SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


sábado, 31 de marzo de 2012

UNA ETERNIDAD EN EL INFIERNO

28       UNA ETERNIDAD EN EL INFIERNO


"(...) Has vivido
como un golpe en la frente
el instante el jadeo la caída la fuga
Has sabido
con cada poro de la piel sabido
que tus ojos tus manos tu sexo tu blando corazón
había que tirarlos
había que llorarlos
había que inventarlos otra vez.”

Para Leer en forma interrogativa
Julio Cortazar



  

      
La embarcación atracó dócilmente en el muelle de Puerto Pañuelo. La superficie cristalina del lago apenas se inmutó, sólo un mínimo rizo que se fundió con la orilla en un suave abrazo final. En lo alto de la colina, la impresionante estructura de piedra y madera del Llao Llao dominaba el paisaje.
Al iniciar la navegación el cielo era de un azul intenso y límpido que se disolvía en una línea traslúcida e imperceptible con el azul turquesa de las aguas del lago, tan puras y transparentes que era posible ver, a través de ellas, las piedras del fondo a varios metros de la orilla. La ribera, más allá de donde se perdía la vista, estaba poblada de extensos cañaverales de colihue que tintaban el agua de color verde esmeralda, y todavía más lejos se escalonaban otras especies lacustres de mayor porte, como arrayanes y alerces. Pero ahora, al atracar, cuando faltaba poco para el ocaso, el sol había empezado el suave descenso hasta las islas y su luz comenzaba a perderse por entre las copas de las altas sequoyas y los pinos de Oregón de la Isla Victoria. Sin embargo todavía derramaba su irradiación amarilla acariciando los bosques de lengas y ñires que tapizaban las suaves faldas de las colinas cercanas. Pintado llenó sus ojos de esa mágica luz y respiró el aire fresco y puro cuando puso el pie en tierra.
El viaje había empezado doce horas antes en Puerto Varas bordeando el lago Llanquihue hasta Petrohué. Allí habían embarcado en el catamarán que cruza el lago Todos los Santos y una vez en tierra recorrido en autobús el camino que bordea el río Peulla hasta Casa Pangue. Y de nuevo, otra vez por tierra, hasta cruzar la frontera por el paso Vicente Pérez Rosales bajando a Puerto Frías donde se realizaban el trámite de ingreso a la Argentina.
Durante casi toda la travesía se había mantenido prudentemente apartado de los demás pasajeros, pero cuando faltaba poco para abandonar Chile se dejó atrapar por la conversación de una venezolana que viajaba sola celebrando un indefinido cumpleaños, y que desde el inicio de la ruta en Puerto Varas había intentado pegar la hebra con él sin conseguirlo. Pintado aprovechó la circunstancia para pasar la aduana como si se tratara de la pareja de la mujer, gracias a eso, y a que la llamativa latina de casi metro ochenta atrajo todas las miradas de los policías del puesto, pasó sin ser molestado por la Gendarmería Nacional. Luego la invitó a almorzar en el parador local, un antro especializado en choripan y asado, donde ambos cambiaron dólares por moneda local. Viéndola reír y oyéndola hablar tuvo envidia de sus ansias de vivir, de sus proyectos futuros, él, que venía siempre del pasado, huyendo sin destino, sin ganas tan siquiera de morir.
El grupo abordó de nuevo un catamarán hasta Puerto Alegre donde les esperaba un autobús que los dejó en Puerto Blest, en la ribera del lago Nahuel Huapi, para atravesar el brazo del mismo nombre bordeando la península de Llao Llao hasta llegar a Puerto Pañuelo.
El resto del trayecto hasta Bariloche lo hicieron en autobús, por una carretera virada que serpenteaba por entre el borde del lago y las fincas de veraneo, todas parecían hechas con el mismo molde, cerca, estructura y fachada de madera barnizada, y en ellas debían vivir los descendientes de los siete enanitos. Mientras el sol se ponía entre las escarpadas montañas del fondo y caía la noche tiñendo de rojo el horizonte malva, la venezolana le puso ojos de gata y acercó su cuerpo a él hasta hacerle sentir la tibieza que desprendía, como pan recién salido del horno. A pesar de que la ocasión permitía aventurar un final cierto y la presencia femenina alentaba el ardor guerrero, rechazó su invitación a cenar.
