SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


viernes, 27 de abril de 2012

EL MUNDO EN SUS MANOS


Jonathan Clark -El hombre de Boston-, la Peregrina, el Portugués, la Condesa Marina
Una película de acción con persecuciones –quizás la mejor ragata clásica jamás rodada-, peleas, bodas interrumpidas -una mejor entrada que la de Dustin Hoffman en El Graduado-, y no os perdáis la escena final...
Además del mítico Gregory Peck, un  canalla simpático-Anthony Quinn-, un malo, malísimo -Carl Esmond- y una belleza de otra época –Ann Blyth-.
Una obra maestra de Raoul Walsh con una fotografía magistral y una dirección artística espectacular.

jueves, 26 de abril de 2012

Y NOS DIERON LAS DIEZ

7                Y NOS DIERON LAS DIEZ

“…Fue en un pueblo con mar una noche después de un concierto;
tú reinabas detrás de la barra del único bar que vimos abierto
-Cántame una canción al oído y te pongo un cubata-
-Con una condición: que me dejes abierto el balcón de tus ojos de gata-…”

Y nos dieron las diez
Joaquín Sabina



El sonido de los motores del avión turbohélice, un zumbido pulsante y cadencioso, taladró sus oídos convirtiendo el entorno en un puré viscoso que le aturdía. Observó a través de la ventanilla y contempló abajo, a lo lejos, las luces de la gran ciudad: un damero casi perfecto delimitado por minúsculas luces amarillas, cabezas de alfileres que definían las cuadras de los barrios en el extrarradio porteño. El aparato pasó de largo y continuó hasta el norte, en dirección a uno de tantos de los pequeños e incontrolados aeródromos privados que rodean el Gran Buenos Aires. Xian estaba junto a él, el sicario había estado todo el trayecto en silencio, con la automática en el regazo, mirándolo fijamente como si no hubiera nada más sobre la tierra que el prisionero que le había sido encomendado.

La entrevista con Sanmartín terminó como empezó, repentinamente, sin despedidas. Con un lacónico -ya recibirá instrucciones cuando las que le he entregado escritas estén cumplidas. Con eso y un golpe en la cabeza que lo dejó grogui.
Cuando despertó estaban viajando por una carretera de ripio que atravesaba las montañas. Alrededor de dos horas después llegaron a un valle donde había una pista de aterrizaje. Pintado no se sorprendió cuando al abordar la avioneta encontró en ella la vieja bolsa de viaje con todos sus objetos personales y la mochila con el dinero que había llevado desde España. Estaba todo, menos su pasaporte. Sin embargo encontró dentro un gastado pasaporte de nacionalidad boliviana; un permiso de conducir argentino, ambos con su foto; y un par de tarjetas de crédito, todo ello a nombre de un tal Diego Sellán. Parecía que Sanmartín había previsto hasta el más mínimo detalle.

