SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


jueves, 26 de abril de 2012

Y NOS DIERON LAS DIEZ

7                Y NOS DIERON LAS DIEZ

“…Fue en un pueblo con mar una noche después de un concierto;
tú reinabas detrás de la barra del único bar que vimos abierto
-Cántame una canción al oído y te pongo un cubata-
-Con una condición: que me dejes abierto el balcón de tus ojos de gata-…”

Y nos dieron las diez
Joaquín Sabina



El sonido de los motores del avión turbohélice, un zumbido pulsante y cadencioso, taladró sus oídos convirtiendo el entorno en un puré viscoso que le aturdía. Observó a través de la ventanilla y contempló abajo, a lo lejos, las luces de la gran ciudad: un damero casi perfecto delimitado por minúsculas luces amarillas, cabezas de alfileres que definían las cuadras de los barrios en el extrarradio porteño. El aparato pasó de largo y continuó hasta el norte, en dirección a uno de tantos de los pequeños e incontrolados aeródromos privados que rodean el Gran Buenos Aires. Xian estaba junto a él, el sicario había estado todo el trayecto en silencio, con la automática en el regazo, mirándolo fijamente como si no hubiera nada más sobre la tierra que el prisionero que le había sido encomendado.

La entrevista con Sanmartín terminó como empezó, repentinamente, sin despedidas. Con un lacónico -ya recibirá instrucciones cuando las que le he entregado escritas estén cumplidas. Con eso y un golpe en la cabeza que lo dejó grogui.
Cuando despertó estaban viajando por una carretera de ripio que atravesaba las montañas. Alrededor de dos horas después llegaron a un valle donde había una pista de aterrizaje. Pintado no se sorprendió cuando al abordar la avioneta encontró en ella la vieja bolsa de viaje con todos sus objetos personales y la mochila con el dinero que había llevado desde España. Estaba todo, menos su pasaporte. Sin embargo encontró dentro un gastado pasaporte de nacionalidad boliviana; un permiso de conducir argentino, ambos con su foto; y un par de tarjetas de crédito, todo ello a nombre de un tal Diego Sellán. Parecía que Sanmartín había previsto hasta el más mínimo detalle.

Cuando pusieron pie en tierra, era noche cerrada, el frío y la humedad anunciaban la cercanía con el río. Xian lo arrastró en silencio hasta una camioneta cuatro por cuatro aparcada fuera de los límites de la pista. Como en una ensayada coreografía, ejecutada con la precisión de un autómata, abrió la puerta del conductor, le arrojó las llaves del coche, se dio la vuelta y dejó solo a Pintado. El español lo vio alejarse en dirección al bimotor que ya estaba acelerando los motores. Cinco minutos después el aparato había desaparecido de su vista y sólo el silencio alrededor le acompañaba.
Encontró un mapa de carreteras con una marca y una ruta trazada en rojo en el asiento del acompañante, señalaba un trayecto de unos cincuenta kilómetros entre la zona donde se encontraba y su hipotético destino, una casa de campo hacia el Oeste por una vía secundaria alejada de la Panamericana. Giró la llave de contacto y emprendió la ruta marcada.
La carretera estaba desierta, apenas se cruzó con un par de vehículos en dirección contraria. La calefacción del coche le hizo entrar en calor rápidamente, entonces empezó a notar el cansancio. Los párpados le pesaban como si fueran de plomo, sintió como sus músculos perdían la tensión acumulada y el cuerpo se relajaba. Miró por la ventanilla, los campos solitarios, las cercas que delimitaban las pampas de cría del ganado, pasaban de lado como el segundo plano de un fondo de película superpuesto. El cielo, salvajemente estrellado, ocupaba todo el horizonte frente a él. Bajó un poco la ventanilla para estimularse y notó como el frío había cedido su intensidad conforme se había ido alejado del río.
Frenó el coche en un camino de ripio. Salió del coche y se puso el chaquetón. Esperó hasta acomodar la vista a la luz del vehículo antes de acercarse hasta la puerta de la empalizada que rodeaba la estancia. Más allá, apenas iluminado por el reverbero del firmamento y las luces de los faros, había un camino, trazado entre los árboles centenarios del bosque, que se perdía en el interior. Descorrió el pasador del portón, que no estaba bloqueado, introdujo el 4x4 y prosiguió camino hasta detenerse frente a un típico edificio rural de las haciendas argentinas.
