dirección en la zona de Vitacura. El skyline de la ciudad recortado contra la Cordillera había cambiado desde su último viaje, las nuevas construcciones en la zona de Las Condes habían transformado la fisonomía de la urbe que recordaba. La autopista por la que circulaban era reciente y estaba bien mantenida, los anuncios elevados en monolitos de metal invitaban al consumo y publicitaban una economía floreciente. El cauce del río a su derecha bajaba seco -hacía meses de las últimas lluvias- y el paisaje a su alrededor estaba coloreado con toda la paleta de ocres con la excepción de los arboles que flanqueaban la Costanera Norte.
El taxista –un tipo de rasgos indígenas con el pelo negro azabache peinado en una coleta- intentó iniciar una conversación que el español cortó por lo sano a las primeras de cambio. En represalia giró el dial del volumen de la radio e inundó la cabina con la barahúnda de un programa plagado de anuncios entre las noticias. Al pasajero no le importó absorto como iba en sus pensamientos. El conductor fingió perderse entre las cuadras idénticas del suburbio de clase media, antes de detener el vehículo delante de un rancio edificio de estilo inglés rodeado de un frondoso seto de arizónicas. Pintado aguardó a que el mapuche desapareciera de su vista, y caminó calle abajo hasta otra casa que se parecía a la anterior como dos gotas de agua. Comprobó el nombre en la etiqueta del buzón –Blythe- y pulsó el botón del telefonillo de llamada, se identificó y empujó la puerta cuando escuchó el zumbido de la cerradura. Caminó por el sendero de grava hasta la entrada principal donde lo esperaba un hombre mayor con anticuadas gafas de culo de vaso, tirando a gordito y prácticamente calvo, como un guacharrito cebado.
Vaya casualidad -se dijo-, el jodío se parecía de verdad a Blythe, el falsificador de documentos casi ciego que Donald Pleasance interpretaba en la Gran Evasión. La dirección del anciano se la había proporcionado a Pintado un viejo conocido de la policía ahora retirado que había servido como escolta en la embajada española. La especialidad de Blythe era la falsificación de documentos de identidad y había tenido su época dorada años atrás ayudando a los opositores al régimen del General Pinochet.
Una hora después –el tiempo necesario para hacerse las fotos y estampar los correspondientes sellos y timbres en los papeles- Pintado abandonó la casa de Vitacura con una nueva identidad, un teléfono celular operativo y tres mil dólares de menos en el bolsillo. El pasaporte y los documentos argentinos estaban a nombre de Carlos Monzón.
Se alejó un par de cuadras de la casa y cuando la perdió de vista llamó a un teléfono de radio taxi. Esperó apenas unos minutos y abordó el vehículo que vino en su búsqueda y que lo dejó en la Plaza de Armas, frente a la Catedral Metropolitana. Desde allí caminó tres cuadras hasta encontrar el Hotel España.
En atención a las relaciones de buena hermandad con el país vecino le dieron una habitación donde las cucarachas urbanas celebraban la convención anual andina y hasta las ratas habían decidido no volver. No protestó, había elegido aquel tugurio a sabiendas de que era el mejor lugar para pasar inadvertido.
Al día siguiente, temprano, se dirigió a una agencia de viajes y con la excusa de recorrer los lugares de su juventud contrató un paquete turístico que hacía la ruta Santiago-Puerto Varas-Bariloche y que le permitiría entrar a la Argentina por Puerto Frías camuflado como un excursionista más en la travesía de los lagos. La mejor forma de llegar a la Argentina sin ser detectado y también de hacer pasar inadvertida el arma que aquella tarde tenía que buscar en la dirección que le había facilitado Blythe.

