SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


jueves, 22 de marzo de 2012

NO TE SALVES

27       NO TE SALVES


" (…)pero si
pese a todo
no puedes evitarlo(…)
(…)y te salvas
entonces
no te quedes conmigo.

No te salves.
Mario Benedetti




Casi nueve mil horas después, cada segundo vivido al borde del vacío más absoluto, lo había logrado. Primero perdió la confianza, luego el respeto hasta que no hubo límite entre la conciencia del hoy y el mañana y llegó la desintegración del yo. Apuró el último trago hasta que el líquido le resbaló por la comisura de los labios y arrojó la botella a lo lejos, con ira, el vidrio se quebró en fragmentos contra el suelo y extendió sobre el parquet una constelación de esquirlas cortantes, dejando un reguero de restos tan confuso como su voluntad. El alcohol le quemó la garganta, y le vino la primera arcada, luego el ácido y la bilis recorrieron el corto trecho del estómago a la boca mezclados con el vómito de cada mañana.
Perro lo miraba como siempre, esperando que aterrizara en el planeta y le diera la comida. Le apretó la trufa contra el cuerpo en una secuencia cansina de insistentes llamadas. Pintado se volteó y cayó de la cama. Apenas si podía ponerse en pie. Perro se apartó y se sentó en una esquina, como hacía cada mañana mientras era testigo del espectáculo.
Pintado se arrastró hasta el cuarto de baño con el cuerpo doblado y pegado a la pared en dura competencia con las leyes de la física, llevaba la sábana enganchada a las piernas, empapada de vómito y sudor. El espejo le devolvió la imagen de un hombre envejecido, como si el tiempo se hubiera derramado sobre su cuerpo, consumiendo lo poco que quedaba de su juventud. La barba, descuidada y sucia, le cubría la cara y casi tapaba su boca. Las greñas le caían hasta los hombros, ensortijadas y grasientas, encanecidas. La barriga le colgaba flácida como un odre a medio vaciar. La mirada acuosa, el brillo enfermizo de los ojos, los dientes amarillos por la falta de cuidados. La poca piel que se veía surcada de arrugas y cicatrices, las que se provocaba en la continua lucha contra la gravedad que insistía en tirar su anatomía a tierra a cada poco. Era un hombre arruinado. Vencido por los remordimientos y la pena.
Cada vez que tenía un instante de lucidez, lo que procuraba que ocurriera lo menos posible, la contabilidad vital le hundía un poco más en la ciénaga en que se había convertido su vida. En el haber no existía nada, ni un solo apunte. Sin embargo el debe estaba repleto de nombres y recuerdos, todos ellos desaparecidos, muertos, asesinados, borrados y liquidados de la faz de la tierra.
El balance era desastroso, un saldo negativo que ni todo el alcohol del mundo era capaz de sepultar en su cabeza. Y así conforme un día empezaba acababa de inmediato las ganas de vivirlo. Y hundía sus ganas en alcohol y mala leche, tanta como su cerebro pudiera generar.
Y así había pasado más de trescientos cincuenta días con sus correspondientes noches, eternas, vacías.