El grupo se disolvió como un azucarillo en agua tan pronto la llegada del autobús a la ciudad engulló la volátil relación que se había forjado durante la excursión. Pintado se despidió de ella con un beso en la mejilla, tan sorprendente como inesperado, y cargó la bolsa de viaje a la espalda calle abajo en dirección al hotel que le había recomendado minutos antes el guía que acompañaba el autobús turístico. No tardó en encontrar el edificio que buscaba: una construcción de varias plantas con vistas al lago, que parecía trasladada pieza a pieza desde los Alpes. Como le habían indicado no tuvo problema en encontrar habitación, si bien sospechó que una parte de los pesos que tuvo que pagar por adelantado irían a parar directamente al bolsillo del locuaz porteño.
Había acabado exhausto después de tantas horas de viaje y continuos trasbordos, aunque satisfecho por haber llegado a territorio argentino en el más completo anonimato y con la posibilidad de iniciar la búsqueda de Sanmartín y tomar la iniciativa por primera vez.
Dejó la bolsa junto a la puerta, descorrió las cortinas y abrió la ventana. Las luces de la costanera se reflejaban sobre la superficie del lago como diminutas canicas esparcidas sobre un tapiz negro. El cielo, estrellado, parecía engastado de minúsculos diamantes que brillaban con tonos que iban del blanco al azulado. La brisa, fragante y húmeda, acarició su rostro y le puso la carne de gallina cuando el frío nocturno le estremeció. Antes de cerrar envió un sms confirmando su llegada y luego se dejó caer en la cama, aplomado como un fardo. Durmió profundamente por primera vez en muchos meses.
Lo despertó el ruido de alguien golpeando con los nudillos en la puerta. Abrió los ojos con dificultad, herido por la intensidad de la luz diurna, y dedujo que serían cerca del mediodía. Se tiró de la cama como empujado por una descarga con la tentación de amartillar el arma, pero se detuvo cuando pensó que nadie sabía que estaba allí, nadie salvo la persona a la que la noche de antes avisó de su llegada. Acercó la cara a la mirilla y tardó unas décimas de segundo en reconocer el rostro que había detrás. Antes de abrir se enrolló el cobertor a la cintura y se aplastó con las manos los cabellos, de punta, contra la cabeza.
Ella se abrazó a él y le dio un beso, tan apasionado y feroz, como largo y cálido. El sonido de voces en el pasillo les hizo recobrar el sentido de la realidad de manera que él la atrajo dentro de la habitación y cerró la puerta a su espalda. Se abrazaron de nuevo, se besaron hasta casi perder la respiración, cuando él se apartó para contemplarla de nuevo en silencio.
Casi año y medio después ella no había cambiado mucho, quizás estuviera más flaca, sus formas eran ahora más angulosas y agresivas, había perdido ese aire de mujer joven que tenía cuando la conoció, ciertos matices de niña que le suavizaban el rostro, pero había ganado –la esencia de una pequeña arruga, la silueta asimétrica de los labios, la imperfección de la nariz-, adquiriendo algo que no sabía definir y que lo atraía con más fuerza que antes.
Rosana Holz le abofeteó el rostro con la misma pasión con la que segundos antes lo había besado y abrazado. Luego le sonrió, le dio un nuevo beso y lo empujó contra la cama mientras de desvestía con la velocidad de un cambio de neumáticos en boxes. Reanudaron la relación allí donde la habían dejado meses atrás. Antes de que Pintado hubiera pasado una eternidad en el infierno...

