SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


miércoles, 11 de abril de 2012

INFLUJO DE MUJER


1                INFLUJO DE MUJER

Candaules, quien poseía una esposa muy bella, invita a Giges a verla desnuda, éste después de dudar unos momentos accede, pero cuando la mujer lo descubre le da dos posibilidades, o bien mata a su marido, o él mismo será asesinado.
Giges, sin escapatoria, da muerte a Candaules y se queda tanto con la mujer como con el poder.
s. Heródoto


La noche se cernió sobre la ciudad en las afueras de Madrid despidiendo con parsimonia la calurosa tarde primaveral. Un olor dulzón flotaba en el aire, suavizando los acres olores del asfalto recalentado y de los escapes del tráfico que se emitían en la distancia.
El ruido de los pájaros evolucionando en el cielo vespertino apenas podía competir con el que acostumbraba en Sevilla, pero Híspalis estaba ahora muy lejos, no tanto en la distancia como en el recuerdo, y en la esperanza de volver a ella algún día como el hijo pródigo.
Habían pasado tres años desde que se viera obligado a dejar su añorada ciudad, y dos desde que presentó la dimisión y solicitó la excedencia de la policía. No quiso volver a Sevilla, no pudo, eran demasiados los recuerdos, demasiados fantasmas los que le perseguían en cada rincón, en cada aroma, en cada sonido.
Madrid no había resultado ser una mala compañera, había aprendido a negociar con la gran ciudad y encontrado cerca un hueco en el que enmascarar su soledad entre otras a su alrededor, una guarida en la que alejarse de los compañeros silenciosos de su existencia.
Las palabras de Marta le resonaban en el cerebro y le producían una vaga sensación de extrañeza. Hacía años que no tenía noticias de ella y ahora, de golpe, como un torrente que inundaba una rambla hace tiempo vacía, aparecía para pedirle ayuda…
Se levantó del sofá de la terraza y entró en la cocina para servirse otra copa de manzanilla fría. El sabor del pálido líquido inundó su paladar trayéndole recuerdos del aire salobre de la costa andaluza y le suavizó el amargo regusto que le había quedado tras la conversación telefónica, minutos atrás. Al pasar por la sala, de vuelta al fresco de la noche, no pudo dejar de fijarse en la foto que había sobre el  escritorio, una del verano pasado, con María, en una playa paradisíaca… El reflejo en el vidrio del portarretratos le devolvió la imagen de un hombre mucho más mayor que el sonriente que salía en la foto agarrando la cintura de la mujer. El tiempo se estaba encargando de gastar las ganas, y empañar los brillos de la juventud y de la felicidad.
Entonces, todavía, ella quería permanecer junto a él, todavía no habían aparecido los infinitos momentos, llenos de silenciosos reproches, que emponzoñaron cada segundo de convivencia y que habían concluido con su marcha. Ahora María estaba viviendo en Goteborg, disfrutando un año sabático sin él, intentando reconstruir esos casi tres años perdidos en presencia de un hombre que nunca acababa de estar conforme con la vida que le había tocado, con la que habían elegido, él y sus circunstancias, a pachas. A pesar de que ella le había pedido insistentemente tener un hijo, él había preferido permanecer como estaban, sin incorporar a nadie más en el cerrado círculo personal. Eso había sido la gota que colmó el vaso.
Y ahora le tocaba afrontar solo, de nuevo, la vida. Su vida.
Desde que dejó la policía había intentado, sin demasiado éxito -esa era la verdad-, rehacer algo parecido a una actividad profesional. Primero –aprovechando sus contactos y conocimientos- montó una galería de compra venta de arte, particularmente pintura, pero la crisis lo sacó con rapidez del mercado. Probó, como consultor experto, asesorando a grandes compañías sobre la seguridad de sus patrimonios, pero lo dejó porque en el fondo significaba una vuelta a la rutinaria vida que intentaba dejar atrás. Como detective pronto se cansó de los contados casos que se le presentaban, tanto púbicos como públicos: vigilancias en pos de asuntos de cuernos o financieros, de tránsfugas de políticos de barrio y desfalcos de burócratas sin demasiada imaginación, de bajadas de bragas vespertinas o de sobeos en sofás de pubs oscuros. Aunque en un país que, como España, empezaba a oler a mierda por los cuatro costados, no faltaba trabajo para los que sabían rebuscar en la basura, aquello había resultado imposible para el alma de Pintado. De alguna manera era un ser frío, insensible a ratos, pero no tanto.