Nunca entendió por qué esa mañana fue diferente. Quizás finalmente la insistencia de Perro –nunca puso nombre al labrador, sólo lo llamó Perro-, quizás la imagen helada de la sierra madrileña, quizás la mirada de desprecio de un vecino al tirar las botellas vacías al contenedor de la basura. Quizás fue al darse cuenta del insoportable hedor de su casa, sucia, vacía de muebles; quizás al comprobar que esa mañana había salido desnudo a la calle sin importarle; quizás al mirar al cielo gris y helado; quizás por todo eso se dio cuenta que había tocado fondo.
No sé si todo hombre encuentra ese punto más allá del que sólo le espera la nada. Lo que ocurrió es que Pintado al alcanzarlo también entendió que no quería estar allí. Se había dejado caer porque extravió la voluntad en algún lado, o porque había perdido la capacidad de reconocer sus dictados, da igual. Y no supo la razón, recuperó esa capacidad, por breves instantes. Para tomar la decisión de volver.
Volvió al estercolero en que se había convertido su cuarto de baño y se miró de nuevo reflejado en el espejo. Encontró en lo más recóndito de su mente una imperceptible razón para vivir, una razón pequeña, de a poquitos. Una razón minúscula en contenido, pero suficiente. Y su mente tomó el control por instantes, los que se necesitan para empujar la bola para que ruede cuesta abajo. Buscó por entre los restos desordenados de los cajones hasta dar con las tijeras y sin misericordia la emprendió a cortes. Media hora después, y una ducha de por medio, el suelo estaba tapizado de pelo y ropa sucia, del cuarto emergió un viejo desconocido al que hacía siglos había perdido de vista.
Perro miró desde la puerta a ese humano que ni olía ni parecía al despojo que había venido acompañando en los últimos tiempos. Y se acercó hasta él con curiosidad y alegría.
Le llevó un par de meses recuperar una aceptable forma física, y cuando fue capaz de correr al trote varios kilómetros, sin echar el bofe por la boca, consideró que había llegado el momento de poner en práctica el plan que había venido larvando, inconscientemente, mientras había vivido sumergido en alcohol y detallado, conscientemente, durante las últimas semanas. Aplicó su recobrada capacidad de razonar para trazar con precisión milimétrica la senda que le conduciría tras los pasos de Sanmartín. Y esa ruta pasaba por seguir el rastro de Sofía Baccini. Antes debía resolver dos problemas: la forma de entrar en la Argentina de forma clandestina; y por otra parte, localizar a la pelirroja sin que esta sospechara. El primero sabía cómo hacerlo; pero el segundo le obligaba a implicar a alguien a quien se había jurado no involucrar. Cada vuelta que le daba al asunto en su cabeza más claro tenía que iba a necesitar ayuda al otro lado del Atlántico, solo, sería como un faro en la oscuridad, por muchas razones. Todo resultaría más fácil si podía contar con alguien a su lado. Finalmente acabó haciéndolo y llamó a la única persona en la que confiaba allá en la Argentina. No le dio detalles sobre la ruta que seguiría, ya se enteraría en el momento preciso, mientras tanto debía averiguar por él los movimientos de la joven abogada.
Su regreso del mundo de los no vivos fue como la separación de un iceberg en el frente de un glaciar, breve, rápida y apreciada tan solo por los pocos amigos que pasaban en ese momento por su vida. Pocos le habían quedado, los mismos que durante el último año habían tenido la paciencia de soportarle los continuos desplantes que les había dedicado y sin embargo ayudado en contra de su voluntad.
Y su marcha fue de la misma guisa, de un día para otro. Cuando recibió la noticia que esperaba de Argentina, Pintado simplemente se despidió de ellos con el pretexto de que necesitaba alejarse y buscar su sitio en el mundo. Y desapareció un buen día de sus vidas, de la misma forma en que había ido llegando, sin aviso, ni razón. Perro quedó al cuidado de Rubén De Haro, al igual que la casa y los pocos bienes que habían sobrevivido a la campaña de autodestrucción consciente. Quien hubiera rebuscado en los cajones de la casa, sólo habría encontrado el resguardo de un ticket aéreo entre Madrid y Londres.