Cuando pusieron pie en tierra, era noche cerrada, el frío y la humedad anunciaban la cercanía con el río. Xian lo arrastró en silencio hasta una camioneta cuatro por cuatro aparcada fuera de los límites de la pista. Como en una ensayada coreografía, ejecutada con la precisión de un autómata, abrió la puerta del conductor, le arrojó las llaves del coche, se dio la vuelta y dejó solo a Pintado. El español lo vio alejarse en dirección al bimotor que ya estaba acelerando los motores. Cinco minutos después el aparato había desaparecido de su vista y sólo el silencio alrededor le acompañaba.
Encontró un mapa de carreteras con una marca y una ruta trazada en rojo en el asiento del acompañante, señalaba un trayecto de unos cincuenta kilómetros entre la zona donde se encontraba y su hipotético destino, una casa de campo hacia el Oeste por una vía secundaria alejada de la Panamericana. Giró la llave de contacto y emprendió la ruta marcada.
La carretera estaba desierta, apenas se cruzó con un par de vehículos en dirección contraria. La calefacción del coche le hizo entrar en calor rápidamente, entonces empezó a notar el cansancio. Los párpados le pesaban como si fueran de plomo, sintió como sus músculos perdían la tensión acumulada y el cuerpo se relajaba. Miró por la ventanilla, los campos solitarios, las cercas que delimitaban las pampas de cría del ganado, pasaban de lado como el segundo plano de un fondo de película superpuesto. El cielo, salvajemente estrellado, ocupaba todo el horizonte frente a él. Bajó un poco la ventanilla para estimularse y notó como el frío había cedido su intensidad conforme se había ido alejado del río.
Frenó el coche en un camino de ripio. Salió del coche y se puso el chaquetón. Esperó hasta acomodar la vista a la luz del vehículo antes de acercarse hasta la puerta de la empalizada que rodeaba la estancia. Más allá, apenas iluminado por el reverbero del firmamento y las luces de los faros, había un camino, trazado entre los árboles centenarios del bosque, que se perdía en el interior. Descorrió el pasador del portón, que no estaba bloqueado, introdujo el 4x4 y prosiguió camino hasta detenerse frente a un típico edificio rural de las haciendas argentinas.
La puerta estaba cerrada. Encontró una llave sobre el dintel, encajaba en la cerradura. Un rato después estaba instalado en el interior de la casa, había encendido la chimenea y estaba bebiendo una cerveza que encontró en un frigorífico bien aprovisionado de viandas. Se sentía cansado y sucio, necesitaba una ducha y dormir, antes de ponerse a pensar, antes de analizar lo que estaba ocurriendo e intentar enderezar una situación que de momento estaba fuera de control.
Lo despertó el piar de los pájaros y la luz del sol que entraba a raudales por la ventana del dormitorio. Saltó de la cama, como impulsado por un resorte, se contempló en el espejo que había en la pared frente a él. Le devolvió la imagen conocida del Pintado de los peores momentos, desgreñado con barba de varios días y bolsas marcadas debajo de los párpados. Se volvió a duchar, se afeitó y preparó el desayuno en la cocina de la vivienda.
Sació el hambre acumulada y tras limpiarse la pringue que los huevos fritos habían dejado en su barbilla, apartó los platos de la mesa con el dorso de la mano, sin miramientos, y dispuso, ordenadas sobre el tablero, las hojas impresas que le había entregado Sanmartín. Eran las instrucciones precisas que debía seguir para cumplir el objetivo que le habían marcado: el asesinato de Juan Miranda.
La documentación describía el lugar; el día; las circunstancias, la ruta de escape… Un relato completo del futuro viaje de Haddock en dirección al reino de Hades. Y se sintió pequeño, despreciable, sucio… No obstante sabía que si no era él sería otro, buscarían a cualquier otro asesino para liquidar a Miranda. Y entonces no tendría opción.
No hacía falta preguntarse la razón para quitarlo de en medio. Desde el mismo momento que Miranda había iniciado una cruzada personal e intransferible contra los Señores de la Droga había firmado su sentencia de muerte. Eran los mismos en todas partes, en todos los países los mismos patrones. Mafias organizadas que controlaban las drogas, el juego, el sexo; mafias que controlaban las armas y que blanqueaban sus ingresos en negocios turbios, grises y mediopensionistas. En todos los lugares había los mismos políticos corruptos, ineficientes para el bien, incapaces para el mal, podridos hasta la médula. En todos los países había un Juan Miranda. Y en la mayoría de ellos, también, quien le buscaba la visita guiada al túmulo funerario… Ni siquiera el aparente apoyo del Estado era protección suficiente contra los Señores de la Guerra.
Y la clave de todo estaba en el juego que le había propuesto Sanmartín…
Decidió seguir las instrucciones, era como seguir el esquema de un juego de rol. La primera le condujo hasta un zulo practicado en el exterior de la casa, al pie de la bomba de extracción de agua accionada por el molino de viento ubicado sobre el pedestal que había cerca de la vivienda principal. Retiró la lona que camuflaba la tapa metálica del compartimento y la abrió. Bajó por los escalones de madera y encendió la luz del techo. El espacio era húmedo y estaba vacío, a excepción de un par de bultos envueltos en sacos de arpillera y atados por bandas elásticas. Uno era mayor que el otro. Su olfato fue el primero en avisarle, en el ambiente flotaba un olor dulzón y agrio al mismo tiempo, pesado, persistente, como a flores descompuestas. Sintió como la boca del estómago se le contraía y empezó a dar arcadas incontrolables. Subió a respirar el aire del exterior, hasta que consiguió calmarse…
Bajó de nuevo. El cuerpo de Landini yacía dentro del saco mayor, los ojos saltones y abiertos, la cara amoratada y la frente parcialmente tapada por el pelo blanco pegado a la piel, y un trapo obturándole la boca. Mirando la expresión sin vida del rostro era evidente que había muerto por asfixia. Acarició con respeto la frente del cadáver, sintió el tacto característico, de terciopelo frío, de los muertos, luego palpó el cuerpo y flexionó las articulaciones de los brazos, el rigor mortis estaba desapareciendo. Dedujo que la muerte se había producido apenas veinticuatro horas antes… Coincidiendo con la entrevista con Sanmartín, quizás. El olor de los fluidos corporales resecos indicaba que Landini había ingresado allí todavía vivo y que la asfixia le había llegado en el interior del zulo. Había sido una muerte cruel y despiadada, que le había llegado en solitario.
Una lacónica nota, sobre el cadáver, advertía a Pintado de lo que le ocurriría a Marta en caso de que optara por no seguir sus instrucciones, o en caso de que decidiera traicionarlo.
Y de nuevo el dejavu, la sensación de que ya había estado y vivido lo mismo, la certeza de que el tiempo recorría la historia adelante y atrás, como una moviola. Tantas cosas habían sucedido para volver al mismo sitio una y otra vez. De la alegría, de la plenitud, a la pena más profunda y solitaria, al ser de Pintado, sin escape ni huida. Una vida vivida al borde de la ansiedad, de la prisa que no cesa, del eterno descontento, para apenas alcanzar por instantes, fragmentos de felicidad lúcida, no de aquella inconsciente, por eso superflua, sino de la disfrutada, la que hace que al percibirla se paralice el tiempo y lo hace fluir lentamente a través de la consciencia.
Landini había pasado por su vida fugazmente, como lo hicieron otros antes, dejando en su interior su esencia de humanidad, de cercanía desinteresada, escribiendo en el lienzo de su memoria un pasaje imborrable. Landini era un poeta etéreo, había dejado versos en el aire, cortos, pero claros, lúcidos y contundentes. Un ser arisco como la roca, corrosivo como la sal en una herida abierta, doloroso como los sentimientos intensos y cortos, entrañablemente humano.
Su cerebro le sorprendió con una ansia insoportable por tomarse una copa, le acercó su lado más canalla y animal, la furia tiñó su vista de rojo acelerando su respiración, atenazó su garganta hasta hacerle gritar de una forma impulsiva y animal, rabiosamente dura y primigenia. Corrió hasta la casa, buscó precipitadamente en los muebles hasta dar con una botella de whisky, la desprecintó con urgencia y vertió parte de su contenido en un vaso que fue apurando, una y otra vez, en sucesivos tragos que le quemaron primero la garganta y luego le narcotizaron la conciencia hasta que cayó inerme en el suelo…
Cuando despertó sintió vergüenza, aunque la rabia que le poseía pudo más y limpió de un plumazo la pena y el ansia, devolviéndole a la vida de los no muertos, aclarándole en parte la indecisión que le había conducido a abandonarse de nuevo ebrio de congoja y alcohol. Y entonces las claves del juego se desplegaron con claridad en su mente: intercambio de piezas, Haddock por Marta, si Pintado no lo remediaba antes con un movimiento de distracción y sorpresivo.
Volvió al zulo, envolvió el cadáver de Landini en el saco y lo arrastró escaleras arribas con dificultad hasta el exterior donde le dio sepultura en una tumba somera que excavó junto a la casa, allá donde un antiguo arriate le permitió remover la tierra con mayor facilidad. De pie junto al improvisado túmulo se prometió regresar y dar sepultura debida cuando las circunstancias se lo permitieran. De momento velarían su retiro bulbos silvestres y gardenias, azaleas ya en flor y un viejo gato que había asistido curioso al sepelio de Búfalo Bill.
Cuando terminó le dolía la cabeza y sentía la boca reseca por el efecto del alcohol. Metió la cabeza en un balde de agua con hielo hasta que los ojos parecieron explotarle en las órbitas. No tenía otra opción que ponerse en camino, el tiempo que le había dado Sanmartín era limitado. Introdujo en la camioneta su equipaje y el segundo fardo que había encontrado en el zulo: una bolsa con un fusil semiautomático de tiro de precisión -un HK PSG1A1- desarmado. Conocía el modelo porque lo usaban los francotiradores del ejército español y muchos de los cuerpos policiales de élite de Sudamérica.
Condujo hasta tomar la ruta 9 en Campana en dirección hacia un lugar cercano a Córdoba. Dejó de lado Rosario y Santa Fe y se desvió de la ruta 34 hasta llegar a Miramar casi diez horas después de su salida de la hacienda. Había seguido escrupulosamente las instrucciones recibidas. Debía hacer parada en esta localidad, pernoctar en el hotel Del Lago y esperar por alguien que le acompañaría en el resto del trayecto que le sería desvelado oportunamente.
Repostó en la estación de servicio que había a la entrada de la localidad, llenó las garrafas suplementarias que tenía el 4x4, preparado para transitar por rutas poco concurridas y mal abastecidas. Cargó el depósito de agua potable y preguntó por el hotel. El empleado de la gasolinera le señaló un edificio situado a los lejos a la orilla de la laguna de la Mar Chiquita.
Pintado recorrió el paseo ribereño, una costanera de reciente construcción y llegó a su destino cuando las últimas luces del ocaso teñían de rojo el paisaje. Aparcó el coche en la explanada trasera del edificio y con el equipaje en la mano se dirigió a la fachada que daba a la gran superficie acuática. El espejo de agua parecía de cobre bruñido, reflejaba la luz agonizante del día que se iba. Aquel sitio era muy extraño: parecía de otra época, como si el tiempo se hubiera detenido y dejara entrever imágenes congeladas del pasado. El horizonte estaba salpicado de edificios en ruinas, viejas palizadas de madera y cascotes, como si un ciclón, o un bombardeo, hubieran devastado el área. Una vieja torre semi sumergida que parecía un viejo barco encallado aguas adentro del lago, se elevaba majestuosamente por encima de todo, fantasmagórica, calcinada por años de sol y salitre. Una bandada de flamencos atravesó el aire en busca de una zona con más alimento mientras los últimos pescadores que salpicaban el malecón recogían sus artes hasta el día siguiente.
Una voz a su espalda atrajo su atención.
-Hermoso, ¿verdad?
-Sí, realmente… Inquietante diría yo… -Respondió Pintado dándose la vuelta. No la había oído llegar.
-¿Gallego? –Preguntó la mujer situándose junto al español con los brazos cruzados sobre el pecho y mirándolo a los ojos.
La mujer era muy guapa: rubia, esbelta y casi de la misma estatura que el español. Tenía el rostro angulado y los ojos grandes, de un azul muy intenso, la boca también grande, con labios carnosos, la nariz fina y pequeña. La piel parecía de seda, blanca, casi azulada en las sienes. Una delgada cicatriz le recorría desde la comisura de los labios hasta la barbilla. La singularidad acentuaba la belleza de sus rasgos. Tenía un cierto parecido con Jean Seberg. La brisa de la tarde incidía sobre su cabello haciéndolo fluctuar al viento.
-Ya ve… No puedo ocultarlo.
-¿Viene a visitar Miramar, o es de los que trabaja con la Universidad de Córdoba? –Preguntó ella arqueando una de las cejas y moviendo imperceptiblemente la cicatriz en un gesto que a Pintado le resultó atrayente.
-Ni lo uno, ni lo otro, estoy de paso...
-Miramar no es lugar de paso. O se llega, o se sale… No sé a donde viaja, pero se ha apartado de la ruta.
-Lleva razón. Necesito descansar, vi un cartel en la ruta y me pareció que sería más fácil encontrar un hotel razonable en una villa turística que en mitad de la pampa…
-Perdone, no me he presentado, me llamo Rosana Holz, y soy la dueña del hotel…
-Mi nombre es Pintado… Parece usted muy joven para ser dueña de un hotel.
-Que no le engañen las apariencias, soy mayor de lo que aparento… Aunque tomaré el comentario como un cumplido… Bienvenido señor. Sígame. -Dijo señalando con la mano la puerta del establecimiento e invitando a Pintado a acompañarla.
-Sí… Claro… -Balbuceó Pintado, mirándola por primera vez de cuerpo entero.
Caminaba con seguridad, deslizándose sobre el suelo, flotando casi. Leve y grácil para ser una mujer alta. Parecía desfilar en una pasarela. Vestía unos jeans muy ajustados y una camiseta de algodón entallada que resaltaba su figura. La tarde no debía haber sido muy fría, pero ahora el fresco marcaba sus pezones contra el tejido. La mujer se giró y se dio cuenta de la mirada del español.
Después de recoger una llave en el anaquel, detrás del mostrador de recepción, guió a Pintado hasta una habitación ubicada en la primera planta. El español subió las escaleras detrás y no se perdió un solo centímetro de la vista. Imaginó que tendría unas piernas largas y bien formadas, fuertes; un trasero redondo y prieto. Ella abrió una puerta y entró, él la siguió dócilmente. Encendió las luces de la habitación y descorrió una cortina que tapaba el balcón del fondo y dejó la puerta abierta para que entrara el fresco. De vuelta pasó a su lado, sin más palabras, envolviéndolo con su presencia. Pintado, no supo cómo, se encontró con la llave en su mano. Cuando ella se fue dejó tras de sí un aroma muy peculiar a jazmín y rosas, a jabón fresco y a limón.
Pintado dejó caer el equipaje en el suelo. Salió a la terraza de la habitación y contempló las últimas luces del ocaso reflejadas sobre el agua del lago, no se veía el final, sólo los arreboles hundiéndose en el horizonte. Respiró el aire salobre y disfrutó de la última brisa que antecedía a la noche, hasta que sintió frío. Cerró la puerta del balcón y se tumbó encima de la cama sin deshacerla.
Se quedó profundamente dormido hasta que el sonido del teléfono de la habitación le sacó del trance.
-Señor, perdone que le moleste, pero me preguntaba si quiere cenar algo antes de dormir.
- Sí, eso estaría muy bien...
Apenas había pasado media hora desde su llegada, era completamente de noche y la recepción del hotel estaba vacía con la excepción de Pintado y Rosana Holz. Ella tan pronto lo vio bajar le indicó en silencio de nuevo con un gesto de la mano la puerta contigua a la entrada donde estaba el comedor. Él la siguió. Ella se había puesto un vestido de tirantes de una pieza, corto y muy ceñido. Pintado sonrió para sí. No se había equivocado en sus apreciaciones, las piernas eran largas y torneadas, la cintura estrecha, las caderas anchas, el trasero generoso y el escote apto para presenciar desde él un encierro de los sanfermines. La siguió flotando en el aire, con el anzuelo bien clavado en la garganta.
El comedor era una habitación rectangular de amplios ventanales que miraban al lago. Decorado al estilo art noveau, ocupada por una docena de mesas, pero sólo una preparada. Iluminada por un candelabro de tres brazos, sobre ella había una botella de vino blanco y dos fuentes, una con verduras cocidas y otra con un par de pescados de mediano tamaño.
-Le he preparado pejerrey. Lo han pescado hoy mismo en la laguna…
-Me comería cualquier cosa… -Pintado vio el gesto de sorpresa de ella, preguntándose si había merecido la pena preparar la cena del huésped-. Disculpe quería decir que hace un par de días que no me llevo nada a la boca como Dios manda… -Corrigió hasta obtener de ella una sonrisa de complacencia.
-No se preocupe le he entendido. Disfrute. Estaré fuera por si me necesita… -Dijo ella iniciando la retirada.
-Rosana, disculpe… ¿Sería mucho pedirle que me acompañe a la mesa…? -reclamó Pintado sin poder evitarlo, su naturaleza fue más fuerte-. No me gusta comer sólo, y ya que no hay nadie… -Rogó con un mohín de pena en el rostro
-Bien... Pero ya que me voy a sentar a su mesa será mejor que nos tuteemos. –Respondió ella y tomó asiento frente a Pintado.
-Claro… De acuerdo.
 Estuvieron callados un par de minutos, sonriendo como un par de bobos, sin saber que decir. Ella tomó la botella, la abrió y llenó dos copas con el vino. Luego levantó su copa y espero a que Pintado hiciera lo mismo. Dio un trago corto, el vino humedeció sus labios, ella los secó pasando la lengua por ellos. Miró al hombre a los ojos, los suyos parecieron destellar, el azul se hizo más intenso al titilar de las velas. Pintado aguantó la mirada, aunque notó como su cara enrojecía. Temió parecer un principiante.
-No está nada mal este Chardonnay… Frío, en su punto -Dijo Pintado y chascó la lengua contra el paladar-. Me ha llamado la atención este sitio, tan alejado, tan extraño, tan… bello, a su manera.
Ella sonrió, puso los codos en la mesa y sostuvo ambas mejillas entre sus manos. Tomó aire, como si se fuera a sumergir en el lago y le narró la historia del pueblo.
Miramar –le contó- era un lugar de descanso de la burguesía cordobesa, un balneario famoso en Argentina desde principios del siglo pasado que había tenido su máximo esplendor coincidiendo con el inicio de la segunda guerra mundial, hasta los años sesenta. El nivel de las aguas de la laguna -llamada por los españoles Mar de Ansenuza- había subido allá por los años setenta inundado la ciudad, sumergiendo bajo ella más de un centenar de hoteles, así como cientos de casas, comercios y edificios públicos, convirtiendo el lugar en una zona ahora fantasmagórica. Veinte años atrás el ejército había dinamitado los restos de los edificios anegados y el gobierno había iniciado la reconstrucción de la zona, si bien esta no se había producido al ritmo que las familias supervivientes hubieran deseado. Ahora el humedal, el mayor de Argentina, y el quinto lago salado mayor del planeta, era zona protegida por el gobierno, lugar de peregrinaje de estudiosos de la biodiversidad y laboratorio de excepción para el estudio de los efectos del cambio climático…
-¿Y ese edificio de allá? El que parece un barco encallado. –Dijo Pintado señalando al exterior, a una zona iluminada por las farolas de la costanera.
Ella se levantó de la mesa, sus piernas quedaron por instantes al descubierto, tenía unos muslos graníticos, mayestáticos. Pintado sintió como se excitaba sólo de imaginarla en sus brazos, una opresión que le subía desde el vientre hasta el pecho. Caminó hasta el ventanal y se quedó mirando al edifico de espaldas. El trasero se señalaba contra la tela del vestido, no mostraba indicios de llevar ropa interior.
-El Gran Hotel Viena… Se dice que en él habitan fantasmas.
-No creerás en esas cosas. Menuda tontería. –Dijo Pintado levantándose y quedando junto a ella. Sus hombros se rozaban. Imaginó la piel cálida. Se retiró unos centímetros, como si quemara.
-Dirás lo que quieras, pero desde niña he visto cosas muy extrañas en ese edificio. Yo de ti no me tomaría estas cosas a la ligera…
Los ojos de Rosana Holz parecieron escudriñar la mente de Pintado, recorrieron su rostro, quedaron varados en los labios del hombre…
-¿Y qué tiene de singular el sitio? -Preguntó Ginés devolviendo la mirada intensa.
Ella se retiró de la ventana y volvió a la mesa. Tomó la copa de vino y la apuró. Luego llenó de nuevo ambas y esperó hasta que Pintado estuvo sentado. Antes de proseguir agitó su cabellera rubia y apartó el pelo de la cara con un gesto de la mano libre. Derramó unas gotas del líquido dorado que cayeron sobre sus piernas, dio un leve respingo.
-Dicen que acogió al propio Hitler…-los ojos de Rosana expresaban excitación, y una mezcla de temor y reserva-. Lo construyó una familia venida de Alemania antes del inicio de la guerra. Se terminó de edificar en 1945, y tenía instalaciones excepcionales para la época y el lugar: aire acondicionado, calefacción, ascensores, hasta una usina, ya sabes una planta de generación eléctrica, propia, y un sistema de comunicaciones vía radio… Un hotel de lujo en una pequeña localidad perdida de la pampa… Un detalle curioso es que salvo el personal de limpieza y servicio, el resto –quienes se relacionaban con los huéspedes- vinieron de Buenos Aires y hablaban alemán. Y de repente, apenas un año después de su inauguración se cerró, y permaneció abandonado hasta ahora. La inundación sólo hizo acelerar su deterioro.
Rosana terminó su relato con un gesto de su cabeza, el cabello arremolinado al aire y la mano descubriendo el rostro. Los senos se agitaron trémulos bajo el escote. Pintado pensó que eran naturales, dorados por el sol y suaves…
-Muy interesante… ¿Qué hay de postre? –Preguntó Pintado, apurando la copa de vino y vertiendo sobre ella la última gota que quedaba todavía en la botella.
-¿Te gusta el strudel de manzana? –Ofreció ella levantándose de la mesa en dirección a la puerta batiente de las cocinas, sin dar opción a una negativa.
-Haría lo que hiciera falta por uno… -Indicó Pintado añadiendo con el tono una segunda intención a la frase.
-No hará falta. Espera unos minutos y te lo traigo…

