SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


sábado, 21 de abril de 2012

LA FURIA Y LA PENA

6                LA FURIA Y LA PENA

“… Es una sola hora larga como una vena,
y entre el ácido y la paciencia del tiempo arrugado
transcurrimos,
apartando las sílabas del miedo y la ternura,
interminablemente exterminados.”

Las furias y las penas
Pablo Neruda



Despertó con lentitud, mientras su consciencia iba descorriendo de a poco el velo que envolvía todo a su alrededor. Una bruma espesa donde vagaba perdido instantes antes y que impedía siquiera tener conciencia del aquí, del ahora. La cabeza le dolía allá en la nuca, un dolor penetrante y ácido que corroía su percepción de la realidad, impidiéndole recordar donde estaba y con quién, para qué. Oyó a lo lejos una voz que lo atrajo hasta tierra guiándolo, como un faro, por la espesura que era su pensamiento. No la reconoció. Era una voz segura de sí, firme, acostumbrada a mandar sin exabruptos ni urgencias. Incapaz de articular palabra, intentó incorporarse del sillón, pero se derrumbó en él, como un títere al que cortan los hilos.
Alguien a su espalda le tendió una copa con brandy. Pintado lo tragó lentamente, dejó que le recorriera el esófago. El calor que le transmitió al llegarle al estómago fundió el hielo que sentía en las entrañas. No lo paladeó, pero le dejó en la lengua la misma sensación que una descarga eléctrica, un regusto metálico y picante.
Estaba en una estancia muy amplia, el equivalente a por lo menos cuatro veces el salón de su casa de Madrid, un rectángulo enorme, con tres ambientes bien diferenciados. Él estaba sentado en uno de los extremos en un sillón de lectura tapizado en cuero –un Stamford-, al lado de una formidable librería en cuyos anaqueles anidaban cientos de libros que parecían ser muy, muy viejos. Los estantes estaban iluminados desde atrás, en el hueco entre estos y la pared. A continuación se extendía la zona más extensa, un área de paredes de colores fríos y minerales, desnudas salvo por tres lienzos de autores que Pintado no pudo reconocer aunque le recordaban vagamente el estilo del argentino gallego Luis Seoane. El único mobiliario eran tres sofás –también Chester- dispuestos en u contrastando con el estilo vanguardista del espacio. Más allá, al fondo, un jardín japonés interior ocupaba todo el espacio hasta una fachada vidriera con vistas al Río de la Plata, ahora en la más completa oscuridad. Pintado lo supo porque al fondo se veían las luces del aeropuerto Jorge Newbery, el popular Aeroparque porteño.
Había un único hombre sentado en el sofá central frente al que crepitaba el fuego en el hogar de la chimenea encendida. Otros dos más lo acompañaban en silencio, de pie y en las esquinas, inmóviles como estatuas, embutidos en trajes negros de corte impecable. Las manos cruzadas en posición de descanso, hieráticos como guerreros de Xian, réplicas humanas de las de terracota que decoraban ambos lados de la chimenea.
Sintió como su estómago se revolvía repentinamente, el líquido que había bebido arrastró los restos de comida a medio digerir e instantes después vomitó una papilla biliosa que ensució la tarima de roble viejo que tenía a sus pies. El hombre del sofá lo miró con cortés repugnancia e hizo un gesto con las cejas a sus subalternos. Un nuevo golpe le devolvió al mundo de los no vivos.
Esta vez lo despertó el sonido de los pájaros fuera, y la luz que entraba por la rendija de la puerta. Estaba tirado en el suelo, ahora, además de la cabeza, le dolía la espalda y sus manos estaban atadas con esposas que laceraban sus muñecas. Los párpados le pesaban como losas y se forzó a entreabrirlos, hasta que se acostumbró a la penumbra del lugar. El piso, de tierra compactada, estaba frío, casi helado. Miró a su alrededor, estaba en un galpón de herramientas. Se incorporó con dificultad porque tenía las manos trabadas por la espalda. Al fondo vio la rendija de luz de algo que sería una ventana, buscó alguna fisura, descorrió un pestillo, abrió el postigo con el codo y miró afuera. Tenía las pupilas dilatadas, lo cegó la luz exterior.
Tardó en acostumbrarse, los ojos le lloraban, todo a su alrededor era hielo y nieve, un paisaje blanco hasta donde alcanzaba la vista, poblado de abetos, cientos, miles, con las ramas dobladas por el peso de la nieve y goterones congelados. Al fondo, muy lejos, montañas majestuosas en las que reverberaban los rayos del sol que incidían oblicuos sobre inclinadas pendientes recorridas por el viento que levantaba nubes de polvo blanco. Se sintió encerrado en una burbuja donde el tiempo parecía fluir con lentitud de siglos. Por más que intentaba encontrarle sentido a aquello no podía, su mente le decía que algo no iba bien: hasta que le dieron el golpe estaba en Argentina, y esto parecía algún lugar perdido de los Alpes.

