SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


jueves, 5 de abril de 2012

SIEMPRE HAY QUE ESPERAR AL FINAL

0                SIEMPRE HAY QUE ESPERAR AL FINAL

Solón, un ateniense muy sabio, visitó un día a Creso el rey de Lidia y por aquél entonces considerado el hombre más rico de su tiempo. Creso preguntó a Solón si le consideraba el hombre más feliz del mundo. Sin dejarse impresionar por sus riquezas Solón le dijo que eso no se podría saber hasta su muerte ya que la vida da muchas vueltas y para poder estar seguros habría que esperar hasta el final. “(...) es preciso considerar el final de todo asunto (...)”
Solón a Creso. Heródoto.





Pintado cerró tras de sí la puerta de la habitación y recorrió el pasillo con cuidado de que sus pasos no resonaran en el túnel vacío.
Había llegado a Iquitos el día anterior. El aterrizaje del renqueante bimotor le había estropeado el nauseabundo desayuno que había trasegado a las prisas en el infecto hotel de Pucallpa donde había pernoctado. La humedad exterior, tan pronto había abandonado el refugio climatizado de la terminal, le golpeó el pecho haciéndole sentir que ingería con cada respiración una cucharada de un pestilente blandiglú. Mientras esperaba el viejo autobús que debía llevarlo hasta el centro de la ciudad procuró que el británico no se percatara de que seguía sus pasos, aunque lo había mirado con disgusto varias veces -eran los dos únicos con pinta de occidentales en aquel desvencijado aeroplano-, finalmente lo había ignorado.
El gringo dejó la recepción y salió a la Plaza de Armas. Miró a ambos lados de la calle, cuando comprobó que nadie parecía seguirlo se dirigió a pie a su izquierda caminó del río.  Pintado esperó unos segundos, rechazó con un gesto brusco la persistente invitación del conductor del motocarro estacionado fuera y encendió un cigarrillo con desgana. Cuando vio que el británico torcía la esquina una cuadra más allá, el español aligeró el paso y echó a caminar tras él.
Todavía no sabía que hacía allí, persiguiendo en aquel lejano rincón del planeta al único hombre que podía llevarle de nuevo hasta Elena Carrión: Elena, su particular Moriarty, la desalmada hembra que había convertido su vida en un infierno… Recordó cuando la conoció, en realidad que creyó conocerla, porque ella y Soledad lo habían confundido cuando intercambiaron sus personajes… Pero aquello era agua pasada.
Elena era su cisne negro, eso que, hasta que te ocurre, es imprevisible, pero que a toro pasado tiene todo el sentido, por eso debiera haberla visto venir. Ella le había jodido la vida. Había logrado escapar y gracias a eso había tenido que dejar la policía… Sevilla, ahora, era un lugar lejano, en el espacio y en el tiempo, un lugar en el que la gloria encumbró al ahora ex inspector de la brigada judicial, un lugar donde toda la mierda de aquel caso le había caído encima. Cinco años era demasiado tiempo para pensar que alguna vez recuperaría su vida, su ordenada y rutinaria vida. Su prometedora carrera yacía olvidada en el mismo cajón en el que estaba el legajo del puñetero caso, en el archivo del Juez Talavera, con una etiqueta bien visible que decía caso sin resolver… La siniestra ristra de cadáveres era demasiado extensa para no haber podido atrapar a los asesinos, para no haber desmontado la trama que había visto la luz aquel maldito jueves santo. Los dos hermanos Arangoa, Macarena Spencer -la sobrina de ambos-, Chacho Manrique - el torero-, la maldita Germaine y Soledad de Guzmán… Y los secundarios, cuyos nombres casi había olvidado… Y María, la última secuela de aquel maldito caso, que ahora andaría en Goteborg disfrutando de su maldito año sabático en compañía de no sabía muy bien quien. 
Y ahora, por fin, había encontrado su pista. Había seguido a aquel jodido buscavidas británico al que apodaban el gringo, Sean Stewart, desde que dio con él en aquel tugurio de Buenos Aires.
Stewart conversaba junto a la balaustrada con un lugareño que tenía los inconfundibles rasgos de los guaraníes, ambos miraban en dirección a la ribera del río. El disco radiante del sol se ponía más allá del Amazonas en algún lugar de la selva, arrojando sobre el verde esmeralda de la jungla chorros de luz púrpura, cobalto y ocre, haciendo que los arreboles flotaran sobre el oro que se derretía lentamente a lo lejos… La brisa húmeda, por el río, refrescaba el ambiente agobiante, aunque traía prendido un desagradable aroma a vegetación descompuesta y a detritus de humanidad.
Tras el indio, esperaban en silencio dos muchachitas –de la misma etnia guaraní-, que a pesar de tener apenas catorce años iban vestidas como dos experimentadas meretrices. Las chicas miraban al suelo y de vez en cuando giraban sus cabezas en dirección al proxeneta, pareciendo responder a sus indicaciones.