Además, fuera de Sevilla, que era su territorio natural, navegar las cloacas de la sociedad no inducía en él mayor deseo que el de apartarse de tanta inmundicia. Así que optó por vender sus propiedades andaluzas y vivir con sencillez en un discreto apartamento de una de las pequeñas poblaciones de la sierra madrileña. Le bastaba con bajar a la urbe, de vez en cuando, para llenarse de ruido y olores a humanidad y regresar con discreción a su guarida para leer y así olvidar el paso del tiempo.
Y en eso estaba cuando recibió la llamada de Marta, su ex mujer, la que había abierto la primera puerta que dio rienda suelta a sus demonios, la que labró el primer surco en su memoria negra.
-¿Ginés…? Soy yo… Marta.
Pintado identificó aquella voz, entrecortada y lejana. La recordaba como si la tuviera delante, susurrándole con su voz de aguardiente. Era inconfundiblemente la de ella, quizás algo más cascada por los años, por el tabaco y el alcohol.
-Marta… -el silencio se le instaló a Pintado en la garganta, como un nudo se le atrancó en el pecho, le costaba trabajo respirar, miró a su alrededor y se perdió en dolorosos recuerdos, hasta que se obligó a iniciar la conversación-.Te oigo muy mal. ¿Qué quieres?
-Ya sé que hace años que… no hablamos… Necesito que me ayudes, por favor.
Silencio de nuevo. Imágenes de los dos juntos. Traición. Amargura y rabia. Esperó unos segundos antes de responder.
-¿Mi ayuda? No quiero seguir hablando contigo. Tú y yo ya nos dijimos todo hace mucho tiempo. Pensé que las cosas habían quedado claras… muy claras.
Un sollozo antecedió la respuesta. A la persona que estaba al otro lado también se le había hecho un nudo en la garganta.
-Por favor Ginés… Sé que te hice una putada, pero eso ya pasó… Es cuestión de vida o muerte y no tengo a nadie más a quién acudir. Por favor, si tú no me ayudas alguien va a morir…
Un sollozo estremecedor. Llanto. Aquello apenas melló la resistencia de Pintado.
-¿Dónde estás? ¿Qué quieres? –La bilis le subió hasta la garganta y Pintado hizo un esfuerzo por tragarla y continuar la conversación-. Suéltalo de una vez.
-… Buenos Aires. Vivo aquí desde hace un año…
La conversación duró varios minutos, interrumpida por los sollozos de ella, reanudada por la indiferencia de él. Marta le contó que se había mudado a Argentina siguiendo los pasos de un hombre del que se había enamorado locamente. Él era mucho más joven que ella, su última oportunidad -en sus palabras-, se habían conocido en la costa de Levante, donde ambos trabajaban como agentes inmobiliarios. Lo había contratado por la labia que tenía, por la habilidad para acercarse a la gente y convencerles de lo que querían y necesitaban -y además, sospechó Pintado conociendo a Marta, porque seguramente le habría resultado lo suficientemente atractivo como para llevárselo a la cama en cuanto se le puso a tiro-. Héctor Belloni –así se llamaba el rubio adonis argentino mezcla de ítalo germano con criollo porteño- había dejado la madre patria y había vuelto a Buenos Aires detrás de no se sabía muy bien qué negocios con unos viejos amigos que le habían requerido. Y ella, como una gata en celo, lo había perseguido hasta la casa que ocupaban en el barrio de Palermo.
-Ha desaparecido Ginés. Hace tres días que no sé nada de él… No me contesta el teléfono, no me ha mandado recado, nada…
-Te habrá dejado por otra. No te preocupes Marta, a veces pasa, tú debieras saberlo bien. –El reproche de Pintado se hizo patente en el tono con el que expresó el desdén que sentía.
-No puede ser, estoy segura, me habría dicho algo… Yo se lo habría notado. Además esas cosas se saben… No, no anda detrás de ninguna otra.
