SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


domingo, 30 de septiembre de 2012

UN CADÁVER EN JUEVES SANTO. Comienza la Investigación.

UN CADÁVER EN JUEVES SANTO. Comienza la Investigación.



A media mañana la actividad en la comisaría era inusitada. El inspector de guardia había tenido que acudir a un hostal del centro. En palabras del encargado del establecimiento “un guiri jamao” le había dado matarile a una trabajadora de lo social en la reducida pero pulcra habitación donde esta ejercía su negocio de forma habitual”. Así que tuvieron que llamar al próximo en la lista.
Al inspector Márquez se le hincharon las venas del cuello cuando recibió la llamada ordenándole hacerse cargo. Iba camino de Isla Antilla a pasar el largo puente con su mujer, su cuñada Pepa, y sus dos angelitos. -¡Joder! –pensó-. Eran las doce, ya casi había llegado. ¡Bueno…! Dejaría a la familia en el adosado en tercera línea de playa y estaría de vuelta en Sevilla a eso de las dos y media.
Cuando llegó al local el juez estaba visiblemente cabreado. Tanto que le reprochó en público el retraso. Márquez apenas pudo alegar unas torpes excusas.
No hacía falta tener la experiencia de Márquez para darse cuenta que lo que allí había pasado distaba mucho de ser accidental. Se enfundó los guantes de látex que le ofreció el compañero y deambuló por el escenario con soltura profesional. A pesar de su enojo inicial se aplicó con celo a observar la escena del crimen. Inclinado sobre el cadáver analizó el modo en que se había degollado al muerto: una certera cuchillada en la yugular, la que provocó la muerte, nítida y profunda, las restantes menos definidas y según le pareció asestadas con posterioridad aunque eso se determinaría en la autopsia. Pensó que el asesino fue directo al grano y lo que hizo después fue intentar ocultar su pericia con posteriores golpes para distracción de la policía. No había tenido ningún cuidado en limitar el recorrido del primer corte, de izquierda a derecha y desde atrás. La mano izquierda posiblemente forzando la cabeza para dejar el cuello libre y facilitar el corte y el encuentro con la arteria. No había señales de forcejeo, la víctima no se opuso a la agresión. O no la esperaba o simplemente le llegó tan rápido que ni le dio tiempo a reaccionar.
El muerto era de complexión y estatura media. Las facciones del rostro eran delicadas y las arrugas en torno a los ojos indicaban que había superado los cincuenta. Había algo en la expresión del fallecido que le hizo pensar que en sus últimos instantes la certeza de la propia muerte le había obligado a aceptarla con resignación.
Tras la inspección, después de cambiar impresiones con el forense, habían apartado el cuerpo dejando libre el espacio delante de la caja de caudales; restos de sangre en la cara interior de la puerta revelaban que ya estaba abierta cuando se asestó la cuchillada mortal. Salvo por los papeles empapados de sangre en el suelo no encontró indicios de su contenido antes de desvalijarla. De la declaración de la empleada había deducido que la caja fuerte se usaba para guardar los objetos de mayor valor, según esta su señorito la solía tener llena, sobre todo ahora que era Semana Santa y tendría la tienda cerrada durante días. En estas condiciones no dejaba las cosas de más valor en los expositores. Por su volumen, podía contener un buen número de piezas, la distancia entre los estantes interiores permitía almacenar piezas de muy diferentes tamaños. Sin un inventario sería imposible determinar lo que había desaparecido, pero la habían dejado totalmente limpia.
Mientras sacaban el cadáver al exterior y lo introducían en la ambulancia, la comitiva oficial abandonó la galería dejando solos a los policías.
Márquez recorrió el establecimiento hacia la entrada y comprobó que la cerradura no había sido forzada. El sistema de seguridad se activaba tras introducir una clave de cuatro dígitos en un tablero situado en el exterior y se desactivaba de la misma forma. Extrañado preguntó a Rupérez: este le informó que la mujer había relatado que al llegar ella la puerta del local estaba cerrada y con la alarma activada. Nada de eso tenía demasiado sentido, pero indicaba que el asesino conocía la clave y había activado el sistema de seguridad antes de salir, dejando el recinto tal y como lo habría hecho su propietario al finalizar la jornada. De no ser por la imprevista aparición de la empleada, nadie habría sospechado nada hasta la próxima semana, y seguramente las evidencias encontradas habrían sido más difíciles de analizar.