Pintado llegó al aeropuerto Comodoro Arturo Merino Benítez de Santiago de Chile, procedente de Sao Paulo, una mañana calurosa y polvorienta del mes de Enero con lo puesto y un bolso de viaje con una muda de ropa. Esperó a la cola, como un turista más, y tomó un taxi -un viejo Renault 21 negro de techo amarillo- al que dio una dirección en la zona de Vitacura. El skyline de la ciudad recortado contra la Cordillera había cambiado desde su último viaje, las nuevas construcciones en la zona de Las Condes habían transformado la fisonomía de la urbe que recordaba. La autopista por la que circulaban era reciente y estaba bien mantenida, los anuncios elevados en monolitos de metal invitaban al consumo y publicitaban una economía floreciente. El cauce del río a su derecha bajaba seco -hacía meses de las últimas lluvias- y el paisaje a su alrededor estaba coloreado con toda la paleta de ocres con la excepción de los arboles que flanqueaban la Costanera Norte.
El taxista –un tipo de rasgos indígenas con el pelo negro azabache peinado en una coleta- intentó iniciar una conversación que el español cortó por lo sano a las primeras de cambio. En represalia giró el dial del volumen de la radio e inundó la cabina con la barahúnda de un programa plagado de anuncios entre las noticias. Al pasajero no le importó absorto como iba en sus pensamientos. El conductor fingió perderse entre las cuadras idénticas del suburbio de clase media, antes de detener el vehículo delante de un rancio edificio de estilo inglés rodeado de un frondoso seto de arizónicas. Pintado aguardó a que el mapuche desapareciera de su vista, y caminó calle abajo hasta otra casa que se parecía a la anterior como dos gotas de agua. Comprobó el nombre en la etiqueta del buzón –Blythe- y pulsó el botón del telefonillo de llamada, se identificó y empujó la puerta cuando escuchó el zumbido de la cerradura. Caminó por el sendero de grava hasta la entrada principal donde lo esperaba un hombre mayor con anticuadas gafas de culo de vaso, tirando a gordito y prácticamente calvo, como un guacharrito cebado.
Vaya casualidad -se dijo-, el jodío se parecía de verdad a Blythe, el falsificador de documentos casi ciego que Donald Pleasance interpretaba en la Gran Evasión. La dirección del anciano se la había proporcionado a Pintado un viejo conocido de la policía ahora retirado que había servido como escolta en la embajada española. La especialidad de Blythe era la falsificación de documentos de identidad y había tenido su época dorada años atrás ayudando a los opositores al régimen del General Pinochet.
Una hora después –el tiempo necesario para hacerse las fotos y estampar los correspondientes sellos y timbres en los papeles- Pintado abandonó la casa de Vitacura con una nueva identidad, un teléfono celular operativo y tres mil dólares de menos en el bolsillo. El pasaporte y los documentos argentinos estaban a nombre de Carlos Monzón.
Se alejó un par de cuadras de la casa y cuando la perdió de vista llamó a un teléfono de radio taxi. Esperó apenas unos minutos y abordó el vehículo que vino en su búsqueda y que lo dejó en la Plaza de Armas, frente a la Catedral Metropolitana. Desde allí caminó tres cuadras hasta encontrar el Hotel España.
En atención a las relaciones de buena hermandad con el país vecino le dieron una habitación donde las cucarachas urbanas celebraban la convención anual andina y hasta las ratas habían decidido no volver. No protestó, había elegido aquel tugurio a sabiendas de que era el mejor lugar para pasar inadvertido.
Al día siguiente, temprano, se dirigió a una agencia de viajes y con la excusa de recorrer los lugares de su juventud contrató un paquete turístico que hacía la ruta Santiago-Puerto Varas-Bariloche y que le permitiría entrar a la Argentina por Puerto Frías camuflado como un excursionista más en la travesía de los lagos. La mejor forma de llegar a la Argentina sin ser detectado y también de hacer pasar inadvertida el arma que aquella tarde tenía que buscar en la dirección que le había facilitado Blythe.