La puerta estaba cerrada. Encontró una llave sobre el dintel, encajaba en la cerradura. Un rato después estaba instalado en el interior de la casa, había encendido la chimenea y estaba bebiendo una cerveza que encontró en un frigorífico bien aprovisionado de viandas. Se sentía cansado y sucio, necesitaba una ducha y dormir, antes de ponerse a pensar, antes de analizar lo que estaba ocurriendo e intentar enderezar una situación que de momento estaba fuera de control.
Lo despertó el piar de los pájaros y la luz del sol que entraba a raudales por la ventana del dormitorio. Saltó de la cama, como impulsado por un resorte, se contempló en el espejo que había en la pared frente a él. Le devolvió la imagen conocida del Pintado de los peores momentos, desgreñado con barba de varios días y bolsas marcadas debajo de los párpados. Se volvió a duchar, se afeitó y preparó el desayuno en la cocina de la vivienda.
Sació el hambre acumulada y tras limpiarse la pringue que los huevos fritos habían dejado en su barbilla, apartó los platos de la mesa con el dorso de la mano, sin miramientos, y dispuso, ordenadas sobre el tablero, las hojas impresas que le había entregado Sanmartín. Eran las instrucciones precisas que debía seguir para cumplir el objetivo que le habían marcado: el asesinato de Juan Miranda.
La documentación describía el lugar; el día; las circunstancias, la ruta de escape… Un relato completo del futuro viaje de Haddock en dirección al reino de Hades. Y se sintió pequeño, despreciable, sucio… No obstante sabía que si no era él sería otro, buscarían a cualquier otro asesino para liquidar a Miranda. Y entonces no tendría opción.
No hacía falta preguntarse la razón para quitarlo de en medio. Desde el mismo momento que Miranda había iniciado una cruzada personal e intransferible contra los Señores de la Droga había firmado su sentencia de muerte. Eran los mismos en todas partes, en todos los países los mismos patrones. Mafias organizadas que controlaban las drogas, el juego, el sexo; mafias que controlaban las armas y que blanqueaban sus ingresos en negocios turbios, grises y mediopensionistas. En todos los lugares había los mismos políticos corruptos, ineficientes para el bien, incapaces para el mal, podridos hasta la médula. En todos los países había un Juan Miranda. Y en la mayoría de ellos, también, quien le buscaba la visita guiada al túmulo funerario… Ni siquiera el aparente apoyo del Estado era protección suficiente contra los Señores de la Guerra.
Y la clave de todo estaba en el juego que le había propuesto Sanmartín…
Decidió seguir las instrucciones, era como seguir el esquema de un juego de rol. La primera le condujo hasta un zulo practicado en el exterior de la casa, al pie de la bomba de extracción de agua accionada por el molino de viento ubicado sobre el pedestal que había cerca de la vivienda principal. Retiró la lona que camuflaba la tapa metálica del compartimento y la abrió. Bajó por los escalones de madera y encendió la luz del techo. El espacio era húmedo y estaba vacío, a excepción de un par de bultos envueltos en sacos de arpillera y atados por bandas elásticas. Uno era mayor que el otro. Su olfato fue el primero en avisarle, en el ambiente flotaba un olor dulzón y agrio al mismo tiempo, pesado, persistente, como a flores descompuestas. Sintió como la boca del estómago se le contraía y empezó a dar arcadas incontrolables. Subió a respirar el aire del exterior, hasta que consiguió calmarse…
Bajó de nuevo. El cuerpo de Landini yacía dentro del saco mayor, los ojos saltones y abiertos, la cara amoratada y la frente parcialmente tapada por el pelo blanco pegado a la piel, y un trapo obturándole la boca. Mirando la expresión sin vida del rostro era evidente que había muerto por asfixia. Acarició con respeto la frente del cadáver, sintió el tacto característico, de terciopelo frío, de los muertos, luego palpó el cuerpo y flexionó las articulaciones de los brazos, el rigor mortis estaba desapareciendo. Dedujo que la muerte se había producido apenas veinticuatro horas antes… Coincidiendo con la entrevista con Sanmartín, quizás. El olor de los fluidos corporales resecos indicaba que Landini había ingresado allí todavía vivo y que la asfixia le había llegado en el interior del zulo. Había sido una muerte cruel y despiadada, que le había llegado en solitario.
