SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


domingo, 15 de abril de 2012

BANDONEON

3                BANDONEON

¡Loco, Loco, Loco!
Astor Piazzolla. Balada para un Loco.


RINCON EN PIERINO

Hizo el viaje de regreso en autobús, sonado, como un boxeador noqueado por un potente gancho de izquierda. La frase le pilló desprevenido, las palabras resonaban en su cabeza, negándose a abandonarla, chocando contra su cráneo como una polilla contra la luz, preguntándose una y otra vez por qué la mujer que un día amó era ahora una drogadicta entregada a un chulo sin escrúpulos… Una de sus putas.


Se bajó en algún lugar de Buenos Aires que no podía reconocer. La tarde llegaba a su fin y el crepúsculo avanzaba por los cielos porteños con la misma voracidad con la que las nubes grises y plomizas deglutían los mínimos retazos de turquesa del cielo. Todo a su alrededor era gris y sucio: las fachadas de las casas; las aceras; el asfalto roto y cuarteado, el agua estancada. Las pocas caras que había a su alrededor también eran grises. Se alejó en dirección al ocaso y caminó varias cuadras hasta darse cuenta que estaba en algún lugar cercano a la Boca, mal sitio para que le sorprendiera la noche, solo.
Paró un taxi que casi lo atropella, e hizo el trayecto en silencio, calibrando el significado de la información que había obtenido y comprendiendo que aquello pintaba muy mal.
El día siguiente repitió parte del guión del anterior, amplió el círculo de sus pesquisas en un radio de diez cuadras alrededor de la casa de Marta y repitió hasta parecer un disco rayado la historia del gallego que busca a su hermana desaparecida. El resultado fue el que se podía haber imaginado: nulo. En los restaurantes y garitos de la zona nadie le supo o quiso dar parte, ni de Marta, ni de Héctor. Tendría que esperar a la noche para preguntar en los bares de copas que durante la mañana estaban cerrados.
Su única opción era entrar en la vivienda forzando la puerta. Regresó al hotel, buscó en su equipaje el juego de ganzúas que siempre llevaba consigo y desanduvo el camino hasta la vivienda de Marta.
La cerradura apenas se resistió un par de minutos. Sintió el chasquido de los cilindros del mecanismo y giró la lanceta dentro del bombín hasta que aquella se abrió. Al entrar percibió inmediatamente un olor dulzón y pegajoso, a cerrado y a verduras en descomposición. El largo pasillo estaba pobremente iluminado por la luz del día que llegaba desde el fondo. Dejó sin abrir las puertas que flanqueaban el corredor y se dirigió directamente hacia donde le indicaba su olfato. La penúltima a su derecha estaba abierta, daba a una cocina desangelada, fría y carcomida como la superficie de la luna. Los azulejos que la alicataban fueron blancos, ahora estaban manchados por cagadas de insectos y sucios por los chorreones de grasa milenaria que recorrían su superficie. Patinados por restos de materia orgánica y humo de comida requemada. La mesa del centro, cubierta con un hule de cuadros, rasgado y avejentado, estaba repleta de platos con restos de comida, sobre ella un par de gatos miraban absortos la irrupción de Pintado.
El frigorífico, de la época de Evita, estaba abierto, de su interior salía, acrecentado, el olor que había notado a la entrada, la puerta del congelador estaba entornada y de sus fauces goteaban con cadencia parsimoniosa restos de los líquidos que días atrás eran hielo y alimentos.
 El suelo estaba lleno de desperdicios y objetos tirados que no habían aparecido por azar. Alguien había hecho zafarrancho a conciencia, como si la marabunta hubiera pasado por allí.
