SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


sábado, 14 de abril de 2012

BUENOS AIRES

2                BUENOS AIRES

"Siempre he sentido que hay algo en Buenos Aires que me gusta.
Me gusta tanto que no me gusta que le guste a otras personas.
Es un amor así, celoso."

Jorge Luis Borges


IMAGEN DE UNA MAÑANA DE SABADO EN CAMINITO . JUAN ITURRI

El zumbido de las turbinas del Airbus A340-600 le llegaba muy lejano, amortiguado por los tapones que se había puesto para poder conciliar el sueño. A pesar de que la segunda copa de Cardenal Mendoza lo había dejado grogui, apenas un par de horas después, su cabeza no dejaba de darle vueltas a la sinrazón del viaje, convencido de la inutilidad del gesto que estaba teniendo hacia Marta.
Trasteó con los controles del asiento hasta lograr ponerlo en posición normal y pidió a la azafata de guardia un café bien cargado. A pesar de ser casi las cuatro de la madrugada, la rubia –una mujer hace tiempo resultona, ahora entrada en años y carnes-, le sonrió como si fuera media mañana y le atendió con presteza.
Mientras bebía a pequeños sorbos el expreso amargo y caliente, Pintado repasó mentalmente la información que minutos antes de despegar había conseguido de Paco Real: Héctor Belloni estaba fichado por Interpol, aunque era un don nadie. Un pequeño traficante que había pasado un par de años a la sombra en una cárcel italiana antes de entrar en España con su pasaporte comunitario y perderse casi en el anonimato, aunque su nombre apareciera incluido en un par de informes relacionados con la trata de blancas en la costa del levante español. Había ejercido de reclutador de prostitutas procedentes de los antiguos países del este, y como corredor de servicios sexuales para políticos locales y empresarios de la zona. Al parecer había sido chico de los recados de uno de los empresarios implicados en el caso Malaya. Sin embargo sólo existían indicios de su complicidad en delitos mayores por lo que la justicia española no había tomado de momento acciones concretas contra él.
Era un pez pequeño en un estanque en el que peces mucho mayores nadaban en la podredumbre que corrompía la nación arruinada que había dejado Zapatero. Nada diferente a otros cientos de casos semejantes sepultados en los archivos de la policía española.
Semejante individuo no despertaba la compasión de Pintado, lo que le hacía todavía más difícil encontrar algún argumento a favor de lo que estaba haciendo, un viaje hacia ninguna parte, en la búsqueda de la nada. Fuera lo que fuera lo que le había ocurrido aquel cabrón no le importaba lo más mínimo, sólo la promesa que le había hecho a Marta para acudir en su ayuda justificaría unos minutos de su tiempo.
Aunque tiempo, en las actuales circunstancias, era lo que le sobraba a Pintado, infinitos paquetes de segundos, vacíos de contenido y propósito.
En Ezeiza le recibió un día gris y desapacible en la antesala del invierno porteño. Había llovido y la plataforma de salida de los pasajeros estaba mojada. Sacó del bolso de mano el chaquetón de marino que había traído en previsión y se embutió en él. Le conforto sentir el grueso cuello de la prenda protegiéndole del frío y la humedad. Decenas de taxistas andaban a la caza de clientes, algunos esperaban aburridos, apoyados a la puerta de los vehículos -viejos y reventados, poco más que lata pintada de negro y amarillo-, otros, con aire cansado, se acercaban a las personas que salían de la terminal y les ofrecían sus servicios. Pintado eludió la embestida de algunos de ellos y miró nervioso a su alrededor buscando a Marta. Ella no estaba allí, Tampoco le respondió a ninguna de las llamadas que le hizo en cuanto consiguió activar el móvil.
Esperó casi una hora, hasta que se convenció de que el retraso no tenía nada de normal. Confirmó con un taxista que no era un problema de atascos en la autopista General Paz o en la Ricchieri hacia Buenos Aires, así que abordó el taxi y le dictó la dirección de Marta en el barrio de Palermo.
Mientras el conductor lo acribillaba a las típicas preguntas de los taxistas porteños y le relataba su árbol genealógico, donde no faltaban ni gallegos ni italianos, Pintado, distraído, se entretuvo contando los palos borrachos, jacarandás y cedros que poblaban los arcenes de la autopista. El viento deshacía los despeluchados borlones de algodón y ensuciaba con la borra a la deriva los arbustos que delimitaban los laterales de la vía.