Una lacónica nota, sobre el cadáver, advertía a Pintado de lo que le ocurriría a Marta en caso de que optara por no seguir sus instrucciones, o en caso de que decidiera traicionarlo.
Y de nuevo el dejavu, la sensación de que ya había estado y vivido lo mismo, la certeza de que el tiempo recorría la historia adelante y atrás, como una moviola. Tantas cosas habían sucedido para volver al mismo sitio una y otra vez. De la alegría, de la plenitud, a la pena más profunda y solitaria, al ser de Pintado, sin escape ni huida. Una vida vivida al borde de la ansiedad, de la prisa que no cesa, del eterno descontento, para apenas alcanzar por instantes, fragmentos de felicidad lúcida, no de aquella inconsciente, por eso superflua, sino de la disfrutada, la que hace que al percibirla se paralice el tiempo y lo hace fluir lentamente a través de la consciencia.
Landini había pasado por su vida fugazmente, como lo hicieron otros antes, dejando en su interior su esencia de humanidad, de cercanía desinteresada, escribiendo en el lienzo de su memoria un pasaje imborrable. Landini era un poeta etéreo, había dejado versos en el aire, cortos, pero claros, lúcidos y contundentes. Un ser arisco como la roca, corrosivo como la sal en una herida abierta, doloroso como los sentimientos intensos y cortos, entrañablemente humano.
Su cerebro le sorprendió con una ansia insoportable por tomarse una copa, le acercó su lado más canalla y animal, la furia tiñó su vista de rojo acelerando su respiración, atenazó su garganta hasta hacerle gritar de una forma impulsiva y animal, rabiosamente dura y primigenia. Corrió hasta la casa, buscó precipitadamente en los muebles hasta dar con una botella de whisky, la desprecintó con urgencia y vertió parte de su contenido en un vaso que fue apurando, una y otra vez, en sucesivos tragos que le quemaron primero la garganta y luego le narcotizaron la conciencia hasta que cayó inerme en el suelo…
Cuando despertó sintió vergüenza, aunque la rabia que le poseía pudo más y limpió de un plumazo la pena y el ansia, devolviéndole a la vida de los no muertos, aclarándole en parte la indecisión que le había conducido a abandonarse de nuevo ebrio de congoja y alcohol. Y entonces las claves del juego se desplegaron con claridad en su mente: intercambio de piezas, Haddock por Marta, si Pintado no lo remediaba antes con un movimiento de distracción y sorpresivo.
Volvió al zulo, envolvió el cadáver de Landini en el saco y lo arrastró escaleras arribas con dificultad hasta el exterior donde le dio sepultura en una tumba somera que excavó junto a la casa, allá donde un antiguo arriate le permitió remover la tierra con mayor facilidad. De pie junto al improvisado túmulo se prometió regresar y dar sepultura debida cuando las circunstancias se lo permitieran. De momento velarían su retiro bulbos silvestres y gardenias, azaleas ya en flor y un viejo gato que había asistido curioso al sepelio de Búfalo Bill.
Cuando terminó le dolía la cabeza y sentía la boca reseca por el efecto del alcohol. Metió la cabeza en un balde de agua con hielo hasta que los ojos parecieron explotarle en las órbitas. No tenía otra opción que ponerse en camino, el tiempo que le había dado Sanmartín era limitado. Introdujo en la camioneta su equipaje y el segundo fardo que había encontrado en el zulo: una bolsa con un fusil semiautomático de tiro de precisión -un HK PSG1A1- desarmado. Conocía el modelo porque lo usaban los francotiradores del ejército español y muchos de los cuerpos policiales de élite de Sudamérica.
Condujo hasta tomar la ruta 9 en Campana en dirección hacia un lugar cercano a Córdoba. Dejó de lado Rosario y Santa Fe y se desvió de la ruta 34 hasta llegar a Miramar casi diez horas después de su salida de la hacienda. Había seguido escrupulosamente las instrucciones recibidas. Debía hacer parada en esta localidad, pernoctar en el hotel Del Lago y esperar por alguien que le acompañaría en el resto del trayecto que le sería desvelado oportunamente.