Intentó sin éxito encontrar una salida, sus esfuerzos fueron en vano. Finalmente se conformó y esperó a que sus captores dieran señales de vida. Por muchas vueltas que le dio sólo la angustia y el miedo vinieron en su auxilio, comprendió que lo tenía francamente mal. Pocas veces se había sentido tan al borde del abismo, y pocas tan lejos de su ambiente habitual.
Cerca debía haber algún helipuerto, antes del anochecer le despertó el inconfundible sonido de los rotores de un helicóptero. Luego el silencio se hizo de nuevo. El tiempo pareció transcurrir interminable hasta que sin esperarlo alguien abrió la puerta del cobertizo. Para entonces estaba aterido, tiritando de frío, no sentía sus extremidades.
Una voz autoritaria, alguien con acento argentino, le conminó a alejarse de él y ponerse de espaldas. Pintado obedeció con dificultad, se giró y extendió sus brazos en un escorzo doloroso. El captor le quitó las esposas y le presionó con el cañón de una escopeta en la base del cuello indicándole que saliera por la puerta. Fuera el frío de la noche asaeteó cada milímetro de piel expuesta al aire exterior, erizándole hasta el último pelo del cuerpo. Echaron a andar en dirección a una casa iluminada como un portal de Belén.
El paseo duró breves minutos, los suficientes para que empezara de nuevo a sentir los dedos de pies, y las manos, recorridos por cientos de hormigas que picoteaban cada una de sus terminaciones nerviosas. La temperatura debía estar muy por debajo de cero, muy por debajo de lo que su epidermis mediterránea estaba acostumbrada a soportar.
La casa hacia la que se dirigían era de piedra y hormigón, con enormes ventanales con marcos de madera pintada, parecía fundida con el paisaje, formando parte de él como si hubiera nacido de una semilla alienígena. Cuando entró pareció penetrar en el vientre materno. El ambiente cálido acogió su cuerpo, trayéndole la primera sensación de bienestar desde que le habían golpeado en la nuca como a un gazapo la noche anterior. Dentro estaba el hombre de la noche anterior, un tipo de rostro explícito, con su historia personal reflejada en él. Un tipo elegante, cualquier mujer lo encontraría, seguramente, guapo. Iba vestido con corrección académica, como lo hacen los triunfadores, tenía el porte de un puto master del universo… Le recordó a otro cabrón de su vida anterior… Una cicatriz, que le atravesaba el pómulo derecho marcando las facciones angulosas, le daba un rictus de crueldad. Su mirada era penetrante, como dándose cuenta, devolviendo el escrutinio, sus ojos azules recorrieron con detalle la triste estampa de Pintado. Ginés se sintió auscultado, escaneado, fotografiado e incorporado a los archivos mentales de aquel individuo.
-Entre Pintado, siéntese y tome una copa, pero esta vez procure no arruinarme la alfombra, ayer me jodió usted la tarima de mi casa. –Lo recibió el individuo haciendo medidos gestos con sus manos.
-Me perdonará usted… Debió sentarme mal la cena. –Respondió el español, encarándose a su interlocutor con mirada de pocos amigos. Al fondo un espejo reflejó su imagen: sucio, desaliñado, el pelo revuelto y la espalda encorvada por la posición forzada mientras estuvo inconsciente. Barba de un par de días… Pintado en todo su esplendor. Parecía un macarra de barrio saliendo de los calabozos.
Ginés paseó la vista por la estancia y reconoció a uno de los guardaespaldas de la noche anterior. Xian abrió un mueble bar y escanció el contenido de una botella en una copa balón. Se acercó con parsimonia y se la entregó al español. Este hizo ademán de cogerla, apreciar su aroma y luego calentar su contenido haciendo círculos con ella.