Recorrió el resto de la planta baja con el mismo resultado. La casa estaba patas arriba, la habían desmantelado buscando algo, que, o no habían encontrado, o había cabreado lo suficientemente a alguien para que se decidiera a devastarla.
Salió al patio, en un pequeño velador, al fondo, alguien había dejado un teléfono móvil. A su lado había también una cartera, un paquete de cigarrillos y un encendedor. Una butaca, de brazos, caída en el suelo era indicio de la violencia que allí se había desatado. La mesa estaba salpicada por rosetones de color oscuro y sucio, rascó la superficie con una uña y comprobó que tenía la textura de la sangre coagulada y seca. Tomó la cartera y reconoció la cara de Marta en la foto del carnet de conducir argentino que había en su interior. Era ella, todavía guapa, pero envejecida y con el rostro más abotargado que cuando vivían juntos.
Cogió el teléfono, estaba apagado. Intentó activarlo, sin éxito, se había quedado sin batería. Buscó donde conectarlo, encontró un cargador en el dormitorio principal, sobre la mesilla de noche. Cuando le pidió el pin introdujo la clave que hacía años ambos compartían en sus teléfonos. Por suerte funcionó.
Miró el registro de llamadas, identificó la suya a España, y cuando se actualizó, la ristra de llamadas entrantes que había realizado desde que llegó a Buenos Aires. Un teléfono se repetía, uno referenciado como Héctor.
Llamó, respondió una voz pregrabada en el contestador, masculina, con marcado acento porteño, el mensaje y el tono indicaban a las claras el carácter de su propietario. “Llamás a Hector. Ahora no puedo atenderte. Si querés algo, ya sabés, dejá tu maldito mensaje de una reputa vez y chau…”.
La inspección del resto de la vivienda no le desveló nada nuevo. La planta alta estaba vacía a excepción de unos pocos muebles que yacían olvidados en una habitación cerrada y llena de polvo, donde nadie había entrado en años. Justo cuando cerraba la puerta vio algo por el rabillo del ojo, un tenue rastro de pisadas en el suelo, apenas iluminado por la lámina de luz que se filtraba por una rendija en los batientes de una ventana, como un holograma láser. Las siguió. El rastro moría en un viejo armario de roble, un pesado mueble que debía tener al menos cien años en sus cuadernas. Abrió una de las puertas y al fondo, bajo un polvoriento montón de periódicos, había contenedor de plástico con cierre hermético que contenía decenas de bolsitas llenas, unas de pequeños comprimidos de color azul y rosa, y otras con una sustancia pulverulenta y blanca. Abrió una con la uña del meñique y se lo llevó a la lengua, probó el inconfundible sabor amargo de la cocaína y sintió como la lengua se le adormecía, insensible. Los comprimidos tenían unas marcas estampadas en forma de flor de lis. Se guardó una de las bolsitas y dejó el paquete en el mismo lugar en que lo había encontrado.
Bajó las escaleras hasta el patio y comprobó que su paso por allí no hubiera dejado marcas visibles, lo último que deseaba era complicarse la vida. Decidió no dar parte a la policía, habría llamado demasiado la atención y no le apetecía pasar ni un solo minuto a la sombra en ninguna cárcel argentina. Las conoció durante los interrogatorios que condujo en su anterior viaje y sabía que no eran lugares apropiados para la salud.
Se guardó el móvil y la cartera de Marta, y cerró la puerta tras de si. Cuando comprobó que nadie le observaba caminó calle abajo hasta perderse por la primera bocacalle que encontró con rumbo a la Avenida de Santa Fe. Se le había ocurrido una idea y sabía quien le podía ayudar.