En poco más de media hora dejaron la autopista 25 de Mayo a la altura de la avenida de La Plata para embocar hacia Palermo. Conforme el taxi se adentraba en las calles porteñas, Pintado revivió las semanas que había pasado en aquella ciudad, años atrás. Nada había cambiado en aquella urbe europea empotrada al sur de Latinoamérica: las mismas obras interminables, los mismos baches, los mismos letreros en las casas y en las tiendas, los mismos colores en las fachadas, la misma sensación de ciudad inacabada y detenida en un tiempo indeterminado, un tiempo que sólo a ella le pertenecía y que paradójicamente hace de Buenos Aires una ciudad única e inmutable en el tiempo.
Recorrieron una zona de calles adoquinadas donde se mezclaban esbeltos condominios de nueva construcción, casas antiguas con fachadas estilo tudor y francés, restaurantes, bares de copas y edificios reconvertidos en hoteles boutique, con solares deshabitados y antiguos garajes y cocheras. El taxista le informó que esa parte del barrio había pasado a llamarse Palermo Hollywood, Pintado asintió reflexionando para sus adentros sobre la manía argentina por abandonar cualquier intento de identidad propia mientras hubiera a mano una foránea más llamativa.
El vehículo se detuvo frente a una vivienda en la calle Paraguay, un hotelito de dos plantas típico –casa chorizo las llaman allá- de la zona y que como sus vecinos reclamaba a gritos una mano de pintura. Llamó al timbre y escuchó el cascado sonido de la campana en algún lugar del interior. Se quedó mirando la puerta de madera labrada, el pesado llamador de latón ensuciado por el tiempo, el gastado número esmaltado en negro de la chapa pegada a la pared, e insistió durante un par de minutos hasta que se convenció de que nadie abriría aquella puerta. Escribió una nota en una tarjeta que deslizó con dificultad entre una de las ranuras de la gran mirilla circular.
Tomó los bártulos y recorrió un par de cuadras a pie hasta llegar a un pequeño hotel que había visto al llegar en el taxi. Un mozo con aspecto cansado le abrió la puerta sin tomar su equipaje y le señaló, sin mediar palabra, sólo con un leve movimiento de hombros y cabeza, la recepción del establecimiento. La entrada era coqueta, amueblada en un estilo minimalista que le gustó. Pidió habitación para un par de noches y el mozo -súbitamente de regreso del hiperespacio- le condujo servilmente hasta ella. Atravesaron un patio interior ocupado por unos pequeños veladores que de noche –pensó Pintado- servirían como mesas del restaurante. Salpicados aquí y allá habían dispuesto macetones de terracota con plantas trepadoras que le conferían al lugar un aire melancólico, de otro tiempo, de cuando aquella casa acogía a familias de emigrantes europeos. El suelo de barro esmaltado había sido restaurado y el decorador había colocado en una esquina una fuente de mármol estilo italiano que ahora estaba seca y silenciosa. De la boca de un león surgía un caño de cobre sulfatado. En un rincón, echado con la cabeza sobre sus patas, un labrador contemplaba la escena, curioso. Sus ojos ámbar y el pelaje eran del mismo color que los de Argos, Pintado no pudo reprimir el estremecimiento que aquello le produjo.
Una vez en la habitación deshizo el equipaje y se tendió sobre la cama, agotado. Se quedó dormido durante un par de horas para despertar con una sensación de infinito cansancio y de inutilidad. Miró su móvil y tras intentar de nuevo conectar con Marta, sin éxito, comprobó que no tenía ningún mensaje.
Empezó a sospechar que había llegado demasiado tarde a la fiesta. Eso le produjo una extraña comezón, una mezcla de ansiedad y expectación. Aunque sabía que nadie le culparía si decidía largarse y dejar las cosas como estaban, sin embargo también era consciente de que cuando empezaba algo no lo dejaba hasta terminarlo de una u otra manera.
Sólo que ahora estaba en un lugar desconocido, donde sus habilidades eran tan útiles como las de un pescador en el desierto, donde nada era familiar, donde cada vez que abriera la boca quedaría en evidencia. Y ni siquiera sabía por dónde empezar.
Puestas las cosas así no le quedaba otra que actuar con la única lógica que admitía el caso, y por eso decidió darse una vuelta por la calle y preguntar a los vecinos. Recorrió, casa por casa, cada una de las viviendas de la cuadra. En ninguna de ellas le pudieron dar razón de la pareja. Hubo quien reconoció conocer de vista al hombre joven que compartía la casa con una gallega mayor que él, pero nada más. Allá, nadie metía las narices en la vida del vecino, todos tenían una vida lo suficientemente complicada como para interesarse por asuntos ajenos. Los años de la dictadura habían enseñado a los porteños a no sacar las narices puertas afuera de sus casas.