Pasearon por la ciudad como una pareja de turistas más, entrando y saliendo de las tiendas. Rosana probó decenas de tipos de chocolate con todos los añadidos y formas imaginables, era una golosa y lo demostró con creces. Pintado se instruyó sobre la tradición cervecera de la zona, y no entendió la razón por la que se vendían matriuskas de todos los colores en cada tienda de recuerdos. Se rieron, como él no recordaba haberlo hecho en años. Caminaban abrazados, atrayendo la mirada de los viandantes, una mezcla de envidia y extrañeza hacia una pareja un tanto peculiar, como si bella y bestia hubieran decidido ponerse al mundo por montera.  Tomaron café en una terraza junto al lago, hasta que la brisa de la tarde comenzó a refrescar y el sol declinó contra las montañas. Ella le hizo olvidar brevemente la verdadera razón de su presencia, pero fue un espejismo que apenas duró lo que su mente tardó en devolverlo a la realidad. Así que le pidió que le contara de nuevo lo que había averiguado durante las últimas semanas.
Sofía Baccini parecía haber ocupado el hueco que Sanmartín había dejado en su entramado empresarial. Tras la desaparición del prófugo, la Corporación había continuado sus actividades bajo la dirección del Consejo presidido ahora por la joven abogada. El empresario había vendido sus acciones a un Fondo venezolano que a su vez había nombrado a la Baccini como testaferro. Una transferencia legal hecha con anterioridad a la petición de extradición a España que impedía la intervención de la Administración argentina en los antiguos negocios de Sanmartín.
Pintado no tenía duda alguna de quién seguiría siendo el receptor de los beneficios del blanqueo del dinero procedente de la organización delictiva que seguía operando en la sombra, coimeando a políticos y gremialistas y manejando a su antojo a los gobernadores oficialistas por todo el territorio entre Ushuaia y Salta. A nadie se le escapaba el poder que tenían los sucesores de caciques y señores feudales en un sistema clientelal como el instalado en la política argentina gracias a los oficios de los seguidores del Peronismo más rancio. Un sistema que sancionaba a voluntad de los gobernadores las licencias de cualquier actividad que se desarrollase en su territorio, al margen de los dictados del gobierno federal con el que actuaban, por otra parte, en completa sintonía. Ni siquiera la Judicatura, que debía ser la garante de la seguridad jurídica, era capaz de frenar los desmanes, que apalancaban el poder de esos políticos.
La rutina de la Baccini era rigurosa: de lunes a viernes desarrollaba su actividad profesional en Buenos Aires y cada viernes a la tarde abordaba en Aeroparque un avión particular que la devolvía el lunes a mediodía, preciso como un reloj, al punto de partida. Rosana había tenido que usar todos sus encantos, según ella, para hacerse con la ruta de vuelo del avión de la Compañía. Un par de cenas fueron suficientes para averiguar que el Dassault Falcon 50 tenía por destino el aeropuerto de San Carlos de Bariloche. Desde ese punto subía a un helicóptero que la dejaba en algún lugar de la zona sin determinar.
Pintado recordó que en su anterior “visita” a Sanmartín, antes de entrar en la avioneta bimotor turbohélice, había recuperado la consciencia cuando lo llevaban por una carretera de ripio, y al menos habían transcurrido un par de horas hasta llegar a la pista. No se había parado a pensar la razón por la cual no habían usado el helipuerto que estaba tan cerca del cobertizo en que lo habían tenido encerrado, ahora se daba cuenta de que eso habría supuesto un riesgo adicional. Supuso que Sofía Baccini prefería rapidez y comodidad y por eso empleaba el pequeño reactor y el helicóptero para enlazar con la hacienda, en lugar de un viaje más largo y lento, con la molestia añadida de dos horas traqueteando entre las montañas. Lo difícil sería encontrar la casa de Sanmartín en aquella zona de los Andes, casi tanto como una aguja en un pajar.
Rosana no había podido averiguar en el aeropuerto local el destino del helicóptero que transportaba a la abogada, pero sí el nombre del piloto habitual del aparato, un tal Pablo Pelizzari cuyo último domicilio conocido era una casa en Villa Mascardi, un lugar situado al sur, a algo más de media hora por carretera desde Bariloche.
Al día siguiente alquilaron un vehículo, un Chevrolet Corsa tan cascado que cuando no habían recorrido la mitad del trayecto les obligó a parar y reponer el agua que se escapaba por un manguito que debía estar roído por las ratas. Llegaron milagrosamente hasta la pequeña localidad, apenas un montón de casas arracimadas en torno a la orilla del lago Mascardi. Se internaron por una vía sin asfaltar hasta dar con la que buscaban, una pequeña casa de una sola planta con la cubierta de teja roja inclinada a dos aguas y pequeñas ventanas con postigos de madera pintada de verde. Cerca de la casa, en la parte que daba al lago, había un embarcadero en el cual un hombre aparejaba un bote amarrado a la palizada de troncos. Rosana hizo un gesto explícito con la mano y bajó del vehículo. Pintado permaneció dentro contemplando la escena.