martes, 24 de abril de 2012

ANOCHECER EN LOS JARDINES DE PALERMO...


ATARDECER
 Acaba de mandarme Pintado un par de instantáneas de los Jardines de Palermo tomadas al anochecer.
A esa hora Juana La Tana andará trajinando cerca de los parterres del Rosedal… A pocas cuadras se afana Sanmartín.

MONUMENTO DE LOS ESPAÑOLES


lunes, 23 de abril de 2012

OTRA VEZ A PERDER EL PARTIDO, SIN TOCAR EL BALON…


Eso es lo que he pensado al leer esta mañana el artículo de Roberto Centeno en El Confidencial.
¿Qué le pasa a este emérito de la economía, tertuliano procaz, señor venerable? ¿Será que todavía le escuece que después de su paso por CAMPSAcomo Consejero Delegado no rascara bola en las otras compañías petroleras de la nación? Lo dejo aquí.
Descalifica a todo y a todos, y lo hace con amargura y en esta ocasión al menos con falta de conocimiento y datos. Pensé que cuando llamaba a su sección El Disparate Económico lo hacía por otra cosa… Me gustan más las amables lecciones del Doctor Abadía, Don Leopoldo nunca descalifica a nadie con esa mala leche que usted emplea.
A veces la vida es así, te golean y no sabes por dónde han venido, ni por dónde entraron, pero de ahí a perder el partido sin tocar el balón… Hay diferencia.
Efectivamente Señor Centeno pintan bastos, pero para eso estamos para aguantar la feria como quiere el cielo, que ya escampará…

domingo, 22 de abril de 2012

BOLEROS Y PINTURA… MANOLO CARACOL Y SCARFACE.