Encontró la galería en la que se ubicaba el Café Neftalí a un par de cuadras de la ocupada por el enorme edificio del Mercado Central. A pesar de que aún faltaba más de una hora para el medio día el local estaba muy concurrido. Se sentó a la barra y esperó hasta ser atendido por una de las camareras. Le tocó una rubia teñida, del tamaño de una madonna siciliana, alta como él y con el cuerpo cincelado a golpe de gimnasio. Era fea y las cejas oscuras y gruesas le daban un cierto aire de culturista travestido. No era la primera vez que entraba en un café con piernas, pero, por lo que podía ver, desde la última se había reducido el tamaño de los bikinis e incrementado el tamaño de los atributos exhibidos. Pintado pasó de la sonrisa de la camarera, de su anatomía aceitada y lustrosa, de la miríada de diminutas estrellas que las luces de colores del techo hacían destellar al incidir sobre las partículas metálicas que rociaban su piel. Se limitó a pedir un café negro con la mirada puesta en otra parte. La chica le sirvió un brebaje imbebible en un vaso de vidrio con asas metálicas. Tras caracolearle un par de veces, sin éxito, su interés por Pintado se esfumó tan pronto ella comprobó que el soso español prefería mirar hacia la puerta antes que a su cuerpo, y se alejó de él para pegar la hebra con un tipo con pinta de viajante de artículos de droguería. El ruido en el local apenas permitía mantener una conversación en un tono razonable, a pesar de ello la barra estaba repleta de individuos que conversaban entre ellos o con las camareras que pululaban al otro lado de la escueta tabla que servía de frontera con la zona vestida. Quizás por eso la mecánica de la relación consistía en que cada vez que había que hacer un pedido ellas tenían que volcarse literalmente contra el cliente acercando el cuerpo con piernas al parroquiano vestido. Un paisano cejijunto, de nariz prominente y barba terciada, se le quedó mirando. Pintado le devolvió la mirada y este cambió de tercio tras el culo de una morocha de pelo azabache.  
Un par de cafés después apareció alguien que podría ser la persona que estaba esperando. El tipo se parecía al hermano gemelo de Johnny Hallyday: Tupé y bigote, jeans, camiseta negra de cuello caja, cazadora negra de cuero, botas de puntera metálica. Llevaba un pañuelo rojo anudado al cuello con un botón de chapa con la efigie del Che Guevara y un aro dorado en una aleta de la nariz. Tenía el aspecto de no haber pasado por el baño en varios días. Miró a su alrededor hasta que localizó a Pintado y se sentó en el taburete vacío junto a él. Sacó un paquete arrugado de Marlboro y un Zippo cromado, lo dejó todo sobre la barra a sabiendas de que no estaba permitido fumar. Le hizo un gesto a la rubia y, como si le fuera a hacer una confidencia, le dijo algo al oído que provocó su risa. Cuando ella se fue, él se presentó.
Muela Picá era el apodo por el que se conocía a Cornelio Marín, de profesión traficante de cualquier cosa que se pudiera pagar con dinero. El tipo no era de fiar, y eso se notaba a la legua, pero Pintado no tenía tiempo para buscar otra alternativa. El tipo olía a rancio, a tabaco, a habitación cerrada, a polvo acumulado, en definitiva: a fracaso. El español quería cerrar el trato cuanto antes y alejarse de aquella ruina de inmediato, puede que porque -se dijo- quizás se pareciera demasiado a él.
De las opciones que le explicó, Pintado eligió una CZ-75 Checa con armazón de polímero y cargador de 16 balas de 9 mm., recién desaparecida –según Muela Picá- de la armería del ejército chileno. Regatearon un rato -el chileno tenía práctica y condiciones para ello- hasta que finalmente se pusieron de acuerdo en el precio, quedaron para hacer el intercambio esa noche en un local de comida peruana en Bellavista. Se despidieron, Pintado esperó unos minutos antes de abandonar el Café Neftarí. Lo hizo sin decir adiós, ni dejar propina a la rubia prima de Stallone. A ella no le importó, ese tipo le había parecido hosco, distante, diferente a los arrogantes peninsulares que frecuentaban el local, no podía perder su tiempo con cualquiera.