-Me habían informado de su bravuconería, aunque debo reconocer que la realidad supera la ficción. –Continuó el hombre de la cicatriz, cruzándose de piernas y marcando con los dedos la raya del pantalón.
-Lo tomaré como un cumplido… Y dígame ¿Quién coño es usted? Creo que no nos han presentado debidamente… -Pintado se echó un trago al coleto y tomó asiento frente a su interlocutor, intentando mantener la compostura, aunque le dolían todas y cada una de las partes de su cuerpo.
-Es usted incorregible, aunque lleva razón. Soy Ricardo Sanmartín, y si mal no recuerdo fue usted el que reclamó una reunión conmigo…
-Le pedí una cita, no que me cambiaran la cabeza de sitio…
-Es difícil encontrar estos días colaboradores considerados, ya sabe… Un hombre en mis circunstancias debe de guardar las distancias, usted lo comprendería si estuviera en mi situación… ¿Y bien, usted me dirá qué se le ofrece?
-Creo que ya lo sabe… Estoy buscando a alguien.
-Esta no es la oficina de objetos perdidos, ni de personas desaparecidas… Se equivoca usted de sitio.
-No lo creo, se trata de un amigo de usted, Héctor Belloni… Y por supuesto también busco a la mujer que vive con él, una española, Marta Lozano…
-Ya veo… Decir que Belloni es amigo mío es discutible, si me conociera sabría que tengo mejor gusto…
-Sanmartín, dadas las circunstancias no quisiera perder el tiempo con usted, supongo que es un hombre muy ocupado.
-Ocupado… Claro, pero también curioso… Y me gustaría saber que le ha traído hasta mí.
Pintado tomó aire, calibró que hacer y decidió ir directo al grano. Le contó sus averiguaciones desde el principio y sus conclusiones, aunque omitió la participación de Landini, no había sido difícil relacionar las pastillas, el club Anchorena, el papel de Belloni. El elemento en común era Sanmartín…
-Maneja usted bien el sentido común, le admiro, no es fácil encontrar un hombre de sus cualidades hoy en día… ¿Me aceptaría usted una proposición de trabajo?
-Sanmartín me temo que no estoy aquí buscando trabajo, aunque reconozco que me tiene usted confundido… No oculta nada…
-¿Usted cree que tengo algo que ocultar? Soy un hombre de negocios, proporciono servicios que la sociedad demanda y paga bien… Hace tiempo que descubrí que en cualquier país, en cualquier sociedad, sea cual sea el régimen político, la cultura, el PIB… Hay cosas que se demandan. Ya sabe cuales… El sexo, las drogas, las relaciones… Y el dinero es lo que mueve todo. Acallo voluntades, refuerzo decisiones, blanqueo reputaciones… Lo aprendí hace mucho. Así que no tengo nada que ocultar. Proporciono servicios sexuales, encuentro personas dispuestas a ello, distribuyo drogas, sé dónde encontrarlas, y si no las fabrico… Y siempre hay personas dispuestas a dejarse pagar para hacer la vista gorda… a cambio de las migajas del pastel. No se engañe Pintado, este mundo está podrido, y sólo hay que empujar en la dirección adecuada…
Sanmartín hablaba con corrección el castellano, sólo con el acento justo. No parecía argentino. Se levantó acercándose a Pintado y quedó parado frente a él, con solemnidad, contemplando en silencio la imagen del español, midiendo la capacidad, la decisión de este. Analizó su rostro: una cara grande de mandíbula fuerte, la frente ancha y despejada, los ojos pardos que parecían lanzar dardos, la barbilla rigurosa, el rictus de rabia concentrada que dibujaban los labios carnosos y las aletas de la nariz. Reconoció en él fuerza y furia contenida.