Repostó en la estación de servicio que había a la entrada de la localidad, llenó las garrafas suplementarias que tenía el 4x4, preparado para transitar por rutas poco concurridas y mal abastecidas. Cargó el depósito de agua potable y preguntó por el hotel. El empleado de la gasolinera le señaló un edificio situado a los lejos a la orilla de la laguna de la Mar Chiquita.
Pintado recorrió el paseo ribereño, una costanera de reciente construcción y llegó a su destino cuando las últimas luces del ocaso teñían de rojo el paisaje. Aparcó el coche en la explanada trasera del edificio y con el equipaje en la mano se dirigió a la fachada que daba a la gran superficie acuática. El espejo de agua parecía de cobre bruñido, reflejaba la luz agonizante del día que se iba. Aquel sitio era muy extraño: parecía de otra época, como si el tiempo se hubiera detenido y dejara entrever imágenes congeladas del pasado. El horizonte estaba salpicado de edificios en ruinas, viejas palizadas de madera y cascotes, como si un ciclón, o un bombardeo, hubieran devastado el área. Una vieja torre semi sumergida que parecía un viejo barco encallado aguas adentro del lago, se elevaba majestuosamente por encima de todo, fantasmagórica, calcinada por años de sol y salitre. Una bandada de flamencos atravesó el aire en busca de una zona con más alimento mientras los últimos pescadores que salpicaban el malecón recogían sus artes hasta el día siguiente.
Una voz a su espalda atrajo su atención.
-Hermoso, ¿verdad?
-Sí, realmente… Inquietante diría yo… -Respondió Pintado dándose la vuelta. No la había oído llegar.
-¿Gallego? –Preguntó la mujer situándose junto al español con los brazos cruzados sobre el pecho y mirándolo a los ojos.
La mujer era muy guapa: rubia, esbelta y casi de la misma estatura que el español. Tenía el rostro angulado y los ojos grandes, de un azul muy intenso, la boca también grande, con labios carnosos, la nariz fina y pequeña. La piel parecía de seda, blanca, casi azulada en las sienes. Una delgada cicatriz le recorría desde la comisura de los labios hasta la barbilla. La singularidad acentuaba la belleza de sus rasgos. Tenía un cierto parecido con Jean Seberg. La brisa de la tarde incidía sobre su cabello haciéndolo fluctuar al viento.
-Ya ve… No puedo ocultarlo.
-¿Viene a visitar Miramar, o es de los que trabaja con la Universidad de Córdoba? –Preguntó ella arqueando una de las cejas y moviendo imperceptiblemente la cicatriz en un gesto que a Pintado le resultó atrayente.
-Ni lo uno, ni lo otro, estoy de paso...
-Miramar no es lugar de paso. O se llega, o se sale… No sé a donde viaja, pero se ha apartado de la ruta.
-Lleva razón. Necesito descansar, vi un cartel en la ruta y me pareció que sería más fácil encontrar un hotel razonable en una villa turística que en mitad de la pampa…
-Perdone, no me he presentado, me llamo Rosana Holz, y soy la dueña del hotel…
-Mi nombre es Pintado… Parece usted muy joven para ser dueña de un hotel.
-Que no le engañen las apariencias, soy mayor de lo que aparento… Aunque tomaré el comentario como un cumplido… Bienvenido señor. Sígame. -Dijo señalando con la mano la puerta del establecimiento e invitando a Pintado a acompañarla.
-Sí… Claro… -Balbuceó Pintado, mirándola por primera vez de cuerpo entero.
Caminaba con seguridad, deslizándose sobre el suelo, flotando casi. Leve y grácil para ser una mujer alta. Parecía desfilar en una pasarela. Vestía unos jeans muy ajustados y una camiseta de algodón entallada que resaltaba su figura. La tarde no debía haber sido muy fría, pero ahora el fresco marcaba sus pezones contra el tejido. La mujer se giró y se dio cuenta de la mirada del español.