El gringo asintió con la cabeza y apartó varios billetes del fajo que había aparecido casi por arte de magia en su mano. Los tendió al lugareño y las muchachas, quienes como activadas por un resorte se acercaron y lo abrazaron por la cintura. El occidental se estiró la guayabera y encogió la barriga, miró a su alrededor como si le importara guardar las apariencias y satisfecho al comprobar que nadie parecía fijarse en él, palmeó el trasero de las chicas y afectado como un pavo desanduvo sus pasos en dirección al hotel.
Pintado se había ocultado tras el tronco de un frondoso castaño de indias y hacía como que contemplaba las aguas del Napo al ir al encuentro del Amazonas, un chico pidiendo algo para comer estuvo a punto de costarle un disgusto y descubrir su posición.
Dudó si entrar en la habitación de Stewart y esponjar su cara a base de hostias, hasta sacarle el paradero de Elena, pero el jodido cabrón era demasiado grande y experimentado para él. No lo haría sin la ventaja de la sorpresa, algo casi imposible en un espacio tan reducido. Decidió esperar fuera. Se apostó en el pasillo de recepción, medio oculto tras un macetón, y se entretuvo ojeando un desgastado diario atrasado hasta que el sentido común le indicó que aquel degenerado pasaría toda la noche en su guarida, entretenido entre las piernas de las dos nativas. Estaba muy cansado y además sería demasiado evidente si se quedaba allí, hecho un pasmarote, el resto del tiempo. Se arriesgó y se retiró a su habitación, pero antes entregó una generosa propina al encargado de la recepción para que lo avisara, en el caso de que el británico decidiera abandonar el hotel antes de que volviera a sentirse humano.
Apenas durmió un par de horas, el resto del tiempo lo pasó en un duermevela interminable bajo la humedad sofocante del cuarto y el ruido impenitente del viejo aparato de aire acondicionado que era ofrecido como el súmmum del confort en aquellas latitudes. Al amanecer se tiró de la cama y se duchó bajo un asqueroso chorro de agua, sucia como el chocolate. Salió de nuevo a su posición de oteo y esperó con impaciencia hasta que vio aparecer al gringo por la recargada arcada de recepción. Este se había cambiado la indumentaria del día anterior por una sahariana anticuada, pero práctica, y se había equipado con unas viejas botas de cuero ensebado que por su aspecto debían haber dado al menos un par de vueltas al mundo.
Pintado no estaba convenientemente equipado, y no tenía tiempo de hacerlo,  había cruzado el Perú del sur al norte como para que ahora el gringo le diera esquinazo de aquella manera. Sólo tenía a mano su pequeña mochila de viaje, donde llevaba el pasaporte, el dinero y el regalito que le había hecho el Comandante Cardón, tendría que ser suficiente.
Cuando abandonó el hotel, el motocarro con el británico dentro corría calle abajo mezclado entre el tráfico, camino del malecón. Pintado apenas tuvo tiempo de lanzarse de cabeza al primer vehículo que le asaltó y, con un billete en la mano, pedirle al conductor que lo siguiera. La persecución por las bacheadas calles llegó a su fin después de estar a punto de volcar un par de veces y de casi atropellar varias más a los aguerridos habitantes de la ciudad de las visitadoras.
Al llegar al muelle empezó llover con desesperación, el agua golpeaba con furia contra el tejado de chapa y extendía una capa velada que impedía ver más allá del siguiente edificio. Pronto la ribera empezó a volcar hacía el río un torrente de lodo y residuos de toda clase. Una gotera le puso empapado cuando el plástico que la tapaba se anegó de agua y le desembolsó encima un cubo de un líquido opalino y espumante.
Stewart esperaba en el embarcadero, bajo un techado de hojas de palma, a que escampara para abordar el deslizador que había alquilado. Gracias a la lluvia Pintado también tuvo tiempo de arreglar con otro fulano, que trajinaba junto a la palizada, la persecución río abajo.
Treinta minutos después seguía cayendo agua, pero la lluvia había disminuido lo suficiente para que el británico decidiera emprender la marcha.
Pintado no tuvo tiempo de buscar un chubasquero de plástico como había hecho el gringo, así que se resignó a su suerte y embarcó algunos minutos después para iniciar de nuevo la persecución.
El agua se le deslizaba por el cuello, introduciéndose por dentro de la ropa, corriendo por la espalda, haciéndole sentir incómodo. A los diez minutos estaba empapado, de pies a cabeza, como si se hubiera dado un baño con la ropa puesta.
El barquero –un mestizo de origen incierto-  lo miraba agarrado a la caña del fuera borda y sonreía extrañado por la extravagancia del español, al que consideraba un loco, aunque le había pagado a tocateja lo que él apenas ganaba en un par de semanas transportando mercancías desde las aldeas de la jungla hasta Iquitos. Pintado le había pedido que se confundiera entre el denso tráfico fluvial, así que mientras el piloto zigzagueaba en el río, como perseguido por el diablo, el español vigilaba la trazada de la embarcación que transportaba a Stewart a varios cientos de metros de distancia.