Hace unos días fui testigo, en un restaurante de Puerto La Cruz y por casualidad, de un concurso popular de boleros. La música estaba confiada a un guitarrista, viejito, delgado como un palo y con la piel del color de la canela y seca como la mojama. El cabello rizado y blanco le daba un aire canalla, de otro tiempo. Debía ser el equivalente a Manolo Caracol en el Caribe, pensé. Alguien, más joven, a su lado, tocaba los instrumentos de percusión. Los participantes parecían salidos de una corrala de hace cien años, pero eran muy reales. Cantaban ellas y ellos. Ellas enfundadas en vestidos de fiesta -negro, rojo y lentejuelas-, apretados, un pelín cortos, recién salidas de la peluquería –aquí en esta tierra la moda es planchar hasta lo inimaginable el cabello, de natural rizado-, encaramadas en tacones de altura imposible. Ellos, en contraste, iban vestidos con jeans y camisetas -franelas, se dice acá- u otras prendas deportivas -había uno en chandal bolivariano-, de colores llamativos, algunos con la gorra de su equipo favorito de beisbol. Pero no se confundan, ninguno parecía ridículo, allí era yo el que no encajaba en el sitio.
Dos horas después alguien, me dijeron que era un viejo locutor de radio -bigote poblado y tez morena-, vestido como Scarface, con un traje marrón holgado y camisa amarilla floreada, con el cuello por fuera, anunció con voz engolada el nombre de la ganadora.
Ella -morocha y de nariz respingona-, setenta kilos en canal y piel brillante por el sudor y los nervios, subió al estrado a recoger el premio. Excedía del tamaño máximo admitido para el vestido, pero daba igual, parecía feliz, y se sentía guapa, seguro. Su cara exultante me recordó la de la chiquita piconera de Romero de Torres, en más moreno… Si esta hubiera accedido a sonreir.
Había ganado con Te Busco, de Celia Cruz…

Y eso me llevó a pensar que no es cuestión de edad, ni de latitud. Aquellas cosas que acarician al corazón y encienden el alma son independientes de ambas…
Por cierto, este bolero lo escuché por primera vez en la radio, no hace tanto tiempo, y sin embargo cuando ocurrió parece que había estado ahí toda la vida… esperando a entrar en ella. A las pocas semanas resulta que la escuché en la secuencia final, formando parte de la banda sonora, de una magnífica película. Lantana. Una obra maestra australiana que recomiendo.
Mi homenaje, en la distancia. Agradecido por el espectáculo. Por traerme tantas cosas a la memoria... Y al corazón.

JULIO ROMERO DE TORRES. LA CHIQUITA PICONERA

sábado, 21 de abril de 2012

LA FURIA Y LA PENA

6                LA FURIA Y LA PENA

“… Es una sola hora larga como una vena,
y entre el ácido y la paciencia del tiempo arrugado
transcurrimos,
apartando las sílabas del miedo y la ternura,
interminablemente exterminados.”

Las furias y las penas
Pablo Neruda



Despertó con lentitud, mientras su consciencia iba descorriendo de a poco el velo que envolvía todo a su alrededor. Una bruma espesa donde vagaba perdido instantes antes y que impedía siquiera tener conciencia del aquí, del ahora. La cabeza le dolía allá en la nuca, un dolor penetrante y ácido que corroía su percepción de la realidad, impidiéndole recordar donde estaba y con quién, para qué. Oyó a lo lejos una voz que lo atrajo hasta tierra guiándolo, como un faro, por la espesura que era su pensamiento. No la reconoció. Era una voz segura de sí, firme, acostumbrada a mandar sin exabruptos ni urgencias. Incapaz de articular palabra, intentó incorporarse del sillón, pero se derrumbó en él, como un títere al que cortan los hilos.
Alguien a su espalda le tendió una copa con brandy. Pintado lo tragó lentamente, dejó que le recorriera el esófago. El calor que le transmitió al llegarle al estómago fundió el hielo que sentía en las entrañas. No lo paladeó, pero le dejó en la lengua la misma sensación que una descarga eléctrica, un regusto metálico y picante.
Estaba en una estancia muy amplia, el equivalente a por lo menos cuatro veces el salón de su casa de Madrid, un rectángulo enorme, con tres ambientes bien diferenciados. Él estaba sentado en uno de los extremos en un sillón de lectura tapizado en cuero –un Stamford-, al lado de una formidable librería en cuyos anaqueles anidaban cientos de libros que parecían ser muy, muy viejos. Los estantes estaban iluminados desde atrás, en el hueco entre estos y la pared. A continuación se extendía la zona más extensa, un área de paredes de colores fríos y minerales, desnudas salvo por tres lienzos de autores que Pintado no pudo reconocer aunque le recordaban vagamente el estilo del argentino gallego Luis Seoane. El único mobiliario eran tres sofás –también Chester- dispuestos en u contrastando con el estilo vanguardista del espacio. Más allá, al fondo, un jardín japonés interior ocupaba todo el espacio hasta una fachada vidriera con vistas al Río de la Plata, ahora en la más completa oscuridad. Pintado lo supo porque al fondo se veían las luces del aeropuerto Jorge Newbery, el popular Aeroparque porteño.
Había un único hombre sentado en el sofá central frente al que crepitaba el fuego en el hogar de la chimenea encendida. Otros dos más lo acompañaban en silencio, de pie y en las esquinas, inmóviles como estatuas, embutidos en trajes negros de corte impecable. Las manos cruzadas en posición de descanso, hieráticos como guerreros de Xian, réplicas humanas de las de terracota que decoraban ambos lados de la chimenea.
Sintió como su estómago se revolvía repentinamente, el líquido que había bebido arrastró los restos de comida a medio digerir e instantes después vomitó una papilla biliosa que ensució la tarima de roble viejo que tenía a sus pies. El hombre del sofá lo miró con cortés repugnancia e hizo un gesto con las cejas a sus subalternos. Un nuevo golpe le devolvió al mundo de los no vivos.
Esta vez lo despertó el sonido de los pájaros fuera, y la luz que entraba por la rendija de la puerta. Estaba tirado en el suelo, ahora, además de la cabeza, le dolía la espalda y sus manos estaban atadas con esposas que laceraban sus muñecas. Los párpados le pesaban como losas y se forzó a entreabrirlos, hasta que se acostumbró a la penumbra del lugar. El piso, de tierra compactada, estaba frío, casi helado. Miró a su alrededor, estaba en un galpón de herramientas. Se incorporó con dificultad porque tenía las manos trabadas por la espalda. Al fondo vio la rendija de luz de algo que sería una ventana, buscó alguna fisura, descorrió un pestillo, abrió el postigo con el codo y miró afuera. Tenía las pupilas dilatadas, lo cegó la luz exterior.
Tardó en acostumbrarse, los ojos le lloraban, todo a su alrededor era hielo y nieve, un paisaje blanco hasta donde alcanzaba la vista, poblado de abetos, cientos, miles, con las ramas dobladas por el peso de la nieve y goterones congelados. Al fondo, muy lejos, montañas majestuosas en las que reverberaban los rayos del sol que incidían oblicuos sobre inclinadas pendientes recorridas por el viento que levantaba nubes de polvo blanco. Se sintió encerrado en una burbuja donde el tiempo parecía fluir con lentitud de siglos. Por más que intentaba encontrarle sentido a aquello no podía, su mente le decía que algo no iba bien: hasta que le dieron el golpe estaba en Argentina, y esto parecía algún lugar perdido de los Alpes.

