SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


miércoles, 18 de abril de 2012

ANCHORENA CLUB

4                ANCHORENA CLUB

"El infierno y el paraíso me parecen desproporcionados.
Los actos de los hombres no merecen tanto."

Jorge Luis Borges



Landini lo llamó al teléfono de la habitación del hotel apenas amaneció. La cabeza le dolía terriblemente, como siempre que bebía una copa de más, y la pasada noche habían sido varias de más. Al terminar la cena con Pilar, de regreso, solo, no había podido resistirse y se había quedado pegado a la barra del bar de copas más próximo a la puerta del hotel. Manhattan Transfer se llamaba el antro. La barra atendida por una belleza paraguaya de senos operados y boquita pintada y traicionera le atrajo como un imán. Despachó cinco whiskys a palo seco en un par de horas y acabó confesando amor eterno a la morocha que una vez cerró caja hizo mutis por el foro y desapareció.
Quedaron en el gabinete del argentino, una dirección del microcentro porteño, cerca de Corrientes, un par de horas después. Landini le advirtió que llegara puntual y que tuviera en cuenta el embotellamiento de primera hora. Pintado quiso hacerle caso.
Ginés tomó un taxi después de comprar una docena de medias lunas de manteca en una confitería que le recomendó el recepcionista del hotel. Al ir a pagar encontró en su cartera una servilleta de papel en el que una tal Larissa había anotado su número de móvil. Se acordó de lo que había sucedido demasiado tarde, lástima de borrachera inútil, lástima no haber recordado, tras la cuarta copa, que la camarera, a la segunda después del tercer cuento, le dijo al oído que se le parecía a Sabina -aunque con un poco más de peso-, y finalmente le había dicho sí. Arrugó el papel y lo tiró al suelo con rabia. Lástima de oportunidad perdida. 
La oficina estaba en un cuarto piso.  El vetusto ascensor de época estaba averiado y por el color del cartel que lo anunciaba debía de estarlo desde la época del Directorio Militar de Galtieri. Tuvo que subir por las escaleras. Contó cien escalones de madera carcomida y sucia, desgastados por años de uso, y cincuenta metros de pasamanos de hierro fundido, pulidos por el roce y el sudor de mil manos.
El pasillo olía a humanidad cansada, a humedad podrida, a humo de cigarrillos clandestinos. Lo recorrió buscando la guarida del detective. Un rótulo pintado en negro en el cristal esmerilado de una puerta anunciaba escuetamente “M.D.Landini, investigaciones”. Llamó con los nudillos y sin esperar respuesta entró.
Miguel Landini lo esperaba sentado en una vetusta butaca basculante, tras un viejo escritorio que parecía sacado de una oficina bancaria de los años cuarenta. La mesa estaba llena de libros y papeles en completo desorden y de periódicos en diferentes estados de descomposición. Tras él, sobre un hornillo eléctrico, había una muy usada cafetera italiana y varias tazas apiladas, cada cual de su padre y de su madre.
No se levantó, apenas apartó la mirada del libro que leía –“La estrategia del erizo”-, con un gesto le señaló la silla que Pintado tenía delante. Ginés se sentó y esperó en silencio hasta que Landini dejó el libro para dirigirle la palabra. Sentía curiosidad por saber que tipo de hombre tenía enfrente. Desde luego los calificativos “raro y singular”, como lo había llamado Pilar Soria, entraban en la definición del personaje. Habría que comprobar la legitimidad de los restantes.
-Llega usted tarde, Pintado. Le dije un par de horas. Sin embargo ha tardado tres.
-Encantado señor Landini, yo también me alegro de conocerlo. –Dijo Ginés con ironía.
-Mire, he accedido a ayudarle porque me lo ha pedido la señora Soria. No necesito perder mi tiempo con nadie que no lo respete…
-El tráfico estaba infernal, no he podido llegar antes. A mí también me gusta la puntualidad. –Explicó Pintado, disculpándose.
-Se lo advertí. ¿Por qué cree usted que le facilité información sobre el tráfico? ¿Cree que soy de la Dirección de Tráfico?
-Me parece que lo dejamos aquí. –Dijo Pintado levantándose airado, dispuesto a marcharse de la habitación.
Landini no pestañeó, se acarició la larga cabellera blanca y ajustó los lentes sobre su nariz. Sonrió al español con condescendencia. Sus ojos no mostraban enojo, sólo comprensión y disculpa antes la vehemencia del hombre más joven. Esperó a que Pintado llegara a la puerta antes de replicar.
-Haga lo que le plazca, me parece que no le conviene marcharse. Por lo que me ha contado Pilar necesita ayuda.
Pintado se dio la vuelta con la mano todavía en el pomo de la cerradura y miró fijamente a los ojos a su interlocutor. Sin mediar palabra ambos parecieron entenderse. Landini le hizo un gesto explícito con la mano, señalando un par de sillones de cuero viejo y cuarteado que había junto a un amplio ventanal que daba a la fachada. La suciedad exterior del vidrio tamizaba la luz del sol que entraba por el ventanal. A la luz del día miles de partículas de polvo flotaban suspendidas en el aire, circulando a cámara lenta y danzando con una armonía parsimoniosa y milenaria, haciendo que el ambiente se asemejara el de una vieja cueva donde hibernara un oso. Mientras Pintado se acomodaba buceando en aquel océano proceloso, Landini se acercó y abrió la cafetera, llenó una cucharada con café que había en un frasco de cristal, lo prensó en el filtro parsimoniosamente y la apretó entre sus manos, girando el cuerpo para cerrarla. Encendió el hornillo y se giró hacía Ginés.
-Pintado, ¿por qué, mientras esperamos que se haga el café, no me cuenta lo que sabe…?