Después de recoger una llave en el anaquel, detrás del mostrador de recepción, guió a Pintado hasta una habitación ubicada en la primera planta. El español subió las escaleras detrás y no se perdió un solo centímetro de la vista. Imaginó que tendría unas piernas largas y bien formadas, fuertes; un trasero redondo y prieto. Ella abrió una puerta y entró, él la siguió dócilmente. Encendió las luces de la habitación y descorrió una cortina que tapaba el balcón del fondo y dejó la puerta abierta para que entrara el fresco. De vuelta pasó a su lado, sin más palabras, envolviéndolo con su presencia. Pintado, no supo cómo, se encontró con la llave en su mano. Cuando ella se fue dejó tras de sí un aroma muy peculiar a jazmín y rosas, a jabón fresco y a limón.
Pintado dejó caer el equipaje en el suelo. Salió a la terraza de la habitación y contempló las últimas luces del ocaso reflejadas sobre el agua del lago, no se veía el final, sólo los arreboles hundiéndose en el horizonte. Respiró el aire salobre y disfrutó de la última brisa que antecedía a la noche, hasta que sintió frío. Cerró la puerta del balcón y se tumbó encima de la cama sin deshacerla.
Se quedó profundamente dormido hasta que el sonido del teléfono de la habitación le sacó del trance.
-Señor, perdone que le moleste, pero me preguntaba si quiere cenar algo antes de dormir.
- Sí, eso estaría muy bien...
Apenas había pasado media hora desde su llegada, era completamente de noche y la recepción del hotel estaba vacía con la excepción de Pintado y Rosana Holz. Ella tan pronto lo vio bajar le indicó en silencio de nuevo con un gesto de la mano la puerta contigua a la entrada donde estaba el comedor. Él la siguió. Ella se había puesto un vestido de tirantes de una pieza, corto y muy ceñido. Pintado sonrió para sí. No se había equivocado en sus apreciaciones, las piernas eran largas y torneadas, la cintura estrecha, las caderas anchas, el trasero generoso y el escote apto para presenciar desde él un encierro de los sanfermines. La siguió flotando en el aire, con el anzuelo bien clavado en la garganta.
El comedor era una habitación rectangular de amplios ventanales que miraban al lago. Decorado al estilo art noveau, ocupada por una docena de mesas, pero sólo una preparada. Iluminada por un candelabro de tres brazos, sobre ella había una botella de vino blanco y dos fuentes, una con verduras cocidas y otra con un par de pescados de mediano tamaño.
-Le he preparado pejerrey. Lo han pescado hoy mismo en la laguna…
-Me comería cualquier cosa… -Pintado vio el gesto de sorpresa de ella, preguntándose si había merecido la pena preparar la cena del huésped-. Disculpe quería decir que hace un par de días que no me llevo nada a la boca como Dios manda… -Corrigió hasta obtener de ella una sonrisa de complacencia.
-No se preocupe le he entendido. Disfrute. Estaré fuera por si me necesita… -Dijo ella iniciando la retirada.
-Rosana, disculpe… ¿Sería mucho pedirle que me acompañe a la mesa…? -reclamó Pintado sin poder evitarlo, su naturaleza fue más fuerte-. No me gusta comer sólo, y ya que no hay nadie… -Rogó con un mohín de pena en el rostro
-Bien... Pero ya que me voy a sentar a su mesa será mejor que nos tuteemos. –Respondió ella y tomó asiento frente a Pintado.
-Claro… De acuerdo.
 Estuvieron callados un par de minutos, sonriendo como un par de bobos, sin saber que decir. Ella tomó la botella, la abrió y llenó dos copas con el vino. Luego levantó su copa y espero a que Pintado hiciera lo mismo. Dio un trago corto, el vino humedeció sus labios, ella los secó pasando la lengua por ellos. Miró al hombre a los ojos, los suyos parecieron destellar, el azul se hizo más intenso al titilar de las velas. Pintado aguantó la mirada, aunque notó como su cara enrojecía. Temió parecer un principiante.
-No está nada mal este Chardonnay… Frío, en su punto -Dijo Pintado y chascó la lengua contra el paladar-. Me ha llamado la atención este sitio, tan alejado, tan extraño, tan… bello, a su manera.
Ella sonrió, puso los codos en la mesa y sostuvo ambas mejillas entre sus manos. Tomó aire, como si se fuera a sumergir en el lago y le narró la historia del pueblo.