Intentó sin éxito encontrar una salida, sus esfuerzos fueron en vano. Finalmente se conformó y esperó a que sus captores dieran señales de vida. Por muchas vueltas que le dio sólo la angustia y el miedo vinieron en su auxilio, comprendió que lo tenía francamente mal. Pocas veces se había sentido tan al borde del abismo, y pocas tan lejos de su ambiente habitual.
Cerca debía haber algún helipuerto, antes del anochecer le despertó el inconfundible sonido de los rotores de un helicóptero. Luego el silencio se hizo de nuevo. El tiempo pareció transcurrir interminable hasta que sin esperarlo alguien abrió la puerta del cobertizo. Para entonces estaba aterido, tiritando de frío, no sentía sus extremidades.
Una voz autoritaria, alguien con acento argentino, le conminó a alejarse de él y ponerse de espaldas. Pintado obedeció con dificultad, se giró y extendió sus brazos en un escorzo doloroso. El captor le quitó las esposas y le presionó con el cañón de una escopeta en la base del cuello indicándole que saliera por la puerta. Fuera el frío de la noche asaeteó cada milímetro de piel expuesta al aire exterior, erizándole hasta el último pelo del cuerpo. Echaron a andar en dirección a una casa iluminada como un portal de Belén.
El paseo duró breves minutos, los suficientes para que empezara de nuevo a sentir los dedos de pies, y las manos, recorridos por cientos de hormigas que picoteaban cada una de sus terminaciones nerviosas. La temperatura debía estar muy por debajo de cero, muy por debajo de lo que su epidermis mediterránea estaba acostumbrada a soportar.
La casa hacia la que se dirigían era de piedra y hormigón, con enormes ventanales con marcos de madera pintada, parecía fundida con el paisaje, formando parte de él como si hubiera nacido de una semilla alienígena. Cuando entró pareció penetrar en el vientre materno. El ambiente cálido acogió su cuerpo, trayéndole la primera sensación de bienestar desde que le habían golpeado en la nuca como a un gazapo la noche anterior. Dentro estaba el hombre de la noche anterior, un tipo de rostro explícito, con su historia personal reflejada en él. Un tipo elegante, cualquier mujer lo encontraría, seguramente, guapo. Iba vestido con corrección académica, como lo hacen los triunfadores, tenía el porte de un puto master del universo… Le recordó a otro cabrón de su vida anterior… Una cicatriz, que le atravesaba el pómulo derecho marcando las facciones angulosas, le daba un rictus de crueldad. Su mirada era penetrante, como dándose cuenta, devolviendo el escrutinio, sus ojos azules recorrieron con detalle la triste estampa de Pintado. Ginés se sintió auscultado, escaneado, fotografiado e incorporado a los archivos mentales de aquel individuo.
-Entre Pintado, siéntese y tome una copa, pero esta vez procure no arruinarme la alfombra, ayer me jodió usted la tarima de mi casa. –Lo recibió el individuo haciendo medidos gestos con sus manos.
-Me perdonará usted… Debió sentarme mal la cena. –Respondió el español, encarándose a su interlocutor con mirada de pocos amigos. Al fondo un espejo reflejó su imagen: sucio, desaliñado, el pelo revuelto y la espalda encorvada por la posición forzada mientras estuvo inconsciente. Barba de un par de días… Pintado en todo su esplendor. Parecía un macarra de barrio saliendo de los calabozos.
Ginés paseó la vista por la estancia y reconoció a uno de los guardaespaldas de la noche anterior. Xian abrió un mueble bar y escanció el contenido de una botella en una copa balón. Se acercó con parsimonia y se la entregó al español. Este hizo ademán de cogerla, apreciar su aroma y luego calentar su contenido haciendo círculos con ella.
-Me habían informado de su bravuconería, aunque debo reconocer que la realidad supera la ficción. –Continuó el hombre de la cicatriz, cruzándose de piernas y marcando con los dedos la raya del pantalón.
-Lo tomaré como un cumplido… Y dígame ¿Quién coño es usted? Creo que no nos han presentado debidamente… -Pintado se echó un trago al coleto y tomó asiento frente a su interlocutor, intentando mantener la compostura, aunque le dolían todas y cada una de las partes de su cuerpo.
-Es usted incorregible, aunque lleva razón. Soy Ricardo Sanmartín, y si mal no recuerdo fue usted el que reclamó una reunión conmigo…
-Le pedí una cita, no que me cambiaran la cabeza de sitio…
-Es difícil encontrar estos días colaboradores considerados, ya sabe… Un hombre en mis circunstancias debe de guardar las distancias, usted lo comprendería si estuviera en mi situación… ¿Y bien, usted me dirá qué se le ofrece?
-Creo que ya lo sabe… Estoy buscando a alguien.
-Esta no es la oficina de objetos perdidos, ni de personas desaparecidas… Se equivoca usted de sitio.
-No lo creo, se trata de un amigo de usted, Héctor Belloni… Y por supuesto también busco a la mujer que vive con él, una española, Marta Lozano…
-Ya veo… Decir que Belloni es amigo mío es discutible, si me conociera sabría que tengo mejor gusto…
-Sanmartín, dadas las circunstancias no quisiera perder el tiempo con usted, supongo que es un hombre muy ocupado.
-Ocupado… Claro, pero también curioso… Y me gustaría saber que le ha traído hasta mí.
Pintado tomó aire, calibró que hacer y decidió ir directo al grano. Le contó sus averiguaciones desde el principio y sus conclusiones, aunque omitió la participación de Landini, no había sido difícil relacionar las pastillas, el club Anchorena, el papel de Belloni. El elemento en común era Sanmartín…
-Maneja usted bien el sentido común, le admiro, no es fácil encontrar un hombre de sus cualidades hoy en día… ¿Me aceptaría usted una proposición de trabajo?
-Sanmartín me temo que no estoy aquí buscando trabajo, aunque reconozco que me tiene usted confundido… No oculta nada…
-¿Usted cree que tengo algo que ocultar? Soy un hombre de negocios, proporciono servicios que la sociedad demanda y paga bien… Hace tiempo que descubrí que en cualquier país, en cualquier sociedad, sea cual sea el régimen político, la cultura, el PIB… Hay cosas que se demandan. Ya sabe cuales… El sexo, las drogas, las relaciones… Y el dinero es lo que mueve todo. Acallo voluntades, refuerzo decisiones, blanqueo reputaciones… Lo aprendí hace mucho. Así que no tengo nada que ocultar. Proporciono servicios sexuales, encuentro personas dispuestas a ello, distribuyo drogas, sé dónde encontrarlas, y si no las fabrico… Y siempre hay personas dispuestas a dejarse pagar para hacer la vista gorda… a cambio de las migajas del pastel. No se engañe Pintado, este mundo está podrido, y sólo hay que empujar en la dirección adecuada…
Sanmartín hablaba con corrección el castellano, sólo con el acento justo. No parecía argentino. Se levantó acercándose a Pintado y quedó parado frente a él, con solemnidad, contemplando en silencio la imagen del español, midiendo la capacidad, la decisión de este. Analizó su rostro: una cara grande de mandíbula fuerte, la frente ancha y despejada, los ojos pardos que parecían lanzar dardos, la barbilla rigurosa, el rictus de rabia concentrada que dibujaban los labios carnosos y las aletas de la nariz. Reconoció en él fuerza y furia contenida.
Mientras tanto Pintado había detectado algo en el comportamiento del argentino. La seguridad del discurso de Sanmartín, su franqueza, el tono distendido, le hicieron sospechar de las verdaderas intenciones del prócer. Por muy a salvo, por muy por encima de la ley que se sintiera, la ausencia de temor, de pudor de la declaración, no era normal. El instinto de policía le decía que algo no era como parecía ser. La respuesta la tuvo en sus ojos, probó de nuevo el acercamiento directo.
-Sanmartín me está usted contando milongas. No sé a que viene tanta franqueza. Me da la impresión que me tiene donde quería, que todo hasta ahora ha sido provocado y dirigido a atraerme junto a usted, y ya que eso es así me gustaría saber por qué…
-Es usted un hombre singular Pintado tiene, ¿cómo dicen ustedes los gallegos?, un par de cojones… Lleva razón. Está usted aquí porque así lo he decidido… No hace falta que se pregunte más por la desaparición de su amiga Marta, todo ha sido un señuelo para tenerlo aquí y ahora.
-Debo ser muy predecible, ¿no Sanmartín?
-Lo conocemos desde hace tiempo… Tenemos algún conocido en común, así que llevo siguiendo su trayectoria con interés. Es usted de ese tipo de hombres que tienen la brújula vital incorporada en el ADN, y eso es de inestimable valor para hombres como yo, que nos ganamos la vida manipulando la condición humana en nuestro favor.
-Me sobreestima… Me tiene cogido de los huevos… No tengo lo que he venido a buscar, estoy a su merced, no tengo alternativa.
-Efectivamente si esto fuera una partida de ajedrez lo tendría crudo, pero todavía no le he dado mate, sólo estoy jugando con usted, me gusta…
-Pues yo preferiría quedar en tablas…
-Hay algo de usted que me interesa, y ya que ha utilizado el símil le voy a proponer seguir el juego –Prosiguió Sanmartín alejándose del español y girándose de espaldas, mirando el fuego de la chimenea.
-Usted dirá… -Respondió lacónico Pintado.
-Le haré una proposición, le entregaré a la pareja, si a cambio usted me hace un pequeño favor, algo desde luego que está en su mano, nada muy complicado para un hombre de su capacidad… -Sanmartín hizo un gesto y el hombre que había conducido hasta allí a Pintado le acercó un sobre de considerables dimensiones-. ¿Conoce usted a Juan Miranda? –Preguntó el argentino dejando el sobre en el regazo del español.
Pintado quedó sorprendido. ¿Qué pintaba el Capitán Haddock en todo esto? No acertaba a entender el propósito del argentino, pero empezaba a vislumbrar que su comparecencia frente a Sanmartín no era un accidente del destino. Rasgó el envoltorio y extrajo de él una carpeta. Dentro había otro sobre con dinero, un pen drive y unas cuantas hojas impresas.
-¿El ministro de seguridad del actual gobierno? –Preguntó Ginés, intentado ganar tiempo, tomar el aire suficiente para comprender la situación y calibrar sus implicaciones.
-Exactamente…
-Sí. Era jefe de la Policía Federal cuando visité la Argentina anteriormente. Tuve varias reuniones con él, nada más. –Replicó Pintado intentando quitar importancia a su relación con Haddock, con quien sin embargo había iniciado una estrecha relación de amistad.
Juan Miranda era un hombre decente y honrado, una flor de invernadero en el mundo político argentino. Él mismo le había reconocido su error cuando era demasiado tarde al acceder a aquella posición política en el gobierno argentino. Por eso Pintado sabía que Haddock tenía demasiados enemigos para reconocer esta relación sin más.
-Es usted muy modesto. Tengo entendido que celebró algo más que varias reuniones con él, de hecho lo ha visitado en España en un par de ocasiones… Y hasta se alojó en el domicilio de usted… No se moleste en negarlo, he hecho mis averiguaciones…
-En ese caso… ¿qué quiere usted que le diga?...
-Nada Pintado, quiero algo muy simple de usted… Le voy a pedir que lo mate…

viernes, 20 de abril de 2012

LA TORMENTA PERFECTA... Quemaré tus cartas...