Ella interpretaba su papel a las mil maravillas. Caminó hasta la orilla con naturalidad y al llegar a la plataforma se agachó para estar más cerca del hombre. El anciano movió la cabeza negativamente y luego sonrió, estuvieron hablando durante varios minutos. Al regresar Rosana explicó que el hombre era el padre del piloto.
-¿No sospechará? –Preguntó Pintado mientras conducía alejándose de la casa.
-No lo creo. Le he dicho que soy una amiga de su hijo, que andaba de vacaciones por la zona y que me gustaría verlo. Me ha contado que viene poco por aquí desde que vive con su chica...
-¿No me digas que nos hemos quedado sin nada?
-Pintado, no seas impaciente... Me ha dado la dirección de la novia, una tal Bárbara que vive cerca de Villa La Angostura. A una hora de camino porque tenemos que volver a San Carlos... ¿No crees que me he ganado un beso? –Preguntó Rosana inclinándose sobre él y acariciando sus labios con los suyos con la suavidad del roce de la seda.
Un par de horas después de dejar Villa Mascardi, consiguieron encontrar la dirección que les había proporcionado Pelizzari padre, no sin antes extraviarse por un camino, que se interrumpió al llegar a la ribera del lago Nahuel, y rellenar varias veces con agua el radiador de la cafetera rodante que habían alquilado. Un perro, un enorme mastín de greñas a manchas blancas y negras, dormitaba suelto junto a la puerta de la entrada, la pareja pasó por su lado con todo el respeto del mundo, pero éste ni se inmutó cuando llamaron al timbre. Nadie les respondió. En la casa de al lado tuvieron más suerte, una vecina les informó que la persona que buscaban, tenía una pequeña tienda de artesanía en Villa La Angostura donde seguramente podrían encontrarla a esas horas. Y hacía allí se dirigieron.
La tienda de Bárbara era un establecimiento situado fuera de la vía principal de la pequeña ciudad turística, a una cuadra de distancia de la carretera que la atravesaba. Como con el padre del novio, Pintado esperó fuera y fue Rosana la que entró para hablar con la mujer. Repitió la historia, recibió las explicaciones pertinentes y minutos después acabó la entrevista comprando un collar de piedras de colores.
Salió del local sonriendo, como si hubiera descubierto el secreto del Grial. –Lo tengo. –Dijo, mientras se alejaba calle abajo, saltando como una niña traviesa que espera que la sigan detrás, corriendo.
Regresaron a Bariloche y devolvieron la chatarra que habían alquilado. El encargado de la agencia se puso chulo y Pintado tuvo que refrenar el impulso de romperle la nariz de un guantazo. Rosana medió y lo sacó casi a rastras del local. De vuelta al hotel emplearon el tiempo en cotejar la información que habían obtenido aquella tarde, bastaron unos minutos delante del ordenador conectados a Internet para obtener respuesta a algunas de las preguntas que se habían hecho.
Satisfechos subieron a la habitación, ella se quitó la ropa y entró en la ducha, mientras él fumó un cigarrillo junto a la ventana abierta, contemplando la enorme extensión del lago y perdiendo la mirada en el verde de la vegetación que dominaba todo alrededor. Ella lo abrazó por la espalda y él sintió el cuerpo húmedo y pleno, se giró y la besó con hambre acumulada. La breve toalla que la cubría cayó al suelo como una hoja en otoño...