Miramar –le contó- era un lugar de descanso de la burguesía cordobesa, un balneario famoso en Argentina desde principios del siglo pasado que había tenido su máximo esplendor coincidiendo con el inicio de la segunda guerra mundial, hasta los años sesenta. El nivel de las aguas de la laguna -llamada por los españoles Mar de Ansenuza- había subido allá por los años setenta inundado la ciudad, sumergiendo bajo ella más de un centenar de hoteles, así como cientos de casas, comercios y edificios públicos, convirtiendo el lugar en una zona ahora fantasmagórica. Veinte años atrás el ejército había dinamitado los restos de los edificios anegados y el gobierno había iniciado la reconstrucción de la zona, si bien esta no se había producido al ritmo que las familias supervivientes hubieran deseado. Ahora el humedal, el mayor de Argentina, y el quinto lago salado mayor del planeta, era zona protegida por el gobierno, lugar de peregrinaje de estudiosos de la biodiversidad y laboratorio de excepción para el estudio de los efectos del cambio climático…
-¿Y ese edificio de allá? El que parece un barco encallado. –Dijo Pintado señalando al exterior, a una zona iluminada por las farolas de la costanera.
Ella se levantó de la mesa, sus piernas quedaron por instantes al descubierto, tenía unos muslos graníticos, mayestáticos. Pintado sintió como se excitaba sólo de imaginarla en sus brazos, una opresión que le subía desde el vientre hasta el pecho. Caminó hasta el ventanal y se quedó mirando al edifico de espaldas. El trasero se señalaba contra la tela del vestido, no mostraba indicios de llevar ropa interior.
-El Gran Hotel Viena… Se dice que en él habitan fantasmas.
-No creerás en esas cosas. Menuda tontería. –Dijo Pintado levantándose y quedando junto a ella. Sus hombros se rozaban. Imaginó la piel cálida. Se retiró unos centímetros, como si quemara.
-Dirás lo que quieras, pero desde niña he visto cosas muy extrañas en ese edificio. Yo de ti no me tomaría estas cosas a la ligera…
Los ojos de Rosana Holz parecieron escudriñar la mente de Pintado, recorrieron su rostro, quedaron varados en los labios del hombre…
-¿Y qué tiene de singular el sitio? -Preguntó Ginés devolviendo la mirada intensa.
Ella se retiró de la ventana y volvió a la mesa. Tomó la copa de vino y la apuró. Luego llenó de nuevo ambas y esperó hasta que Pintado estuvo sentado. Antes de proseguir agitó su cabellera rubia y apartó el pelo de la cara con un gesto de la mano libre. Derramó unas gotas del líquido dorado que cayeron sobre sus piernas, dio un leve respingo.
-Dicen que acogió al propio Hitler…-los ojos de Rosana expresaban excitación, y una mezcla de temor y reserva-. Lo construyó una familia venida de Alemania antes del inicio de la guerra. Se terminó de edificar en 1945, y tenía instalaciones excepcionales para la época y el lugar: aire acondicionado, calefacción, ascensores, hasta una usina, ya sabes una planta de generación eléctrica, propia, y un sistema de comunicaciones vía radio… Un hotel de lujo en una pequeña localidad perdida de la pampa… Un detalle curioso es que salvo el personal de limpieza y servicio, el resto –quienes se relacionaban con los huéspedes- vinieron de Buenos Aires y hablaban alemán. Y de repente, apenas un año después de su inauguración se cerró, y permaneció abandonado hasta ahora. La inundación sólo hizo acelerar su deterioro.
Rosana terminó su relato con un gesto de su cabeza, el cabello arremolinado al aire y la mano descubriendo el rostro. Los senos se agitaron trémulos bajo el escote. Pintado pensó que eran naturales, dorados por el sol y suaves…
-Muy interesante… ¿Qué hay de postre? –Preguntó Pintado, apurando la copa de vino y vertiendo sobre ella la última gota que quedaba todavía en la botella.
-¿Te gusta el strudel de manzana? –Ofreció ella levantándose de la mesa en dirección a la puerta batiente de las cocinas, sin dar opción a una negativa.
-Haría lo que hiciera falta por uno… -Indicó Pintado añadiendo con el tono una segunda intención a la frase.
-No hará falta. Espera unos minutos y te lo traigo…

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