El resto del día el español lo aprovechó recorriendo comercios de la zona centro para hacerse con ropa con la que parecer un excursionista más y algunos artilugios que necesitaría para su incursión en territorio argentino. Acabó cerca de Plaza de Armas, perdido entre una multitud compuesta por funcionarios que dejaban las oficinas y dependencias gubernamentales para regresar a sus casas, e inmigrantes de los países limítrofes –en su mayoría bolivianos y peruanos- que tenían el lugar de reunión cerca de la catedral. El color del cielo a la caída de la tarde era el del marfil sucio, el aire olía a hollín caliente, a estación de ferrocarril. El sudor le pegaba la camisa a la espalda y las suelas de los zapatos apenas le aislaban del calor del suelo, ardiente como la solera de un horno. Todo a su alrededor parecía trasplantado desde alguna parte remota en el tiempo, como si los años se hubieran detenido allá en algún punto indefinido entre los Cincuenta y Sesenta. La piedra de las fachadas tenía el color de la carbonilla emitida por la combustión de los vehículos, una pátina arcaica que se les había pegado y que hacía envejecer los edificios, a pesar de los esfuerzos de la municipalidad por modernizar la ciudad. Había oído que eso no pasaba en la zona de Las Condes, pero allí en el centro histórico de la urbe un gigantesco agujero espaciotemporal parecía engullir las cosas obligándolas a retroceder al pasado.
Cuando regresó, cansado de deambular, el conserje del Hotel España le entregó la llave de la habitación y le preguntó si deseaba cambiar de almohada. Pintado lo miró perplejo sin entender el significado de la propuesta, no obstante le dio una respuesta tan indefinida que el otro lo mismo pudo interpretar una cosa que la otra.
Estaba duchándose cuando alguien llamó a la puerta de su cuarto. Se arrolló la toalla a la cintura y salió de la bañera para contestar. Era una mujer de edad indeterminada con tantas capas de pintura en la cara como la pared de la mugrienta habitación en la que estaba. No hacía falta imaginar su profesión, la llevaba escrita en el rostro y diluida en el perfume que la envolvía. No se dedicaba al servicio de habitaciones. Tampoco traía una nueva almohada. Se entendieron sin hablar, ambos se dieron cuenta del equívoco, ella llevaba siglos de carrera, la había emprendido antes de nacer. Sus ojos eran expresivos y grandes, con una sombra de melancolía que provocaba una pizca de ternura, aunque nada de pasión, los tenía tan separados y las cejas pintadas eran tan finas que su faz parecía la de un koala. Pintado le tendió un billete y ella se alejó en silencio por el pasillo buscando la siguiente escala de su singladura.
Entró en Bellavista por el puente de Loreto y callejeó varias cuadras paseando entre la muchedumbre que atestaba la zona, sorteando los cuerpos, zigzagueando las losetas sueltas de las aceras que escupían un lodo traicionero que amenazaban el bajo de los pantalones. En medio de aquella gente, tan indiferente como los grises y escuálidos troncos de los pocos árboles que sobrevivían en aquellas calles tan viejas como el cerro que delimitaban, sintió una vez más como la soledad le oprimía el corazón, un estremecimiento, una mordedura cuyo efecto se derramaba por dentro de su cuerpo como un veneno. Se preguntó si alguna vez llegaría a desaparecer esa sensación. Por unos instantes deseó tomar un trago. Se contuvo. Después de todo esto tendría todo el tiempo del mundo para ahogarse en alcohol, si es que había un después. Entró en un tugurio atraído por las notas musicales que se escapaban por la puerta. Un cuarteto interpretaba con regular pericia una vieja pieza de jazz de Charlie Parker. Se sentó en la barra y mientras disfrutaba del sonido del saxo pidió una tónica. A su lado, encaramada a un taburete, una mujer, más o menos de su edad –calculó Pintado-, lo miró con curiosidad. Era guapa, delgada, rubia artificial, su rostro le daba un aire al de Jessica Biel. Él le saludó con un movimiento de la cabeza, en silencio, ella le respondió, bebiendo un trago de su vaso y cerrando los ojos muy despacio. Nada explícito. Dos almas que se cruzan por segundos, nada más. Descansó el cuarteto, Pintado pagó la bebida y se despidió de su vecina de barra con un ligero movimiento de la mano. Deambuló por entre callejas de piso adoquinado y fachadas de otra época, con balcones de forja y adornos de yeso tan deteriorados como las decenas de capas de pintura multicolor que dejaban ver los años en las vetas desconchadas. Para hacer tiempo curioseo en varios locales, entrando y saliendo, hasta llegar a la dirección del restaurante en que había quedado con Muela Picá.