Al salir al curso principal del Amazonas, navegaron cinco millas por la margen izquierda, hasta llegar a la Refinería, y luego recorrieron casi diez millas río abajo en el centro del río, hasta encontrar un brazo que se separaba del cauce principal. Allí el tráfico era mínimo y Pintado pidió a su piloto que dejaran mayor distancia. Se pegaron a la orilla y dejaron que la otra lancha se alejara hasta casi perderla de vista, afortunadamente el mestizo tenía vista de lince y eso les permitió seguirlos a distancia sin ser descubiertos.
El río incrementaba su caudal incorporando el agua que la lluvia aportaba a los regatos ubicados en ambos márgenes, rápidamente el curso aumentó su velocidad, el bote avanzaba veloz sometido al vaivén de la corriente rebotada desde la orilla que tenían más cercana.
La embarcación del británico se detuvo junto a una palizada de troncos y Stewart echó pie a tierra con una agilidad impropia al tamaño de aquel cuerpo. El bote de Pintado se acercó a la orilla y se escondió entre la vegetación. Los mosquitos empezaron a zumbar a su alrededor tan pronto detectaron la sangre caliente de los dos bípedos. El indígena aplastó varios contra su correosa piel y se untó el cuello con una mezcla de grasa y ceniza que los amazónicos usan para protegerse de los insectos. Ofreció la lata al español y este, con disgusto, pero sabiendo que no le quedaba otro remedio, se frotó con el pestilente mejunje que enseguida hizo efecto.
Esperaron unos minutos y dejaron deslizar el esquife corriente abajo hasta una zona próxima a la palizada, aunque oculta a la vista de esta. El mestizo dejó a Pintado y le hizo un gesto que este interpretó de buena suerte. Desapareció río abajo con el mismo sigilo con el que había llegado hasta allí.
El español se hundió en el lodo hasta las rodillas y se acercó a la orilla intentando no pensar en lo que había bajo sus pies. De la cabaña salía el sonido de una música que Pintado conocía bien, la misma que Elena Carrión estaba escuchando la primera vez que la encontró: las notas metálicas del saxo de Stan Getz fluían ahora entre los árboles de la selva perdiéndose entre las plataneras que rodeaba el edificio de madera y palma. Un perro famélico se acercó hasta él y se le quedó mirando, como si esperara que le dieran algo de comer. Junto a la entrada, un perezoso descansaba abrazado al tronco de un árbol, con la fijación de un político profesional.
El ex policía, protegido de la vista por la vegetación circundante, rodeó la cabaña, en la trasera, junto a la plataforma abierta que hacía las veces de cocina, estaba Elena… Pero a su lado había otra persona que reconoció… Aunque, no podía ser ella, era imposible, su cuerpo había sido encontrado flotando en el río, aquella tarde de Junio que nunca olvidaríaLa exclusa, el Guadalquivir había trasladado su cuerpo, él había asistido a su entierro, era imposible… Sin embargo ella era indudablemente Macarena Spencer.
Una voz a su espalda lo sacó de su ensimismamiento, una voz y un cañón del nueve largo lacerándole la piel y separando la mochila de su espalda. Se volvió lentamente, Stewart le apuntaba haciéndole señas con el arma para que se dirigiera hacia el edificio de madera.
Obedeció en silencio con la convicción de que de no hacerlo su cuerpo flotaría río abajo hasta llegar a Brasil, mordisqueado primero por las pirañas que poblaban el río en esta zona y luego digerido en el estómago de un dorado o un surubí. Se acercó a las mujeres.
Elena no dejaba de mirarlo, le sonrió en la distancia y abrió sus brazos como si se sintiera satisfecha de acogerlo en su seno. A su lado Macarena sonreía enigmática. Sus ojos verdes parecían robarle el aliento, le hizo un extraño gesto con la mano, una mano donde faltaban un par de dedos.
Como si el encuentro hubiera estado esperando todo este tiempo, como si fuera parte del orden natural de las cosa, Elena Carrión le aclaró lo que había sucedido. Lo hizo con el mismo tono y mesura con el que un juez comunica su sentencia al condenado a muerte.
Cuando Pintado descubrió el pastel, urdieron el engaño. Hacía tiempo que Macarena había encontrado una doble perfecta, la habían mantenido enganchada a la cocaína hasta que les fue útil. Incorporar el suficiente material genético para que la autopsia fuera creíble no supuso demasiado esfuerzo, no para Elena que sabía a quién untar. A Macarena apenas le había costado un par de dedos de ambas manos…
A Pintado le costó algo más. Habían pasado cinco años, cinco años que estaban en la columna del debe: su segundo matrimonio roto, el vacío de María, la pérdida de la esperanza, todo eso le debía Elena Carrión a Pintado.
El gringo le dio un nuevo aviso en la espalda. Cuando Pintado se giró le golpeó en la sien con la culata de la automática. Apenas tuvo tiempo de sentir el fluido cálido deslizándose por su rostro mientras iniciaba la singladura por un mar oscuro y silencioso.