Pilar Soria era una española que vivía en Buenos Aires desde veinte años atrás, cuando emigró a la Argentina para trabajar en una empresa española que tenía una flota de congeladores operando en las costas del Atlántico Sur. La había conocido en su anterior viaje en una cena en la embajada española. Era amiga del Cónsul y coincidieron como compañeros de mesa.  Habían congeniado inmediatamente y le admiraron los bastos conocimientos que tenía de casi todo. Cuando dejó su trabajo como leguleya de empresa inició una exitosa carrera como criminalista. Sin embargo había tenido mala suerte y su único hijo, enganchado a las drogas, había muerto de una sobredosis. Por eso Pilar se había convertido en una auténtica experta en el mundo de los narcóticos en la Argentina. Después de aquello había dejado todo y ejercía como abogada de oficio en los ineficientes juzgados argentinos.
La llamada la había dejado sorprendida. Ginés era un bicho raro y cuidaba a sus amigos, pero no hablaban desde hacía tiempo. Quedaron para cenar en un restaurante que les gustaba a los dos, el que se había convertido en favorito de Ginés durante el corto tiempo que pasó allá.
Pierino era una antigua cantina italiana ubicada en el corazón del barrio de Almagro, en la zona de Abasto, a pocas cuadras de la famosa Esquina de Gardel. El lugar tenía apenas veinte mesas y los comensales eran atendidos por el dueño en persona. Paredes de ladrillo rojo sin revoco, techo de vigas de acero y bovedillas de cerámica vistas, suelos de terracota esmaltados. De las cañerías de hierro fundido que colgaban del techo pendían viejas sartenes y perolas con su año de origen estampado en tinta, vestigios del trabajo de los ancestros de Pierino desde que emigraron desde Calabria. Las paredes estaban adornadas por portarretratos con fotos de algunos clientes famosos: Francis Ford Coppola, Robert Duvall, Charlie García, incluso había una del dueño con Pintado, recortes de prensa con reseñas del local y una pizarra recuerdo de la tertulia que allí se celebraba en tiempos del bandoneonista Piazzolla con los nombres de los tertulianos ilustres, con el propio Astor Pantaleón a la cabeza.
Pierino salió al encuentro de Pintado para abrazarlo y besarlo al estilo de la casa:
-¡Muñeco¡ Cuanto tiempo sin saber de vos. –Exclamó el viejo restaurador.
-Mi querido Pierino… Es la primera vez que regreso a Buenos Aires desde la última. No podía dejar de venir a verte.
-Gracias, mi amigo… ¿Cuántos sois?
-He quedado con una amiga, dame una mesa discreta, por favor.
-Aquella del fondo. –Dijo guiñándole un ojo y señalando hacia la esquina más tranquila del local.
Le trajo una cerveza helada y conversaron durante unos minutos mientras esperaba la llegada de Pilar Soria. Llegaron, para saludar, los dos hijos del propietario, que junto con su padre atendían la cocina del lugar. Le prometieron una cena sorpresa, por lo que Pintado ni miró la carta, convencido de que la cena estaría a la altura de las circunstancias.
Apenas en unos minutos la pareja estaba instalada dando cuenta de los entrantes que sin cesar llegaban a la mesa en rápida sucesión. Media hora después llegó el principal, raviolis con ragout de osobucco, y luego, para finalizar, el tiramisú de la casa y un par de expresos acompañados del limoncello especial de Pierino, con un intenso olor a corteza de limón y un regusto ácido excitante y depurativo.
-Pilar, necesito que me digas quién vende esta mierda. –Soltó Pintado al tiempo que dejaba sobre la mesa la bolsita transparente con los comprimidos que había encontrado en la casa de Marta.
-¿De donde has sacado tú esto? –Preguntó la abogada con la sorpresa reflejada en el rostro.
-Es una historia muy larga. Luego, si tenemos tiempo.
-Esa droga se distribuye en los cientos de bailantas y bolinches a los que acuden los jóvenes porteños, y en las zonas donde hacen el botellón.
-¿Esta en particular? –Preguntó Pintado señalando la marca con la flor de lis estampada en los pequeños comprimidos.
-Déjame mirar... Es bastante nueva, apareció apenas hace un año, se las quitan de las manos a los camellos…
-¿Qué tienen de especial?
-Esta… Verás, potencia el apetito sexual, desinhibe la libido y alarga la duración de las relaciones sexuales. O sea un tres en uno…
-Algún problema tendrá, digo yo…
-Sí, tiene varios: es terriblemente adictiva y se han dado casos de sobredosis con resultado de muerte por alteración del ritmo cardiaco, o sea que a la que te descuidas te revienta el corazón. Es un peligro, pero precisamente por eso tiene tanto éxito, su uso se ha extendido como un reguero de pólvora. Empezó por la gente de mayor poder adquisitivo, aunque gradualmente ha ido extendiéndose a todos los niveles. Ya sabes que trabajo con muchos de estos jóvenes…
Los ojos de Pilar se anegaron momentáneamente con lágrimas, y se le hizo un nudo en la garganta, carraspeó unos segundos e hizo un gesto con la mano pidiendo perdón a Pintado por la reacción.
-Pilar, no pasa nada… Lamento… -Empezó a decir Pintado, afectado también por la situación.
-No deja, ya pasó. –Pilar Soria dio un largo trago de agua y continuó-. Es que este tema me sigue superando… Hace tres años ya, pero me sigue pegando… Perdona.