“En el centro de una tormenta perfecta” así denomina el diario argentino La Nación la posición actual de mi España. Ni una sola referencia a los procesos abiertos por corrupción contra altos dignatarios del gobierno de CFK.
Ahora afirma que votará a favor de la estatización de YPF el hombre que presidía el gobierno que la privatizó –Menem-. La vida es como el péndulo de un reloj, la aguja cadenciosa de un metrónomo inmisericorde –lo decía mi amigo Pintado-.
Mientras tanto el Parlamento Europeo vota una petición a la Unión Europea para suspender algunas de las ventajas arancelarias de las que goza la Argentina y nuestro Presidente Rajoy analiza en el Consejo de Ministros medidas concretas…
Pues sí, navegamos en un barco llamado España y nos encontramos en el centro de la tormenta perfecta… Marineros, aguantad, es nuestro barco y la marejada pasará. Vomitad si queréis, echadlo todo por la borda –agarraditos, cuidado-, pero mantened el ánimo.
Pintado me ha mandado un sms, promete no volver a probar el dulce de leche y hacer los asados con carne de Ávila o Galicia, pero también me ha dicho que seguirá amando a la Argentina y a la Mosca… A pesar de todo.

UN BOLUDO CON SUERTE

5                UN BOLUDO CON SUERTE

“…Tu viejo encantamiento me marea
¿ qué negro alcohol te fue poniendo el cielo
tan cerca de la suerte y tan alerta
que le jugás a dios todo su infierno?...”

Tango, por Vos
Fabián Russo



Abandonó el Anchorena antes de que su presencia allí llamara demasiado la atención. Aquellos sitios no son para hombres solos, por eso pensó en volver en compañía femenina, una moza de senos globales y boca peligrosa era la opción ideal. Llamó a un taxi y le dio la dirección del Manhattan Transfer. El viaje fue en vano, la paraguaya que atendía el bar del antro había sido sustituida ese día por un camarero de inequívoco aspecto equívoco. Larissa libraba y Pintado tuvo que hacer mutis por el foro ante el peligroso aleteo de las pestañas del adonis con hechuras de mariquita, quien pensó fugazmente que la suerte le era propicia cuando el español se le encaró a la oscura protección de la barra.
La noche se cerró en agua a la salida del local. La lluvia arrastraba un torrente de inmundicias calle abajo, las losas sueltas de las aceras bombeaban lodo a cada paso que daba. Bajo aquel diluvio no se veía un alma, los pocos arriesgados circulaban en sus autos levantando a su paso abanicos de un fluido chocolate que impregnaban las fachadas de mierda callejera. Quizás por eso, y por los tres whiskys que llevaba encima, Pintado no se dio cuenta que alguien le había seguido desde el club de swingers. Alguien que salió al mismo tiempo que él y que amparado en la urgencia del español le esperó fuera del Manhattan oculto en un portal cercano.
Aceleró la marcha hacia el hotel, quizás el instinto, un leve sonido apenas perceptible, un lejano chapoteo de pies que se deslizaban sobre los charcos, el movimiento de un adoquín suelto. PIntado supo que algo no iba bien. Pasó de largo y giró en la primera cuadra, esperó hasta que la sombra que lo seguía llegara a su altura y salió a su espalda para sorprenderlo con una patada en la rodilla, justo debajo de la rótula.
El perseguidor se dobló con un aullido de dolor que apenas le salió de la garganta controló, intentó repeler la agresión desde el suelo, llevando la mano hasta su arma. Pintado se lo impidió con otra patada, esta vez a la cara. El sicario quedó inconsciente en el suelo, de su boca desmadejada manaba un hilillo de sangre y saliva, tres de las piezas dentales estaban esparcidas por el piso envueltas en un puré sanguinolento. El español se arrodilló junto a él, cogió la Sig Sauer P226 de 9 mm que llevaba en su cintura y se la guardó. Luego buscó en el bolsillo de la americana la cartera del individuo, se la quedó.
Olía a tierra mojada y a vegetación putrefacta, el aire tenía un hedor a inmundicias que le revolvía las tripas. La brisa salobre que llegaba desde el Río de la Plata no era suficiente para remover la peste ni la sensación de humedad pesada que había dejado el diluvio. La luna, en cuarto creciente, parecía escaparse corriendo entre las nubes cuando Pintado miró al cielo. Contempló la rebanada de plata sucia colgada en un océano gris de plomo y cobre, una aleación imposible acrisolada en la noche porteña. Y de pronto volvió a sentir el infinito cansancio que creía haber superado, sintió de nuevo la fragilidad del momento, del instante secuencial que era su cápsula de vida, revivió la mezquindad de la eternidad baldía que la consciencia regala al navegar la existencia, la misma que parece que nunca había de dejarlo, la misma que ahora se le mostraba limitada y pobre.
Las risas de una pareja que caminaban agarrados de la cintura, en dirección contraria, le hicieron apartarse y resguardarse tras el tronco de un gomero. La luz parda que la farola cercana derramaba sobre el cuerpo tirado en el suelo era demasiado evidente para quedarse allí parado, esperando. Debía tomar una decisión, rápido, si no tendría que dar explicaciones a la policía. Había tenido suerte, a esa hora el agente que debería haber estado montando guardia en la esquina se había resguardado de la lluvia y todavía estaba fumando acodado en la barra del local más próximo mientras platicaba con el camarero que la atendía. Tarde o temprano el matón tirado en suelo recuperaría la consciencia, o si no alguien lo encontraría. Mejor salir tarifando lo antes posible.
No entendía la razón, su visita al Anchorena Club había despertado la curiosidad de alguien y quienes fueran no se andaban con chiquitas. Se preguntó si el hotel seguiría siendo un lugar seguro. Aunque había proporcionado una dirección falsa al identificarse en el Club, era cuestión de tiempo que dejara de serlo.
Le vino a la cabeza el Capitán Haddock, su amigo. Había viajado a la Argentina sin dar aviso previo a quien podría haber ayudado desde el aparato del estado, pero no quería comprometerlo, Haddock, como le llamaba en clave desde España cuando hicieron juntos aquella investigación, ahora estaba en una posición demasiado elevada como para inmiscuise en un asunto relacionado con el menudeo de drogas. Lo desestimó de inmediato, debería dar demasiadas explicaciones. Por eso sus únicas opciones, de momento, eran Pilar Soria y Miguel Landini. A la primera no quería complicarla más de lo necesario, al segundo no tenía forma de localizarlo hasta la mañana siguiente, cuando lo llamara de nuevo a la habitación del hotel. Estaba pagando la torpeza, impropia de un hombre de su experiencia, de no haber pedido un número de teléfono. No tenía más remedio que arriesgar y esperar en la habitación del hotel hasta el día siguiente.

Apenas durmió, pasó casi toda la noche en vela leyendo la información que encontró sobre el Anchorena. Finalmente le iba a sacar partido al pequeño ordenador portátil que le había regalado de María antes de su marcha, el último. Internet resultaba ser una fuente inagotable de datos y noticias. Navegó por foros y utilizó la identidad que su viejo amigo el Comisario Bermúdez le había proporcionado para acceder a los archivos de Interpol, introdujo la clave que Paco Real le había enseñado a generar para burlar el cambio periódico obligado y entró en el sistema.
Pasó el tiempo cotejando datos y anotando los resultados. Hasta que el sol de la mañana rompió la monotonía impuesta por las sombras y alentó la vida de la vegetación del patio interior, llevándose con su llegada los malos humores de la noche lluviosa. El teléfono de la mesita de noche vibró cuando Landini, cumplidor de sus promesas, le anunció la hora de la cita matinal. Pidió un desayuno rápido que deglutió con hambre feroz, hizo el equipaje y pagó la cuenta…