Encontró la galería en la que se ubicaba el Café Neftalí a un par de cuadras de la ocupada por el enorme edificio del Mercado Central. A pesar de que aún faltaba más de una hora para el medio día el local estaba muy concurrido. Se sentó a la barra y esperó hasta ser atendido por una de las camareras. Le tocó una rubia teñida, del tamaño de una madonna siciliana, alta como él y con el cuerpo cincelado a golpe de gimnasio. Era fea y las cejas oscuras y gruesas le daban un cierto aire de culturista travestido. No era la primera vez que entraba en un café con piernas, pero, por lo que podía ver, desde la última se había reducido el tamaño de los bikinis e incrementado el tamaño de los atributos exhibidos. Pintado pasó de la sonrisa de la camarera, de su anatomía aceitada y lustrosa, de la miríada de diminutas estrellas que las luces de colores del techo hacían destellar al incidir sobre las partículas metálicas que rociaban su piel. Se limitó a pedir un café negro con la mirada puesta en otra parte. La chica le sirvió un brebaje imbebible en un vaso de vidrio con asas metálicas. Tras caracolearle un par de veces, sin éxito, su interés por Pintado se esfumó tan pronto ella comprobó que el soso español prefería mirar hacia la puerta antes que a su cuerpo, y se alejó de él para pegar la hebra con un tipo con pinta de viajante de artículos de droguería. El ruido en el local apenas permitía mantener una conversación en un tono razonable, a pesar de ello la barra estaba repleta de individuos que conversaban entre ellos o con las camareras que pululaban al otro lado de la escueta tabla que servía de frontera con la zona vestida. Quizás por eso la mecánica de la relación consistía en que cada vez que había que hacer un pedido ellas tenían que volcarse literalmente contra el cliente acercando el cuerpo con piernas al parroquiano vestido. Un paisano cejijunto, de nariz prominente y barba terciada, se le quedó mirando. Pintado le devolvió la mirada y este cambió de tercio tras el culo de una morocha de pelo azabache.  
Un par de cafés después apareció alguien que podría ser la persona que estaba esperando. El tipo se parecía al hermano gemelo de Johnny Hallyday: Tupé y bigote, jeans, camiseta negra de cuello caja, cazadora negra de cuero, botas de puntera metálica. Llevaba un pañuelo rojo anudado al cuello con un botón de chapa con la efigie del Che Guevara y un aro dorado en una aleta de la nariz. Tenía el aspecto de no haber pasado por el baño en varios días. Miró a su alrededor hasta que localizó a Pintado y se sentó en el taburete vacío junto a él. Sacó un paquete arrugado de Marlboro y un Zippo cromado, lo dejó todo sobre la barra a sabiendas de que no estaba permitido fumar. Le hizo un gesto a la rubia y, como si le fuera a hacer una confidencia, le dijo algo al oído que provocó su risa. Cuando ella se fue, él se presentó.
Muela Picá era el apodo por el que se conocía a Cornelio Marín, de profesión traficante de cualquier cosa que se pudiera pagar con dinero. El tipo no era de fiar, y eso se notaba a la legua, pero Pintado no tenía tiempo para buscar otra alternativa. El tipo olía a rancio, a tabaco, a habitación cerrada, a polvo acumulado, en definitiva: a fracaso. El español quería cerrar el trato cuanto antes y alejarse de aquella ruina de inmediato, puede que porque -se dijo- quizás se pareciera demasiado a él.
De las opciones que le explicó, Pintado eligió una CZ-75 Checa con armazón de polímero y cargador de 16 balas de 9 mm., recién desaparecida –según Muela Picá- de la armería del ejército chileno. Regatearon un rato -el chileno tenía práctica y condiciones para ello- hasta que finalmente se pusieron de acuerdo en el precio, quedaron para hacer el intercambio esa noche en un local de comida peruana en Bellavista. Se despidieron, Pintado esperó unos minutos antes de abandonar el Café Neftarí. Lo hizo sin decir adiós, ni dejar propina a la rubia prima de Stallone. A ella no le importó, ese tipo le había parecido hosco, distante, diferente a los arrogantes peninsulares que frecuentaban el local, no podía perder su tiempo con cualquiera.