Un par de horas, y tres cafeteras después, Landini sabía tanto del caso como Pintado y había hecho todas las preguntas de rigor.
Sin darle ninguna explicación Búfalo Bill dio la entrevista por terminada y lo invitó a salir de la oficina y acompañarlo caminando hasta la Plaza San Martín. Recorrieron la calle Florida de extremo a extremo, hasta alcanzar la cuadra entre Córdoba y Paraguay. Se detuvieron delante de un viejo edificio, el viejo detective le pidió que esperara enfrente, junto a una galería comercial, y se perdió dentro. Reapareció diez minutos después. Aunque su rostro mostraba una cierta satisfacción no desveló nada de su gestión. Prosiguieron calle abajo hasta llegar a Santa Fe, cerca del hotel Marriott.
-¿Conoce el monumento a los caídos en Malvinas? -Preguntó Landini.
-No ¿Por qué?
-Venga, le mostraré algo.
Bajaron las escaleras que conducen desde el monumento al general San Martín hasta el cenotafio y se acercaron hasta el curioso conjunto de color rojo adobe. Pasaron por delante del soldado ataviado con uniforme de época y se sentaron en el hemiciclo. Landini se santiguó y pasó su dedo delante de una parte de la inscripción. Pintado observó que recorrían las letras del nombre de uno de los soldados muertos. Eugenio Díaz.
-Le he traído aquí, quería enseñarle este monumento a la estupidez humana. Me ayuda a pensar, me da una razón para vivir. Mi único hermano yace aquí, murió en aquel lugar desolado por la culpa de otros que decidieron desde los despachos. Mi único hermano… por la arrogancia, por el falso orgullo, por la prepotencia. Él y otros 649 argentinos. Yo me libré, aunque me tocaba cumplir el servicio con él, me zafé yéndome a vivir unos años a España. No dejo de pensar que si no lo hubiera hecho él no estaría muerto, yo habría cuidado de él, como siempre hacía… Desde entonces mi vida no tiene demasiado valor. Cuando Pilar me ha dicho que era una cuestión de vida o muerte he decidido ayudarlo, no porque me importe su historia lo más mínimo, ni por joder a esos putos que andan ensuciando a nuestros jóvenes con las drogas, lo voy a hacer porque me lo ha pedido una amiga. Y antes de empezar quería que lo tuviera usted claro…
Pintado no entendía muy bien el alegato, ni las razones, ni porqué su hermano se apellidaba Díaz y él Landini. Se aguantó las ganas de preguntar y se quedó mirando como la fría brisa de la mañana revolvía el cabello blanco y sedoso de su nuevo y circunstancial compañero de aventuras, mientras el ruido del tráfico en la Avenida del Libertador amortiguaba los sonidos de las aves que revoloteaban entre los enormes gomeros del parque.
Enfrente el reloj de la Torre de los Ingleses anunció la proximidad del mediodía. De la cercana estación de retiro se acercaban centenares de personas procedentes de los trenes que habían vomitado su carga de pasajeros desde el extrarradio porteño amenazando cruzar el semáforo en dirección hacia ellos. Pintado miró a Landini, pero este ni se inmutó. Así que esperó pacientemente hasta que decidió levantarse e iniciar camino de regreso por donde habían venido. Búfalo Bill siguió instalado en su reserva hasta llegar a la puerta de la oficina.
-Pintado, por hoy lo dejamos. Déjeme hacer un par de llamadas y comprobar una corazonada. Lo llamo mañana temprano, como hoy. Aproveche y dese un paseo por Buenos Aires, disfrute un poco de la vida…
-Pero… -Protestó Pintado, disconforme.
-Hágame caso. Sé que el tiempo es oro, pero de nada nos sirve precipitarnos sin saber en que dirección buscar. Mañana, se lo prometo, le diré que hacer. Confíe en mí…
-De acuerdo. Espero su llamada. –Respondió Pintado, aunque Landini sin esperar ya había iniciado la retirada y subía a su oficina por las escaleras del fondo.