Al llegar la noche cenaron en un restaurante tan parecido a una cervecería bávara que, salvo por el acento de los que les rodeaban, hubiera podido estar en el centro de Munich. Pintado acabó su primera jarra de cerveza en muchos meses, y esta vez no sintió la extrema necesidad de seguir saciando su sed con más alcohol, junto a Rosana el tiempo parecía detenerse, la calma inundaba su espíritu, haciéndole olvidar su perenne desazón. Ella acarició su mano recorriendo los muñones, y por unos instantes él sintió los dedos desaparecidos, como si los rozase con el suave borde de una pluma. Luego la mujer sonrió, cerró los ojos y cuando los abrió le despeinó el cabello. Él fingió enfadarse y se apartó para colocar el pelo en su sitio, ella rió con ganas y le lanzó un beso al aire.
-Eres como un adolescente... Tonto.
-Ya sabes que no me gusta que me despeinen... Es una manía.
-Ya... Una de tantas... ¿No?
-¿Te fías de lo que te ha contado esa Bárbara? No acabo de entender a las mujeres de aquí...
-Me parece que las entiendes mejor de lo que crees –respondió ella coqueteando y acariciando el rostro de Pintado-. A ella no le dije que era amiga de su novio, tan pronto la vi supe que no es de esas que se lo habrían creído, pero le conté que conocía a papá Pelizzari y le mandaba recado conmigo...
-Y eso la tranquilizó... ¿Verdad?
-A las mujeres no nos gusta competir entre nosotras, pero sí hacernos favores... Al menos ya sabemos donde buscar.
-Venga, vamos a concentrarnos en lo que nos ocupa, que mañana es fin de semana... y si Sofía Baccini sigue su rutina llegará en su avión privado como todos los viernes, y como todos, Pelizzari la estará esperando para llevarla a la Hacienda de Sanmartín al Noroeste del Lago Hermoso. El único sitio posible es esa plataforma borrosa de la imagen de Google Map que hemos localizado esta tarde, en esa zona. Es la única a la que conduce la carretera que sube desde la orilla del lago... Alrededor no hay nada más, sólo bosque y montañas... A la fuerza tiene que ser ahí... Pero desde esa pista no hay ninguna otra que bordee el lago...
-Por eso las dos únicas vías de llegada son por el helipuerto o por el lago, atravesándolo hasta el embarcadero del noroeste desde el extremo oriental, el que está cerca de la ruta a San Martín de los Andes. –Dedujo Rosana.
-Claro, es la única explicación posible. Esto implica que la única forma de llegar a la Hacienda, si descartamos el helipuerto, es atravesando el lago. Así que necesitamos encontrar una embarcación para hacerlo...
La noche empezó cuando el sabor de su piel y el aroma de su cabello los llevó entre sábanas, y terminó con el calor de ella entre sus brazos...
Pintado despertó al amanecer, ella dormía profundamente a su lado. Se sintió tentado de acariciarla, pero no lo hizo por miedo a despertarla. Se duchó, necesitaba sacudirse la pátina que la noche le había dejado encima, y se vistió con la familiar sensación que le invadía en las situaciones de peligro. Desmontó el arma comprada en Chile, la limpió cuidadosamente y luego esperó fumando junto a la ventana abierta hasta que ella se despertó. Media hora después dejaron el hotel para poner en práctica el plan que habían urdido el día anterior.
Primero alquilaron un vehículo más adecuado, esta vez un 4x4 que antes comprobaron estuviera en perfecto estado; luego compraron un equipo de acampada y víveres suficientes para pasar varios días a la intemperie. Recorrieron varios comercios hasta dar con uno en el que adquirieron un equipo GPS y un mapa topográfico de la zona. Terminada la logística iniciaron la ruta de los siete lagos en dirección al Lago Hermoso. Una desviación por un camino de ripio los condujo hasta la orilla oriental. No era una zona densamente poblada, las contadas casas en la orilla estaban muy separadas entre sí, la mayoría de ellas deshabitadas. Encontraron dos embarcaderos, pero ninguna lancha a la vista. Era el sitio ideal para perderse y pasar desapercibido, sin vecinos ni núcleos de población cercanos que atrajeran miradas curiosas.