Hambriento, y cansado del inútil periplo, Pintado entró en un restaurante una cuadra más abajo. El local –llamado “La catedral del Polo”- hacía esquina y al fondo tenía una pequeña barra, delante de la cual esperaban pacientemente los camareros. Las paredes del establecimiento estaban decoradas con grandes fotos de escenas del juego de polo, y de útiles y objetos deportivos con la misma temática. Una camarera se acercó, Pintado pidió ensalada y pasta. Luego de entregar la nota con la comanda en la barra, la mujer -una joven de unos treinta años con un pelo negro lustroso y rizado, largo por la cintura, con una tez olivácea cuyo brillo resaltaba con el negro de la camisa y el mandil largo y ajustado desde la cintura a los tobillos- se acercó a Pintado con  evidente interés por iniciar una conversación que la entretuviera del tedio.
-¿Estás de paseo?... ¿Gallego?
Las dos preguntas favoritas de los porteños a los forasteros.
-Yo no… Bueno sí, podría decir que sí… -Respondió Pintado con aire ausente, sin demasiado interés por mantener una conversación.
-¿De dónde eres, de Madrid o de Barcelona? –Insistió la joven con la persistente perspicacia con que los argentinos asaltan a los visitantes de la madre patria.
-De ninguna de las dos, soy de Murcia. –Dijo Pintado casi cabreado, mirando a los ojos de la chica con cara de evidentes pocos amigos.
-¿Murcia? No he oído hablar de esa ciudad, yo tengo un hermano trabajando en Barcelona. Yo nunca he ido a España, pero me gustaría. -Replicó ella sin amedrentarse por un cliente con tan pocas ganas de pegar la hebra.
-Ya. Oye, me gustaría comer algo. ¿Crees que será posible?
-Sos bruscos los gallegos. ¿Eh…? –Respondió entregándole el menú.
Pintado leyó en silencio la relación de platos y con parsimonia señaló sobre la carta una ensalada y capelletti con salsa de nata y hongos.  
-La pucha, parecés que se te ha comido la lengua el gato. –Dijo ella sin dejarse llevar por el desaliento.
-Bueno, problemas de la tierra, qué le vamos a hacer… Los gallegos somos así. ¿Puedes traerme una cerveza mientras espero…? Por favor, que esté muy fría.
La chica se alejó de Pintado para llevar la nota a la cocina. Luego le llevó la cerveza y se quedó mirándolo desde la barra con curiosidad. Pasados unos minutos pareció pensar que más valía una buena propina que otra cosa y volvió a la carga.
-Me llamo Verónica, soy medio francesa, medio libanesa y cien por cien argentina. –Indicó la mujer sin apartarse ni un minuto de la mesa que había decidido acosar con insistencia de pirata inglés.
-Ya veo, el resultado es perfecto. Mi nombre es Ginés. Ginés Pintado… -Acabó reconociendo el español, dando su brazo a torcer.
-Jajaja… Como Bond… -rió la camarera-. Encantada. Espera y te traigo tu pedido, me están llamando de la cocina.
La mesera se retiró y volvió al cabo de unos minutos con una enorme bandeja en la que trasportaba una fuente con la ensalada y un humeante plato con la pasta.
-¿Querés vino? El de acá es fantástico.
-Un Malbec. El Saint Feliciene de allá estará bien. –Respondió Pintado señalando a una de las botellas sobre el mostrador con el dedo.
La chica se retiró y volvió con la botella y un descorchador. Mientra abría la botella siguió preguntando con el mismo afán con que un periodista de sucesos hace una entrevista:
-¿Has estado antes en Buenos Aires?
-Hace ya unos pocos años…
-¿Y te gustó? –Preguntó ella sin meter la lengua en paladar.
-Bueno… Sí, claro, no estuvo mal.
-Cuesta trabajo conversar con los gallegos, sois muy reservados… Conozco a una que viene por acá a morfar y le pasa lo mismo… -Dijo ella mientras servía el vino en una copa.
Mientras paladeaba el primer trago de vino Pintado se dio cuenta que sólo había preguntado por Marta en las casas de vecinos, no se le había ocurrido hacerlo en los establecimientos públicos. No perdía nada por preguntar a la locuaz camarera. La chica que se había apartado de nuevo hasta el rincón acudió con presteza a la llamada del español.
-Por casualidad ¿No conocerás a Marta García?
Pintado vio como la chica arqueaba imperceptiblemente las cejas y su cara empalidecía. Aunque ella intentó dar un paso atrás él la cogió por el codo y la atrajo hasta la mesa. El silencio del hombre, su mirada intensa y la mínima presión en el brazo hicieron el resto.
-¿Conocés a Marta? –Preguntó ella afectada por la situación.