Descansó en su habitación por la tarde y al caer la noche se pasó por La Catedral del Polo buscando a Verónica. La chica había faltado todo el día al trabajo sin dar explicaciones. Esperando indagar algo más, había cenado algo rápido y pegado la hebra con el mesero que le tocó en suerte. Lo único que averiguó fue que antes de trabajar en aquel restaurante la morocha había trabajado en un local de la calle Anchorena en alguna de las cuadras –no recordaba cual- entre Córdoba y Santa Fe. Tampoco sabía el nombre, sólo que le sonaba a algo parecido a “Escúlpelo”. Por lo que había entendido ocupaba, junto a otros locales del mismo dueño, un edificio entero , aquello excitó la curiosidad del español.
Tomó un taxi que lo dejó en Anchorena con Santa Fe y recorrió a pie la calle en dirección a Córdoba. Al llegar a la segunda cuadra se tropezó con un cartel anunciando un restaurante llamado “Escrúpulos”. Ocupaba la planta baja de un edificio de cinco alturas, el sitio parecía un hotel y no ocultaba el uso al que estaba destinado. El restaurante formaba parte de un complejo de ocio denominado “Anchorena Club”. Era un lugar como La Datilera de Sevilla, un club de swingers aunque este estaba en el centro de la ciudad, y aparentemente tenía mucho más estilo.
Pintado no pudo dejar de pensar en cómo se repetían las historias, sin quererlo, sin buscarlo, el destino lo conducía en una misma dirección. Sin embargo esta vez no estaba protegido por la autoridad investida, estaba solo y a merced de la prosaica realidad, y de momento no tenía alternativas.
La puerta estaba protegida por un matón de dos metros de altura y uno y medio de ancho, embutido en un elegante traje negro. Le franqueó la entrada tan pronto escuchó el acento del español, satisfecho de su aspecto y dando por descontado la solvencia del visitante.
Una antesala protegía la entrada real de miradas indiscretas, una tenue luz iluminaba la estancia decorada con pesados cortinajes, un gran espejo florentino y un par de sillones de época a juego. Sólo faltaba Casanova para darle la bienvenida. En su lugar una elegante mujer –una rubia vestida como el portero de riguroso luto y escote generoso y explícito- se la dio. Le pidió un documento que lo identificara, tomó sus datos y rellenó la ficha electrónica en su portátil, el español tuvo la precaución de darle una dirección falsa y le facilitó la del Hotel Alvear. La rubia le miró y con una sugerente sonrisa le guiñó un ojo, cobró la tasa de entrada, le retiró el teléfono móvil en previsión del uso de la cámara, y le entregó unas sencillas instrucciones con las reglas a seguir en el local. Tras leérselas le advirtió amablemente, sin quitar la sonrisa de la boca, que en caso de incumplimiento sus compañeros le invitarían a abandonar las instalaciones. Acto seguido le abrió la puerta frontal y le permitió la entrada al recinto.