-Ya… Pero aún así, esto no justifica tu miedo…
-Me lo van a matar. Ginés, si tú no encuentras antes, me lo van a matar, lo sé… las mujeres presentimos esas cosas.
-Estás histérica, tranquilízate. Ya verás como tu maromo regresa en un par de días y pronto podrás volver a disfrutar de lo que sea te proporcione el jovencito…
-Estoy segura de que está en peligro…
-Entonces acude a la Policía. Creo que allá puedes encontrar un uniformado en cada cuadra…
-No puedo. Hay algo que no te he contado.
Y Marta se sinceró con algún detalle que arrojaba luz sobre la gravedad del asunto. Héctor, además de vender inmuebles, trapicheaba con drogas… y otras cosas. Según Marta, para complementar sus ingresos. Conseguía –ella no sabía como- pequeñas cantidades de cocaína y drogas de diseño que proporcionaba a consumidores de clase acomodada: profesionales, politiquillos, jóvenes y no tan jóvenes que hacían del living la vida loca su estilo de existencia. Les proporcionaba el combustible que necesitaban para sus viajes a ninguna parte… Y también sabía dónde encontrar salidas para satisfacer cualquier vicio que se le solicitara, tenía los contactos adecuados.
-Veo que encontraste a tu media naranja. El hombre a tu medida.
-Te aprovechas de la situación Ginés. Antes eras más amplio de miras… no te aplicabas tanta moralina…
-Antes Marta, nadie me había traicionado, como lo hiciste tú…
Pintado presintió como al otro lado del teléfono la mujer se removía y perdía la poca serenidad que le quedaba, se la imaginó con los ojos encendidos en ira, las manos apretando el auricular con desesperación, el pecho húmedo por el sudor de los nervios. Notó como respiraba entrecortadamente y como hacía un esfuerzo por controlar los deseos de mandarlo al infierno.
-Ginés, aquí no conozco a nadie, por favor sólo puedo acudir a ti, ayúdame.
La conversación no duró mucho más. En el fondo Pintado estaba cansado de no hacer nada. Inconscientemente la súplica derribó un muro muy débil. Finalmente dio su brazo a torcer y una vez decidido, frenético, buscó plaza en el vuelo de Iberia de madrugada. La llamó al teléfono que le había proporcionado y le confirmó a Marta su llegada a primera hora de la mañana porteña. Ella se comprometió con él a recogerlo en el aeropuerto de Ezeiza.
Tan pronto colgó llamó a su viejo amigo y colega Paco Real, ahora Inspector Jefe en la Brigada Judicial sevillana y coordinador con Interpol, para pedirle que buscara información sobre el tal Héctor Belloni. Real quedó en llamarlo tan pronto encontrara algo. 
Mientras hacía el equipaje, sobre la enorme cama que la marcha de María había hecho inmensa, no dejó de pensar en los años transcurridos, en todo el dolor y sufrimiento que Marta le había infligido sin consideración, sin compasión… Y todo para acabar dejando su rutina aquella noche de junio en dirección a un país que no visitaba desde que la policía española había pedido ayuda a la federal para pescar a un rico colaborador de Carlos Menem al que se le había ocurrido instalar en el gigantesco living de su hacienda próxima a Buenos Aires un retablo románico sustraído de una pequeña iglesia de un pueblecito turolense. Cogió su mochila negra de viaje, metió la poca ropa que iba a necesitar en el viejo bolso de cuero comprado en su anterior estancia en aquel país y retiró de la pequeña caja fuerte el pasaporte y un par de fajos con billetes de euros y dólares que guardaba en previsión de alguna circunstancia como esta. Desde el fondo de la caja dos viejas amigas se quedaron esperando: La Beretta Px4 storm y la Glock 17. Le hubiera gustado incluirlas en el equipaje, pero esta vez era imposible.
Una llamada a su móvil le confirmó que el taxi le esperaba fuera para conducirlo hasta la terminal de Barajas donde tomaría el vuelo nocturno de Iberia hasta Buenos Aires. La M40, casi vacía a esas horas, le pareció la antesala desangelada a un enorme almacén de desconsuelo, deformando la dimensión de la arteria de comunicación, como se graban en la memoria los sitios que recorremos por última vez.

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