-Me parece que hablamos de la misma. De hecho he venido a encontrarme con ella. Pero no estaba en casa. ¿Sabes dónde puede estar?
-Yo… -pareció dudar la mujer-. No. Sólo la conozco de acá, me la presentó Héctor… Su hombre... De vez en cuando vienen, se toman unos vinos, pero nada más… -Explicó en un intento de quedar al margen y zafarse de la presión de Pintado.
-Ya, y yo te creo…
-No, de verdad, sólo es una conocida…
-Algo en tu voz hace que no me crea nada de lo que estás contando… Por favor necesito verla. Puede ser una cuestión de vida o muerte…
-No puedo ayudarte –los ojos de la camarera expresaban temor, evidentemente sentía miedo de algo-. Sólo la conozco del restaurante, nada más, de verdad… -Se excusó, se zafó y se alejó dando por concluida la conversación.
Pintado la vio desaparecer tras la barra y dejó pasar unos minutos. Harto de contar los capelletti llamó a otro mozo que había sustituido a la chica y pidió un expresso. Verónica no volvió, así que Ginés pagó y abandonó el local.
Su instinto le decía que aquella mujer no le había dicho la verdad. Decidió esperarla en la calle hasta que saliera y continuar la conversación que ella había roto abruptamente. Era la única posibilidad que tenía de averiguar el paradero de Marta. Anduvo cuadra arriba y esperó oculto tras el tronco de uno de los plátanos que adornaban el boulevard. Una hora después Verónica salió del local y caminó calle abajo hasta cortar a la avenida de Santa Fe, a esa hora colapsada por el tráfico vespertino. Pintado la siguió varias cuadras hasta las proximidades de Plaza Italia donde ella se detuvo junto a una parada de autobús e hizo cola. El hombre esperó tras una esquina hasta que la camarera subió al vetusto vehiculo, ruidoso y atestado de gente.
Verónica no lo vio llegar y no pudo evitar que Pintado se plantara a su lado y la sujetara de nuevo por el codo. Lo miró muy asustada, sin embargo no pidió ayuda y dejó que el hombre se acomodara a su lado.
-No temas, no quiero hacerte ningún daño, pero necesito dar con el paradero de Marta.
-Gallego, te he dicho que apenas la conozco, si no está en su casa, yo no puedo ayudarte a encontrarla…
-No te creo. Cuéntame otra. De verdad necesito encontrarla, soy su exmarido…
-¿Tú eres el policía?
-¿No decías que no la conocías?
-Verás… Yo no quiero meterme en líos. Tengo una hijita, mi bebé sólo depende de mí, por favor…
-No te pasará nada. Sólo ayúdame a encontrarla.
Pintado la miró directamente a los ojos y se vio reflejado en sus hermosos ojos. Ella transpiraba sobre el labio superior, pequeñas gotas perlaban su piel, y el labio inferior temblaba imperceptiblemente. Estaba bajo una enorme tensión, debatiendo en su interior como proceder. Pintado esperó sin decir palabra.
-De acuerdo… -Contestó ella rompiendo el silencio.
Verónica le explicó que Héctor utilizaba el restaurante, como otros muchos de la zona, para pasar algo de droga. Trapicheo al servicio de actores y gente de la farándula que trabajaba en las productoras de cine y televisión que poblaban Palermo Hollywood. La camarera se limitaba a recibir los encargos y a facilitar a los clientes la mercancía que Héctor le llevaba. Algo muy conveniente para consumidores y para el camello que de esa forma no se exponía más de lo necesario. A cambio recibía una pequeña comisión que le servía para ir tirando y pagar el alquiler de un pequeño apartamento en uno de los barrios de trabajadores de la capital. Marta ocasionalmente servía el pedido cuando Héctor no estaba.
-¿Sabes quién le suministra a Héctor?
-¿Sos boludo? ¿Vos creés que si yo supiera eso me dedicaría a servir mesas?
-Tendrás al menos una idea.
-Mira, sólo sé que la gente para la que trabaja Héctor tiene mucha plata, gente que vive en algún lugar de Olivos, nada más. Si quieres saber algo más tendrás que encontrar a Marta o a Héctor. Seguro que ella está donde esté ese sinvergüenza…
-¿Sinvergüenza?
-No me lo has preguntado, y yo no sé que habrás hablado con tu exmujer, pero lo que Héctor le hace a ella no está bien.
-Se más explícita, dime qué pasa…
-Cuanto tiempo hace qué no la ves…
-Bastante. Al menos seis años…
-Entonces probablemente no sepas en lo que se ha convertido ella… Igual prefieres dejar esto ahora. Lo que vas a encontrar no creo que te vaya a gustar…
-Suéltalo de una vez, por favor…
-Mira, ella… Está enganchada a la cocaína… Y además por Héctor hace cualquier cosa…
-¿Cualquier cosa? ¿A qué te refieres?
-Héctor, también, es un proxeneta de tres al cuarto y… Marta es una de sus putas.

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