No obstante, la suerte cayó esta vez de su lado. Cuando regresaban, con el desencanto instalado en el rostro de la pareja, Rosana escuchó a lo lejos algo que sólo podía ser un motor. Pidió a Pintado que parara el vehículo y haciendo pantalla con las manos escrutó el horizonte hasta distinguir recortada contra el fondo la silueta de una embarcación dirigiéndose hacía ellos. La sonrisa encantadora de Rosana, el insondable escote de la camisa desabotonada y mil dólares al contado facilitaron la posibilidad de alquilar la motora durante todo el fin de semana. El propietario, un descendiente de alemanes corpulento y sonrosado como un salmonete, les dejó la llave del cobertizo donde aquella tarde encontrarían la lancha preparada con los depósitos de combustible repletos, cantidad suficiente para poder cruzar el lago de punta a punta al menos un par de veces. Se despidió de ellos con la envidia dibujada en el rostro, sin acabar de entender que una hembra de aquellas características campara a sus anchas con un fulano como aquel, un gallego boludo que había soltado sin pestañear el dinero que se le había ocurrido pedir.
Pintado calculó que a la velocidad que desarrollaba aquella motora tardarían al menos una hora y media en atravesar el lago hasta la ribera occidental. Además, si no querían ser descubiertos, no debían hacerlo a plena luz del día. Por eso decidieron esperar a que faltara un par de horas para anochecer antes de iniciar la excursión.
Navegaron siguiendo la orilla septentrional del lago, la más escarpada y deshabitada, en dirección a la puesta del sol. Localizaron en el mapa la desembocadura del arroyo cercano a la pista que suponían les conduciría hasta la Hacienda de Sanmartín y trazaron la ruta hasta una caleta cercana. Intentarían atracar al abrigo de un pequeño cabo y desde allí buscar la forma de hacer la ruta a pie. Pintado confiaba en seguir el cauce del arroyo, aguas arriba hasta su destino final.
Las cosas no les fueron mal. Desde lejos, como habían previsto, pudieron ver como a la vuelta del cabo desembocaba un arroyo de aguas cristalinas. Cerca de la caleta apagaron el motor fuera borda y dejaron que la lancha embarrancara mansamente en la orilla de cantos finos y arena. El agua estaba fría, casi helada, la sensación al poner pie en tierra fue la de entrar en un congelador. Llegaron con la luz suficiente para instalar la tienda de campaña, preparar los sacos de dormir y recolectar leña suficiente con la que hacer una fogata al abrigo de unas rocas. Luego esperaron a que el sol se ocultara tras las escarpadas montañas allá en la frontera con Chile. La noche cayó súbita, sin tiempo para el cambio de luz. Al poco sólo el silencio les acompañaba en aquel lugar remoto a varias millas del primer sitio habitado.
Primero oyeron el motor, luego recortado contra las estrellas del fondo apareció la negra silueta de un helicóptero balizado por las luces rojas y verdes de posición. Apenas fueron unos segundos, los suficientes para localizar el objetivo al oeste de su posición. No obstante deberían esperar a la mañana para poder encontrar una ruta a través del bosque que les permitiera llegar hasta la casa.
Cuando se extinguió el ruido del rotor el silencio y la oscuridad se hicieron dueños del lugar. Conforme los ojos se acostumbraron pudieron contemplar el espectáculo nocturno. Las estrellas titilaban en un cielo límpido de negrura perfecta, apenas aclarada por una luna en cuarto creciente que se recortaba sobre las montañas alineada con Venus a occidente. Pasaron así unos minutos asombrosos. Luego encendieron el farol de gas y su luz se extendió lechosa sobre el tapiz del lago, que parecía el telón de fondo de un mágico escenario. Sólo los árboles a su espalda aportaban una dimensión reconocible, más allá la naturaleza inabarcable se tragaba todo alrededor. Se arrebujaron con una manta y se aproximaron buscando el calor de los cuerpos. Pintado acarició el relieve de la piel femenina hasta notar como se suavizaba y desaparecía la carne de gallina, y sintió debajo de la camiseta de algodón sus pezones duros y pequeños, como perlas. Pintado sonrió para sí pensando que no le importaba nada pasar la que podía ser su última noche al abrigo de aquella mujer en un lugar tan singular, y entendió por qué quizás alguien llamó a aquella extensión de agua helada y negra Lago Hermoso...
Y acariciando las piernas de ella recordó una frase leída tiempo atrás... Largas como unas vacaciones en el infierno...      

    

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