-Si quieres lo dejamos. No es tan urgente… Terminamos la cena y nos vemos mañana.
-No, de verdad, ya estoy bien, déjame terminar… Se ha hecho muy famosa, la cobran casi al doble de las demás que andan circulando por ahí, es la pastilla de moda. Empezó en los bolinches de Bariloche: como sabes la mayoría de los jóvenes porteños egresados hacen los viajes fin de curso allá, la fiesta iniciática, el despendole absoluto… Es el caldo de cultivo ideal, una vez extendido su uso el marketing de la droga está hecho, sólo hace falta una cadena de distribución eficiente y el negocio está servido.
Las palabras de Pilar hicieron comprender el papel que Héctor y Marta jugaban en la historia: eran meros intermediarios. Además no pareciera que tuvieran una posición demasiado alta en la pirámide de distribución: dejando de lado la cantidad de cocaína que había encontrado, apenas un par de bolsas de cincuenta gramos, sólo tenían pastillas de un tipo, la flor de lis.
-¿Tienes idea del origen de estas? ¿Quién las fabrica? ¿De dónde vienen?
-Sólo puedo hacer alguna conjetura. Yo diría que la producen acá en Argentina. Es muy sofisticada, y ya sabes que algunos de los mejores químicos para estas cosas los tenemos en este país, nuestra universidad fue bastante creativa en este sentido en la época de la dictadura, y antes de la época en que se recibieron a algunas eminencias del Tercer Reich… Además el hecho de que comenzaran la distribución en Bariloche, me confirma esta sospecha.
-¿Por qué? –Preguntó Pintado interesado mientras disolvía el azúcar en el tercer café que había ordenado y apuraba de un trago el fondo del vasito helado de limoncello.
 -Como sabes una buena parte de los científicos y exiliados nazis se instalaron muy cómodamente en algunas zonas de la Patagonia. Bariloche es uno de sus lugares preferidos, es como transportarte a Suiza o a Baviera, si no lo conoces debieras, es precioso… Perdona me estoy desviando… El caso es que en aquella zona hay suficientes medios y suficientes lugares apartados y discretos como para que un laboratorio clandestino del tipo necesario para producir estas drogas de síntesis pase desapercibido… Pero que conste es sólo una hipótesis, no tengo ninguna evidencia para poder asegurarte que es correcta, sólo mi instinto.
-Ya veo. Pilar, tengo otra pregunta, ayer una persona me dio una pista sobre el posible lugar de origen de la droga en Buenos Aires. ¿Te suena algún lugar en Olivos?
-¿Olivos? Allá está la residencia del Presidente de la República… Y es la zona residencial donde una buena parte de la gente adinerada de la ciudad tiene sus casas y quintas de recreo… Sería como buscar una aguja en un pajar. Por supuesto que algún narco pueda tener allá su residencia. No me extrañaría nada…
-O sea que si miro en esa dirección es un callejón sin salida.
-Yo diría que sí. Todavía no me has dicho qué andas buscando… -Preguntó la abogada y se acomodó en la silla dispuesta a no dar por cerrada la conversación hasta entender las razones que habían llevado hasta allí a su amigo.
Pintado le relató brevemente toda la historia desde la llamada recibida en Madrid hasta ese preciso momento.
-Ahora entiendo. Creo amigo mío que lo tienes crudo… No va a ser fácil… Aunque… -Pilar de pronto se interrumpió, quedó en silencio mientras reflexionaba con la mirada perdida en algún lugar de la pared de enfrente-. Espera, creo que sí que conozco a alguien que te podrá echar una mano. Te advierto que es un tipo complicado, pero necesitarás a alguien que conozca el ambiente…
-Estaría bien, me siento como un pulpo en un garaje. Aparte de las semanas que pasé en la ciudad, todo esto me es desconocido, ni siquiera me suenan los sitios, apenas conozco a nadie.
-No te preocupes, Miguel Landini es tu hombre. Para tu información le apodan Búfalo Bill por su larga cabellera blanca, un poco demodé, quizás con una mentalidad de otra época, un tipo raro y singular, brillante en cualquier caso y con una cultura enciclopédica… Tu complemento ideal. –Pilar sonrió y alzó el vaso.
-Veo que de nuevo los hados me sonríen. –Dijo Pintado, levantando el suyo y brindando con el de su compañera.
-No sabes bien cuanto… -Aclaró la abogada y apuró el vaso de un último trago.  
Pierino, sentado en una silla junto al mostrador de la entrada les miraba mientras sonreía con una expresión triste. La misma que había permanecido inalterable en los últimos cincuenta años. Apenas una palabra cruzó el umbral de sus labios mudos: “Muñeco”. En su mente resonaban los acordes magistrales del bandoneón de Piazzolla interpretando Balada para un Loco. Su letra le acompañaba hoy como tantas noches… Una lágrima resbaló por su rostro y dejó apenas marca en la piel blanca y fina, casi transparente. Su barbilla apenas tembló con un sollozo contenido. Y en su mente la canción: “Las tardecitas de Buenos Aires tienen ese que se yo, ¿viste? ... ¡Loco! ¡Loco! ¡Loco! Cuando anochezca en tu porteña soledad, por la ribera de tu sábana vendré con un poema y un trombón a desvelarte el corazón…”.           

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