Búfalo Bill lo estaba esperando exactamente en la misma posición del día anterior. Esta vez la oficina olía a café recién hecho y a cruasanes calientes. El sol que entraba por la ventana le daba al recinto un ambiente cálido y acogedor, sin que flotaran en el ambiente la miríada de motas de polvo del día de ayer. Pintado buscó con la mirada a Sam Spade, a la secretaria de corsé apretado y pantorrilla torneada y carnosa con medias de nylon y costura a lo largo, a Humphrey y Lauren. Landini le devolvió una sonrisa conciliadora y amable, como si apreciara la visita.
Pintado se acomodó en el sofá y aceptó la taza de café que le ofreció su anfitrión. Apenas dio el primer sorbo empezó el relato de lo sucedido la noche anterior. Landini atendió en silencio, sin interrumpir, de vez en cuando se pasaba la mano por la cabellera, y sonreía para si, como si nada de lo que estuviera escuchando fuera nuevo para él. Cuando el español terminó, el argentino se levantó del sillón y llenó una vez más las tazas con café. Luego se quedó de espaldas mirando el tráfico bullicioso que inundaba la avenida a esa hora de la mañana.
-Has tenido mucha suerte, pero sos un boludo. –Sentenció Landini dándose la vuelta y tuteándolo por primera vez.
-¿Cómo…? –Intentó replicar Pintado, furioso.
-Te dije que esperaras, boludo… En esta ciudad eres un pez fuera del estanque, no sabes a lo que te enfrentas, loco…
-Landini tengamos la fiesta en paz… No he venido aquí para que sueltes gilipolleces. Si te viene en gana me ayudas, y si no encantado de conocerte y hasta otra. Me las apañaré solo.
-Ya veo como te apañas… Sos un loco, aparecer por el Anchorena a pecho descubierto. ¿No sabes a quién pertenece ese club?
-En la página del sitio dice que a la Sociedad de Inversiones Club del Plata
-Boludo, esa es una tapadera… El dueño de ese antro, y de otros dos por el estilo en Rosario y Córdoba, es Ricardo Sanmartín, el puto master del universo de la droga y la prostitución en esta parte del mundo. El prócer en cuestión además tiene propiedades en Mendoza, dos bodegas que producen algunos de los mejores vinos de la zona, y un emporio turístico en la zona de Bariloche. Y encima está muy bien relacionado con los cárteles de la droga en Bolivia y Perú, que como sabrás andan en competencia con sus hermanos mayores de Colombia y México, muy presionados desde hace tiempo por las agencias antidroga de USA y Europa. Acabas de meter tus narices en el peor avispero de la Argentina.
-Joder a la primera…
-Desde luego Pintado, tienes olfato, y también una suerte de narices…
Landini hizo un resumen de la meteórica carrera de Sanmartín. Este se decidió por la carrera militar. Siendo cadete de la Armada colaboró como patota con la Junta Militar y participó en los paseos aéreos que acababan arrojando a los detenidos a las frías aguas del Atlántico. Continuó sus andanzas en el departamento de suministros de la Armada.  Antes de la aventura de las Malvinas el joven talento, ascendido a teniente de navío, dejó la carrera militar y se hizo el amo del sindicato del transporte argentino. Se licenció en contaduría pública y obtuvo un doctorado en económicas, así se acercó al Poder con credenciales solventes. A la caída de la dictadura -el argentino no se explicaba cómo- sorteó las purgas y depuraciones de los mandatos de Menem y Kirchner. Emergió sin mácula del proceso haciéndose un importante hueco en el mundo económico y financiero de la Argentina actual. Era propietario de un banco –el Colonial de Crédito e Inversiones- donde blanqueaba el flujo de capital que obtenía de sus otros negocios ilícitos, y tenía una relevante influencia política dentro del corrupto partido oficialista, ligado al colectivo Cámpora. Era íntimo de alguno de los gángsters gremialistas del país y de los jóvenes leones de Cristina FK. Además, sus relaciones con los gobiernos nacionalistas de Bolivia, Venezuela y Ecuador le habían abierto de par en par las puertas del cono sur americano en el que operaba sin restricciones. Había eludido un par de intentos de detención de los servicios secretos chileno y colombiano a instancias de los Estados Unidos, y acababa de estrechar sus tentáculos en Perú donde acababa de abrir un par de antros en Lima e Iquitos…
-Todo un hijo de la reputa madre de la patria que, por si fuera poco, consolidó su fortaleza financiera estrechando lazos con una de las familias más adineradas de Chile, casándose con la única hija y heredera de Gustavo Hartman…
-He oído hablar del señor Hartman, el Rey del litio…-interrumpió Pintado, harto de escuchar sin rascar bola-. No duerme en la calle el angelito
-Ricardo Sanmartín es uno de esos individuos que nace de pie y transforma en oro todo lo que toca… y en mierda también… -Recapituló Landini con una explícita muesca de asco en el rostro.
-De acuerdo, pero qué pinto yo en todo esto, qué le puede importar al rey Midas que un don nadie como Ginés Pintado aparezca en uno de sus locales: no pregunté por nadie, no abrí la boca… -Se excusó.
-Definitivamente sos un boludo Pintado, esperaba más de una lumbrera como vos… Mira, te explicaré: ¿Recuerdas que ayer, durante nuestro paseo por Florida, entré en una galería? Buscaba a un desgraciado que vende paco, un boliviano al que llaman Edgarito y que me debe algún que otro favor, me dijo donde encontrar las pastillitas… Adivina.
Los ojos azules de Landini brillaban, esperando la reacción de Pintado. Miraba con aire divertido al español que se había repanchingado en la butaca e intentaba asimilar cada uno de los fragmentos de información. Pintado apuró la última taza de café, se rascó la cabeza, pareció tomar aire y respondió al cabo de unos segundos
-En el Anchorena Club
-Mira vos, en el mismo sitio donde metes la gamba a la primera de cambio –dijo señalando con dedo acusador, con una sonrisa apenas esbozada entre sus labios finos-. No he conocido a nadie más parecido al gallego Manolito… ese que salé en Mafalda, que vos Pintado. Definitivamente –concluyó, y a continuación relajando la expresión del rostro, dejando espacio a la comprensión, prosiguió-, sin embargo tampoco es tan complicado, Buenos Aires para algunas cosas no es una ciudad tan grande como aparenta…
-Puedo hacerlo mejor. –Replicó Pintado avergonzado por su torpeza.
-No lo dudo, aunque como todas las cosas esta tiene su lado positivo, es cuestión de decidir cual será nuestra estrategia ahora que Sanmartín ha dado el primer paso.
-Antes tendremos que conocer la razón por la que se interesa súbitamente por un desconocido.
-Sí, eso también me preocupa, pero me temo que por el momento nos quedaremos con las ganas de saberlo… ¿Cómo llegaste al Anchorena?
-Le pregunté a un compañero de trabajo de Verónica, la chica que conocía a Marta y que menudeaba con el bello Héctor… -Aclaró Pintado.
-¿Qué explicación le diste?
-Bueno… que andaba buscando a un familiar, a una gallega conocida de la chica y que esperaba que ella me diera alguna pista…
-Entonces ya sabemos por qué estaban sobre aviso, el mozo les dio el chivatazo. Cuando apareciste por el Anchorena esperaban a alguien con tu aspecto, gallego y torpe, no tengas duda… Y luego te colocaron una sombra…
-Puede, tiene sentido. Sobre todo si el antro tiene algo que ver con la desaparición de Marta o de Verónica. ¿Pero eso dónde nos deja?
-A vos fuera de la vista del Anchorena definitivamente, salvo que le quieras hacer una visita definitiva a los bajíos del Río de la Plata. Nuestro siguiente paso debe ser solicitar una entrevista al señor Sanmartín y ver lo que ocurre…
-Eso será como despertar el avispero…
-Precisamente, golpearlo, hacer que las avispas abandonen el nido y entrar una vez vacío en la búsqueda de la reina madre…
-… Sanmartín.
-Precisamente.