Mientras tanto Pintado había detectado algo en el comportamiento del argentino. La seguridad del discurso de Sanmartín, su franqueza, el tono distendido, le hicieron sospechar de las verdaderas intenciones del prócer. Por muy a salvo, por muy por encima de la ley que se sintiera, la ausencia de temor, de pudor de la declaración, no era normal. El instinto de policía le decía que algo no era como parecía ser. La respuesta la tuvo en sus ojos, probó de nuevo el acercamiento directo.
-Sanmartín me está usted contando milongas. No sé a que viene tanta franqueza. Me da la impresión que me tiene donde quería, que todo hasta ahora ha sido provocado y dirigido a atraerme junto a usted, y ya que eso es así me gustaría saber por qué…
-Es usted un hombre singular Pintado tiene, ¿cómo dicen ustedes los gallegos?, un par de cojones… Lleva razón. Está usted aquí porque así lo he decidido… No hace falta que se pregunte más por la desaparición de su amiga Marta, todo ha sido un señuelo para tenerlo aquí y ahora.
-Debo ser muy predecible, ¿no Sanmartín?
-Lo conocemos desde hace tiempo… Tenemos algún conocido en común, así que llevo siguiendo su trayectoria con interés. Es usted de ese tipo de hombres que tienen la brújula vital incorporada en el ADN, y eso es de inestimable valor para hombres como yo, que nos ganamos la vida manipulando la condición humana en nuestro favor.
-Me sobreestima… Me tiene cogido de los huevos… No tengo lo que he venido a buscar, estoy a su merced, no tengo alternativa.
-Efectivamente si esto fuera una partida de ajedrez lo tendría crudo, pero todavía no le he dado mate, sólo estoy jugando con usted, me gusta…
-Pues yo preferiría quedar en tablas…
-Hay algo de usted que me interesa, y ya que ha utilizado el símil le voy a proponer seguir el juego –Prosiguió Sanmartín alejándose del español y girándose de espaldas, mirando el fuego de la chimenea.
-Usted dirá… -Respondió lacónico Pintado.
-Le haré una proposición, le entregaré a la pareja, si a cambio usted me hace un pequeño favor, algo desde luego que está en su mano, nada muy complicado para un hombre de su capacidad… -Sanmartín hizo un gesto y el hombre que había conducido hasta allí a Pintado le acercó un sobre de considerables dimensiones-. ¿Conoce usted a Juan Miranda? –Preguntó el argentino dejando el sobre en el regazo del español.
Pintado quedó sorprendido. ¿Qué pintaba el Capitán Haddock en todo esto? No acertaba a entender el propósito del argentino, pero empezaba a vislumbrar que su comparecencia frente a Sanmartín no era un accidente del destino. Rasgó el envoltorio y extrajo de él una carpeta. Dentro había otro sobre con dinero, un pen drive y unas cuantas hojas impresas.
-¿El ministro de seguridad del actual gobierno? –Preguntó Ginés, intentado ganar tiempo, tomar el aire suficiente para comprender la situación y calibrar sus implicaciones.
-Exactamente…
-Sí. Era jefe de la Policía Federal cuando visité la Argentina anteriormente. Tuve varias reuniones con él, nada más. –Replicó Pintado intentando quitar importancia a su relación con Haddock, con quien sin embargo había iniciado una estrecha relación de amistad.
Juan Miranda era un hombre decente y honrado, una flor de invernadero en el mundo político argentino. Él mismo le había reconocido su error cuando era demasiado tarde al acceder a aquella posición política en el gobierno argentino. Por eso Pintado sabía que Haddock tenía demasiados enemigos para reconocer esta relación sin más.
-Es usted muy modesto. Tengo entendido que celebró algo más que varias reuniones con él, de hecho lo ha visitado en España en un par de ocasiones… Y hasta se alojó en el domicilio de usted… No se moleste en negarlo, he hecho mis averiguaciones…
-En ese caso… ¿qué quiere usted que le diga?...
-Nada Pintado, quiero algo muy simple de usted… Le voy a pedir que lo mate…

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