Sólo el zumbido que vibraba en su cabeza al despertar rompía el ominoso silencio que llenaba la choza, un intenso olor a especias saturaba el aire que respiraba con dificultad, anulando la capacidad de concentración de Pintado. Las dos mujeres lo contemplaban en silencio mientras esperaban que recuperara la consciencia, Stewart permanecía alerta sin fiarse del español. Ginés se acarició la sien y recordó la entrevista en el despacho de Macarena, cuando le había engañado completamente, como Elena... Y pensar que ambas habían causado la muerte no solo de Arangoa, sino de todos los que de una u otra forma habían participado de aquella loca carrera hacia la muerte... Y él en medio, engañado y decepcionado.... Pero nada de aquello tenía importancia ahora.
Fuera la lluvia arreció. La persistente humedad le impedía respirar, la ropa empapada se le pegaba como una segunda piel. Miró al poste de la entrada, donde el perezoso parecía observar, inmóvil como una estatua, aquella macabra representación de la que él era el protagonista principal...
El cielo se derrumbó sobre ellos con ímpetu, las gotas de lluvia rebotaban sobre el suelo ocre creando en el piso una suerte de viruela, pequeños volcanes en la superficie de tierra, recorrida por regatos de color chocolate en el que flotaban frutos, hojas, e insectos que huían de aquel diluvio desatado, en el que cada cual sobrevivía como podía.
Elena Carrión se acercó hasta él y le acarició, primero el rostro, y luego el cabello, lo tomo de los hombros y le susurró algo al oído. Pintado supo que le estaba dictando su sentencia. Él la miró, lo hizo con la certeza de que estaba viviendo sus últimos minutos, luego se apartó de ella buscando algo de espacio, y se giró en dirección a Macarena, la contempló largamente, buscando en sus ojos algo diferente a la gélida mirada verde que le había dedicado en su reencuentro, pero no encontró nada, apenas un muro de soledad y desesperación… Sólo la confirmación de la nada.
Se lanzó hacia su mochila mientras intentaba esquivar el impacto de los disparos de Stewart…

La policía de Iquitos envió un escueto informe a sus colegas españoles. El Comisario Bermúdez leyó el epílogo de la historia de su joven promesa: el policía que él había promocionado desde que ingresó a sus órdenes en Murcia había muerto en extrañas circunstancias en una perdida aldea de la Amazonía peruana. El informe forense apenas podía concluir a quien pertenecían los restos humanos esparcidos por la explosión, las llamas habían destruido casi todo con voracidad. Suponían que debía tratarse de Pintado y otras tres personas: un hombre que había sido identificado gracias al testimonio de dos prostitutas locales –un conocido traficante de armas y drogas- y dos mujeres desconocidas. El informe mencionaba que ambas tenían tatuado en la nalga derecha una pequeña flor de lis…
Y Bermúdez sonrió para sus adentros… Supo que a la postre Pintado lo había conseguido.

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