 Los bosques de Palermo empezaban a vaciarse de paseantes y deportistas a la caída de la tarde, como lo hace un estanque al agotarse, de a poquito, con desgana. La ronda asfaltada que rodeaba el lago central estaba a oscuras y un leve aroma a vegetación cortada flotaba en el ambiente. La farola más cercana derramaba sobre su compañero una luz amarillenta que lo hacía parecer de otra época y transformaba el paisaje porteño en otro indefinido, de ninguna parte. Un paseador profesional trotó a su lado arrastrando una reata de perros de todas las razas. El último de ellos -un Golden Retriever- al llegar junto a Pintado husmeó el pernil del pantalón y lo miró con curiosidad. Una mujer rotunda y esbelta, enfundada en unas apretadas mallas negras y azules, les rebasó dejando tras ella un aroma almizclado, mezcla de sudor y hembra. Su larga cabellera teñida de rubio flotaba al viento, apenas recogida por una banda elástica que ceñía las sienes. Pintado admiró el trasero remarcado por la forma de las bragas, siguiéndolo hasta verla alejarse en la distancia.
Landini apoyó la espalda contra el tronco de un árbol centenario y en silencio le hizo un gesto a Pintado exigiéndole paciencia. Se habían situado cerca de una de las entradas del Rosedal, aquella cerca de la que normalmente hacía su ronda la Loca. El argentino encendió un cigarrillo y expelió el humo hacia el rostro del español, este se giró con disgusto y se alejó unos metros para sentarse en un banco cercano. Su acompañante lo siguió y se sentó a su lado.
-Tranquilízate, llegará en unos minutos, Juana es muy puntual, sobre todo en materia de trabajo.
-Joder, no me dijiste que tuviéramos que hacer cola en este lugar, no te das cuenta que empezamos a estar rodeados de maricas y mirones.
-No te quejes tanto, pareces una señorita…
-Explícamelo otra vez para que lo entienda. –Insistió Pintado con una de esas miradas que retratan la ira.
-Sanmartín es un hombre caprichoso, y tiene alguna debilidad que otra… Juana fue una de esas debilidades.
-Me quieres decir que un tipo capaz de comprar media Argentina se pirra por una loca que hace la calle.
-No acabas de entenderlo tarugo… Juana, cuyo verdadero nombre es Giovanni Ciaccarelli, alias Chaperelli, alias la Tana, alias la Loca, fue la novia preferida de Sanmartín hace unos años. Hasta que este se cansó de ella y se buscó otras más jóvenes… Mira allá llega.
Pintado giró su rostro en la dirección que señaló Landini y la vio: una percherona sustentada sobre zancos con tacones kilométricos. La vestimenta no dejaba lugar a dudas, medias de rejilla y banda elástica hasta medio muslo, minifalda de tejido metálico tipo banda enseña culo, senos implantados tamaño Pamela Sue Especial, expuestos como melones de mercado y melena artificial modelo peluca Barbie namber faiv. El conjunto no medía menos de un metro noventa de cabo a rabo y llenaba un perímetro cercano al metro de diámetro, todo un fenómeno visual.
La mujer se acercó hasta ellos desplazando a su alrededor el aire, pegado a su cuerpo como la atmósfera exigua de un planeta. Se quedó parada, encarada a Landini, sin decir palabra, sólo mirándolo fijamente y reclamando una explicación. La envolvía un penetrante olor a pachulí y algo parecido a la canela.
-Juana, gusto de verte…
-Landini, menos prosopopeya. Yo estoy acá para el laburo, así que ve al grano.
Los ojos de Juana la Tana eran negros y grandes, hermosos y expresivos, con pestañas largas y curvadas –inequívocamente postizas-, y en aquel momento les devolvían una mirada lánguida y triste. Su boca, de labios grandes y carnosos, estaba cerrada con fuerza, la mandíbula fuerte y angulada, de varón, delataba la tensión que experimentaba. Apenas un leve temblor del labio superior hacía suponer que además sentía miedo.
-Necesito que me hagas un favor. Te pagaré bien tu tiempo…
-Vos no tenés dinero con que pagarme malnacido… La reputa madre que te parió… -Replicó Juana con voz cansada, dejando morir en su boca la sílaba final.
-Juana, me debes una…
-No me lo hagas acordar.
La Tana reculó un paso atrás y por primera vez miró a Pintado recorriéndolo con curiosidad, apenas unos instantes, luego se cruzó de brazos, irguió los pechos redondos y duros como pelotas y se encaró en silencio a Landini con la barbilla levantada.
-Si hace falta lo haré… Por favor, necesito tu ayuda, de verdad. Necesito encontrarme con Sanmartín. –Rogó el argentino con las manos juntas y voz susurrante.
-No quiero saber nada de ese jodido hijo de puta. Mira como me veo por su culpa, en la calle…–contestó el travesti echando el peso del cuerpo sobre una de las piernas, y como consecuencia resaltando el volumen de sus nalgas, de espaldas a Pintado-. Además sólo tienes que preguntar en uno de sus garitos. Él sabrá donde buscarte luego.
-No es tan fácil… Es demasiado importante, tiene demasiados empleados para que se quiera tomar la molestia de atendernos en persona… Estamos buscando a alguien, sólo quiero saber como llegar hasta él, nunca sabrá que tú estás involucrada.
-Ni siquiera sé si seguirá atendiendo ese teléfono…
Sigilosamente, sólo delatado por las luces de posición, un vehículo de vidrios tintados –una camioneta cuatro por cuatro, grande como un camión de reparto- se detuvo al llegar junto a ellos. La ventanilla del conductor se deslizó con suavidad y desveló tras de sí a un hombre de mediana edad, de ojos azules, rostro carnoso y poco pelo. Del interior del auto brotó un olor a sudor y alcohol, una risa nerviosa al lado de este indicaba que se encontraba acompañado de alguien más, del acompañante solo se veía una tenue masa azulada apenas iluminada por las luces del salpicadero, una mano masajeaba la entrepierna del mirón. El intercambio verbal se hizo entre susurros.
-Veis, me estáis haciendo perder clientes -se quejó la Loca cuando el coche reanudó la marcha-. Ese tenía pinta de sonso, y quería un numerito… Los mejor pagados…
Landini dio un paso adelante y dejó el rostro expuesto a la luz de la farola. Cerca un hombre pasó corriendo a buen ritmo y levantando tras de sí el agua que quedaba en los charcos que mojaban la senda. Blasfemó cuando pisó una mierda de perro y deslizó como si sus pies llevaran patines.
-No te preocupes, hoy te llevarás el equivalente de varios de esos…
-Va a saber que os lo he dado yo. Me matará…
-¿Por qué querida…? Es su teléfono personal, el de las citas privadas, tú no eras la única…
-Sí, eso es verdad… Yo no era la única…

Se había hecho muy tarde. La cita en el Rosedal había terminado tan abruptamente como empezó. La Loca los abandonó después de recibir el sobre con los tres mil pesos que habían acordado, el equivalente a seis servicios de la diva venida a menos, el equivalente a tres horas de trabajo a la sombra de los frondosos árboles del parque, arrodillada entre restos de pañuelos de papel, condones agujereados y excrementos de perro… El legado que le dejó Sanmartín.
Ahora la pareja estaba tomando una cerveza en una mesa de un local de moda en un lateral de Libertador cerca del Automóvil Club, esperando por la respuesta de Sanmartín. Cuando minutos antes llamaron al teléfono que les había facilitado la Tana les atendió un mensaje pregrabado que les avisaba de que debían aguardar por su propietario. Diez minutos después otra llamada les había indicado aquel sitio como punto de encuentro.
Un cartel coloreado como la carrocería de un Ferrari anunciaba que el local tenía WIFI, las mesas de alrededor estaban ocupadas por grupos de jóvenes, casi todos del sexo femenino, chateando con sus iphones traídos de Miami y New York. Todas las chicas parecían cortadas por el mismo patrón, vestidos de una pieza ajustados, oscuros y cortos, piernas torneadas a golpe de gimnasio y traseros y pechos fabricados, en parte, a golpe de talón. Alrededor todas las risas eran metálicas, salidas de algún lugar detrás de la garganta, donde las argentinas parecen tener instalado un dispositivo vocal que la ciencia está pendiente de descubrir. Los pocos varones jóvenes que las acompañaban parecían recién salidos de un anuncio de Calvin Klein, andróginos atractivos como la madre que lo parió. Búfalo Bill apuró la segunda cerveza de la noche y pidió una tercera. Pintado impaciente ya no sabía como sentarse, ni a donde mirar. Estaba incómodo, cansado y abrumado por la situación. Landini no le había explicado su plan y eso lo tenía a mal traer.
-No acabo de entender tus intenciones… Acudir a un putón de calle para obtener un teléfono… No tiene sentido.
-Pintado, esto es Buenos Aires… No podemos acudir a la policía, si apareces por cualquiera de sus antros y decís quien sós o preguntando por Sanmartín te harán boleta, y si pretendes que un juez te atienda, vas listo… Qué quieres que haga. Pedirle su teléfono a la exnovia…
-Y ella te lo dará… así de fácil… Además no me has dicho de qué conocías tu a la tal Juana…
-Eso es lo más fácil… Estás ante un hombre de recursos, por si no te diste cuenta… La Tana acudió a mí por casualidad cuando Sanmartín lo dejó tirado. Un conocido común nos presentó. Le facilité un lugar donde quedarse hasta que se recuperara…
-No parece haberlo hecho del todo… A las pruebas me remito –interrumpió Pintado-. Al chicarrón le va la marcha.
-Quizás… Quizás no tiene muchas más opciones. La Tana ya estaba en esto cuando lo conoció Sanmartín, sólo que era más joven, estaba en todo su esplendor… El tiempo pasa para todos, para las locas más… En el caso de Juana, es cuestión de meses, anda bien jodida…
-¿A qué te refieres?
-No se le nota todavía, pero tarde o temprano toda esa silicona inyectada que lleva acaba por pasar factura… ¿No te fijaste que estaba toda fajada, de los pies hasta la cintura…? La mayoría de estos chicos concluyen antes de los treinta…
-Ya… En cualquier caso me preocupa. ¿Es de fiar? No avisará a Sanmartín antes. Es una oportunidad de ganar unos pesos adicionales. –Concluyó Pintado.
-Es posible… ¿En qué cambia eso? En ambos casos tendremos nuestra cita con Sanmartín… A fin de cuentas esa es nuestra intención.
El teléfono móvil de Landini sonó de nuevo. El argentino asintió en silencio mientras cerraba los ojos como si anotara algo en su memoria. La llamada duró apenas un minuto.
Búfalo Bill se levantó y dejó un par de billetes sobre la mesa. Pintado lo siguió fuera del local y caminaron apresurados en dirección a la Biblioteca Nacional. La avenida era un río de luces y sonidos de bocinas, la acera estaba solitaria, apenas unas pocas personas dispersas, a lo lejos, caminando delante de ellos. Una pareja se abrazaba en el césped y reía, un perro corría persiguiendo la sombra de un gato, un mendigo hurgaba en un contenedor de la basura…
-Si quieres ver a Sanmartín debes ir sólo. Esas son las instrucciones Pintado. Haz lo que quieras, pero es peligroso… Todavía puedes dejarlo. –Le informó Landini cuando llegaron a la Plaza Francia.
-Tengo que hacerlo. No queda otra.
-En ese caso, esta es la dirección… -Asintió Landini mientras le entregaba la nota que acababa de escribir en una hoja de una libreta negra que había sacado de la americana.
Pintado leyó la nota y atendió las indicaciones de Búfalo Bill, asintió con la cabeza y palpó la Sig Sauer que llevaba encajada en la cinturilla del pantalón. Luego se alejó en la noche subiendo la rampa que le conducía directo hacia la Plaza Gelly y Obes, cerca de la dirección que les habían indicado.
El cielo contaminado por las luces de la gran ciudad, el manto de nubes tenía un color ámbar como si fuera una cúpula de metal oxidado suspendida en un vacío imposible. El silencio lo envolvió como si todo a su alrededor se hubiera paralizado y un zumbido sustituyó todo, cuando el cuerpo de Pintado rebotó con fuerza contra el suelo.