Una vez dentro lo recibió otra chica vestida como la anterior, se autodefinió como coordinadora poniendo énfasis en cada una de las sílabas, con ese tono medio chillón, medio arrullador de las argentinas, y le informó que su misión era acompañarlo previamente a hacer una visita por todo el local. Pintado le mintió y le dijo que ya lo conocía, así que tras despedirse la dejó camino de la barra donde lo atendió un émulo de Tom Cruise. Dudó que pedir, y se decidió por un Macallan 12 años a palo seco. Pagó la barbaridad que le exigieron y se dio la vuelta para observar el local desde el resguardo del mostrador.
Todo el mundo que entraba era recibido como él, en la entrada, por alguien del grupo mixto de coordinadores que hacía guardia frente a ella. La mayoría de la gente llegaba en pareja, menos hombres solos como él, y menos mujeres solas todavía. Los que aceptaban el ofrecimiento para el tour guiado entraban en el ascensor y ascendían a los diferentes niveles del edificio.
La luz reinante era muy tenue, minimizada por los tonos oscuros de muebles y adornos, sólo resaltaban algunos complementos de llamativo color rojo.
Alguien le tocó en la pierna, se dio la vuelta y miró a la pareja que tenía a su lado: de una edad indeterminada entra 30 y 40 años, ella atractiva, él barrigón. Le miraban con una sonrisa educada y expectante. Sobre todo la de ella. Los ignoró como indicaban las reglas que le habían dado y con el vaso de licor en la mano simplemente se alejó en dirección a las escaleras que circundaban el hueco del ascensor.
Fue ascendiendo niveles desde el primero donde estaba el restaurante que dejó de paso, la disco de la segunda, y deambuló por los pasillos de los restantes curioseando, sin entrar en las salas privadas que había a ambos lados.
Las piezas eran de lo más variopintas, pero tenían en común que ninguna tenía puertas. Estaban escuetamente amuebladas: plataformas mullidas forradas de símil piel a modo de camas, divanes, sofás… En todas había una mínima luz que parecía salir del encuentro de paredes con techo. Las escenas que encontró eran parecidas en todas: parejas que hacían el amor o se tocaban, y mirones que esperaban a participar o sólo mirar, gemidos incontenidos, gritos contenidos, manos sudorosas, cuerpos brillantes, ropa abandonada en algún lugar. Unos entraban, y otros salían, como la estación de un suburbano cualquiera, tranvías ahítos de deseo, caras encendidas en sangre, torsos lívidos, fluidos… En el aire flotaba un olor dulzón y penetrante, pegajoso, a veces reseco.
Abandonó una sala antes de entrar, la ocupaba una mujer joven que parecía golpear su rostro contra la pared. Junto a la puerta había un letrero que decía: Glory Hole. Salió por piernas cuando entendió el ritual que se practicaba allí.
Subió al último nivel y acabó en la piscina ubicada en la terraza donde escualos salidos de las húmedas fantasías de Playboy nadaban en el estanque de la noche porteña. Con la respiración entrecortada se sentó en el único lugar libre de la barra y esperó hasta que se le acercó la atractiva camarera que la atendía. Miró su reloj, ya eran las diez. Pidió otro Macallan 12 y se dedicó a mirar mientras dejaba que pasara el tiempo.

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