El resto del día el español lo aprovechó recorriendo comercios de la zona centro para hacerse con ropa con la que parecer un excursionista más y algunos artilugios que necesitaría para su incursión en territorio argentino. Acabó cerca de Plaza de Armas, perdido entre una multitud compuesta por funcionarios que dejaban las oficinas y dependencias gubernamentales para regresar a sus casas, e inmigrantes de los países limítrofes –en su mayoría bolivianos y peruanos- que tenían el lugar de reunión cerca de la catedral. El color del cielo a la caída de la tarde era el del marfil sucio, el aire olía a hollín caliente, a estación de ferrocarril. El sudor le pegaba la camisa a la espalda y las suelas de los zapatos apenas le aislaban del calor del suelo, ardiente como la solera de un horno. Todo a su alrededor parecía trasplantado desde alguna parte remota en el tiempo, como si los años se hubieran detenido allá en algún punto indefinido entre los Cincuenta y Sesenta. La piedra de las fachadas tenía el color de la carbonilla emitida por la combustión de los vehículos, una pátina arcaica que se les había pegado y que hacía envejecer los edificios, a pesar de los esfuerzos de la municipalidad por modernizar la ciudad. Había oído que eso no pasaba en la zona de Las Condes, pero allí en el centro histórico de la urbe un gigantesco agujero espaciotemporal parecía engullir las cosas obligándolas a retroceder al pasado.
Cuando regresó, cansado de deambular, el conserje del Hotel España le entregó la llave de la habitación y le preguntó si deseaba cambiar de almohada. Pintado lo miró perplejo sin entender el significado de la propuesta, no obstante le dio una respuesta tan indefinida que el otro lo mismo pudo interpretar una cosa que la otra.
Estaba duchándose cuando alguien llamó a la puerta de su cuarto. Se arrolló la toalla a la cintura y salió de la bañera para contestar. Era una mujer de edad indeterminada con tantas capas de pintura en la cara como la pared de la mugrienta habitación en la que estaba. No hacía falta imaginar su profesión, la llevaba escrita en el rostro y diluida en el perfume que la envolvía. No se dedicaba al servicio de habitaciones. Tampoco traía una nueva almohada. Se entendieron sin hablar, ambos se dieron cuenta del equívoco, ella llevaba siglos de carrera, la había emprendido antes de nacer. Sus ojos eran expresivos y grandes, con una sombra de melancolía que provocaba una pizca de ternura, aunque nada de pasión, los tenía tan separados y las cejas pintadas eran tan finas que su faz parecía la de un koala. Pintado le tendió un billete y ella se alejó en silencio por el pasillo buscando la siguiente escala de su singladura.
Entró en Bellavista por el puente de Loreto y callejeó varias cuadras paseando entre la muchedumbre que atestaba la zona, sorteando los cuerpos, zigzagueando las losetas sueltas de las aceras que escupían un lodo traicionero que amenazaban el bajo de los pantalones. En medio de aquella gente, tan indiferente como los grises y escuálidos troncos de los pocos árboles que sobrevivían en aquellas calles tan viejas como el cerro que delimitaban, sintió una vez más como la soledad le oprimía el corazón, un estremecimiento, una mordedura cuyo efecto se derramaba por dentro de su cuerpo como un veneno. Se preguntó si alguna vez llegaría a desaparecer esa sensación. Por unos instantes deseó tomar un trago. Se contuvo. Después de todo esto tendría todo el tiempo del mundo para ahogarse en alcohol, si es que había un después. Entró en un tugurio atraído por las notas musicales que se escapaban por la puerta. Un cuarteto interpretaba con regular pericia una vieja pieza de jazz de Charlie Parker. Se sentó en la barra y mientras disfrutaba del sonido del saxo pidió una tónica. A su lado, encaramada a un taburete, una mujer, más o menos de su edad –calculó Pintado-, lo miró con curiosidad. Era guapa, delgada, rubia artificial, su rostro le daba un aire al de Jessica Biel. Él le saludó con un movimiento de la cabeza, en silencio, ella le respondió, bebiendo un trago de su vaso y cerrando los ojos muy despacio. Nada explícito. Dos almas que se cruzan por segundos, nada más. Descansó el cuarteto, Pintado pagó la bebida y se despidió de su vecina de barra con un ligero movimiento de la mano. Deambuló por entre callejas de piso adoquinado y fachadas de otra época, con balcones de forja y adornos de yeso tan deteriorados como las decenas de capas de pintura multicolor que dejaban ver los años en las vetas desconchadas. Para hacer tiempo curioseo en varios locales, entrando y saliendo, hasta llegar a la dirección del restaurante en que había quedado con Muela Picá.