El sitio era un local donde entre otras cosas se servía comida peruana. Debía estar decorado por el descendiente de un Inca borracho: colores naranjas, amarillos y verdes y vigas de madera barnizada, artículos de barro y un carro desmontado por piezas en torno del brocal de un pozo que ocupaba el centro del patio, alrededor del cual se ubicaban las mesas en las galerías de las dos plantas. Consiguió una mesa en la galería superior y ordenó la cena. Tenía la esperanza de que su compañero llegara lo suficientemente tarde como para no tener que compartir la mesa con él. Al cabo entendió la razón para haberse citado en el sitio. Las luces se apagaron y sólo las velas que ardían en los candeleros iluminaban el local. Un grupo de baile típico peruano abordó el patio y todas las miradas se concentraron en el improvisado escenario. Fue entonces, cuando aprovechando la multitud apareció Muela Picá. Todo fue muy rápido, dejó un paquete envuelto sobre la mesa, esperó a que Pintado comprobara el contenido, tomó el sobre que este dejó sobre la mesa con el dinero, y como llegó se fue.
Antes de abandonar el local Pintado entró en los servicios e inspeccionó con más tranquilidad el arma. La desmontó y volvió a ensamblar en pocos minutos. Todo parecía estar en orden. Se colocó la semiautomática en la cinturilla trasera del pantalón y salió al exterior. El patio seguía ocupado por el grupo que interpretaba en ese momento un ritual de exaltación a la Pachamama. El español se escabulló hacia la salida sin ser visto.
Anduvo varias cuadras para asegurarse de que nadie lo seguía, comprobando que las caras de la gente alrededor no le resultaban familiares. Sus pasos le guiaron de forma inconsciente hasta encontrar el local donde había estado al principio de la noche. Ella seguía allí, en el mismo lugar de la barra donde la había dejado, como si lo hubiera estado esperando. Se lo comió con la vista al entrar y con un leve gesto de cabeza le indicó el lugar vacío a su lado, él no se lo pensó dos veces. Hacía meses que no estaba con ninguna mujer y algo en sus ojos le decían que aquello podía tener remedio esa noche.
Hablaron de nada, aunque se lo dijeron todo con la mirada. El tacto de la piel cálida, las manos, la suavidad del brazo, la curva del cuello al encuentro de la espalda, electrizante. El aroma de mujer enervante. Un par de copas después ella puso pie en tierra y él la siguió hasta su coche. Un beso después llegaron hasta una quinta de considerables proporciones en Lo Barnechea, una zona exclusiva para gente acomodada, su casa. No hubo prolegómenos, no más de los que había habido en el local de copas. Hicieron el amor sin hacerse preguntas, y sin darse más respuestas que las que exigían sus cuerpos. Primero con urgencia y luego con ternura hasta quedar extenuados. Él dejó la casa con las primeras luces del amanecer, ni siquiera la despertó, le dejó una rosa -cortada del jardín- sobre la almohada por única explicación. No averiguó su nombre, ni ella preguntó el suyo. Al mirar la cara plácidamente dormida y el cuerpo desmadejado y desnudo de ella supo que ambos buscaban lo mismo aquella noche, el calor de un cuerpo de un extraño que aliviara la acuciante soledad que se cernía sobre ellos. Y de nuevo allí fuera, al fresco del alba, mientras esperaba el taxi que lo debía recoger, tuvo la sensación de ser un esquife a la deriva dejándose llevar por la corriente…