El sitio era un local donde entre otras cosas se servía comida peruana. Debía estar decorado por el descendiente de un Inca borracho: colores naranjas, amarillos y verdes y vigas de madera barnizada, artículos de barro y un carro desmontado por piezas en torno del brocal de un pozo que ocupaba el centro del patio, alrededor del cual se ubicaban las mesas en las galerías de las dos plantas. Consiguió una mesa en la galería superior y ordenó la cena. Tenía la esperanza de que su compañero llegara lo suficientemente tarde como para no tener que compartir la mesa con él. Al cabo entendió la razón para haberse citado en el sitio. Las luces se apagaron y sólo las velas que ardían en los candeleros iluminaban el local. Un grupo de baile típico peruano abordó el patio y todas las miradas se concentraron en el improvisado escenario. Fue entonces, cuando aprovechando la multitud apareció Muela Picá. Todo fue muy rápido, dejó un paquete envuelto sobre la mesa, esperó a que Pintado comprobara el contenido, tomó el sobre que este dejó sobre la mesa con el dinero, y como llegó se fue.
Antes de abandonar el local Pintado entró en los servicios e inspeccionó con más tranquilidad el arma. La desmontó y volvió a ensamblar en pocos minutos. Todo parecía estar en orden. Se colocó la semiautomática en la cinturilla trasera del pantalón y salió al exterior. El patio seguía ocupado por el grupo que interpretaba en ese momento un ritual de exaltación a la Pachamama. El español se escabulló hacia la salida sin ser visto.
Anduvo varias cuadras para asegurarse de que nadie lo seguía, comprobando que las caras de la gente alrededor no le resultaban familiares. Sus pasos le guiaron de forma inconsciente hasta encontrar el local donde había estado al principio de la noche. Ella seguía allí, en el mismo lugar de la barra donde la había dejado, como si lo hubiera estado esperando. Se lo comió con la vista al entrar y con un leve gesto de cabeza le indicó el lugar vacío a su lado, él no se lo pensó dos veces. Hacía meses que no estaba con ninguna mujer y algo en sus ojos le decían que aquello podía tener remedio esa noche.
Hablaron de nada, aunque se lo dijeron todo con la mirada. El tacto de la piel cálida, las manos, la suavidad del brazo, la curva del cuello al encuentro de la espalda, electrizante. El aroma de mujer enervante. Un par de copas después ella puso pie en tierra y él la siguió hasta su coche. Un beso después llegaron hasta una quinta de considerables proporciones en Lo Barnechea, una zona exclusiva para gente acomodada, su casa. No hubo prolegómenos, no más de los que había habido en el local de copas. Hicieron el amor sin hacerse preguntas, y sin darse más respuestas que las que exigían sus cuerpos. Primero con urgencia y luego con ternura hasta quedar extenuados. Él dejó la casa con las primeras luces del amanecer, ni siquiera la despertó, le dejó una rosa -cortada del jardín- sobre la almohada por única explicación. No averiguó su nombre, ni ella preguntó el suyo. Al mirar la cara plácidamente dormida y el cuerpo desmadejado y desnudo de ella supo que ambos buscaban lo mismo aquella noche, el calor de un cuerpo de un extraño que aliviara la acuciante soledad que se cernía sobre ellos. Y de nuevo allí fuera, al fresco del alba, mientras esperaba el taxi que lo debía recoger, tuvo la sensación de ser un esquife a la deriva dejándose llevar por la corriente…

1 comentario:

  1. Una obra digna de ser presentada, si señor. El encanto, la belleza, con la que se describe cada detalle te dan ganas de seguir leyendo y de maravillarte con este apasionante relato. Pintado, estoy deseando saber cual sera tu siguiente paso...

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