Se concentró en tratar de determinar cómo se habían sacado los objetos fuera del local. Ya que la puerta principal no había sido forzada todo apuntaba a que el propietario había franqueado la entrada al asesino. Una atenta mirada al lugar le indicó la solución. Al fondo del pasillo reparó en una puerta de una sola hoja. La abrió descorriendo el pestillo interior, no tenía cerradura con llave, sólo el pasador que se accionaba manualmente desde dentro. Daba a un patio interior. Se fijó en otra puerta en el muro del patio, en una esquina y parcialmente oculta por una celinda a punto de entrar en floración. Como la primera, se abría desde dentro con un pestillo, pero ésta tenía además pasadores arriba y abajo anclados a la obra de mampostería que conformaba la gruesa pared encalada. El hueco daba a una estrecha callejuela. Contempló el exterior: se trataba de una de esos pasajes formadas por las traseras de edificios cuyas entradas principales daban a otras calles. Apenas había un par de portones, el resto lo formaban tapias y muros, ventanales y balcones abrigados por persianas de madera y esteras de esparto. Especuló con la posibilidad de que en la madrugada nadie hubiera reparado en un discreto vehículo si la maniobra de carga fue suficientemente rápida. Era la única explicación posible.
Regresó al patio donde encontró restos de virutas de madera: -Relleno de embalar –pensó-, como si alguien hubiera llevado allí algunas cajas y se hubieran cargado con el botín para transportarlo. Demasiado trabajo para un individuo en solitario, al menos serían dos. De vuelta al interior del establecimiento reflexionó: El único móvil plausible parecía ser el robo de unos objetos de los que no tenía ni la más remota idea; Y sin embargo el difunto debía de haber franqueado la entrada a sus asesinos y estos, según apuntaban las evidencias, tenían cierta familiaridad con él; Por los indicios no se trataba de delincuentes comunes.
La tarea no se presentaba fácil, lo primero que tendría que hacer era intentar averiguar si había habido movimientos sospechosos en la noche de ayer. Era muy improbable que hallara alguna pista en ese sentido. Luego tendría que dedicarse minuciosamente a interrogar a todos los relacionados con el muerto, familiares incluidos.
Eran casi las cinco cuando Fermín Márquez autorizó la marcha de los restantes policías a excepción de uno de los coches patrulla al que ordenó permanecer unos minutos más. Se quedó unos instantes contemplando el local, intentando concentrarse en los mínimos detalles, en los imperceptibles sonidos y restos de olores, en definitiva, en las insignificantes, a priori, huellas de aquel espacio en que se había extinguido una vida, en el intento de aprehender sus últimas emociones. Con esta impresión en sus retinas, cerró los ojos unos instantes e inspiró profundamente, acarició el silencio que le rodeaba y se dejó envolver por el vestigio de la actividad cotidiana transmitida en el microcosmos de lo imperceptible. Dentro de la burbuja parecía que nada hubiera pasado, los objetos se arracimaban a ambos lados del estrecho pasillo central en un caos aparente dictado por los exigentes cánones del marchante. Aunque él no era experto en antigüedades reconoció que algunas de las piezas eran valiosas. El aspecto del establecimiento -ordenado y pulcro- le indicaba una y otra vez que lo que allí había ocurrido estaba muy lejos de ser un vulgar robo. Lo que hubieran ido a buscar parecían haberlo encontrado y con ello la razón para dar por concluida la vida de Arangoa.

sábado, 29 de septiembre de 2012

UN CADÁVER EN JUEVES SANTO. La escena del crimen

UN CADÁVER EN JUEVES SANTO. La escena del crimen

"A los sevillanos nos acusan de ombliguismo,
pero es que Sevilla tiene un ombligo digno de ver "
Antonio Burgos 



Juan Arangoa dejó este mundo una mañana de Jueves Santo despedido por el lejano son de tambores y cornetas. Su cuerpo, cosido a puñaladas, fue encontrado sin vida en la galería de antigüedades de la que era propietario. El único epitafio que recibió fue el contenido en el desconsolado grito que salió de la garganta de la mucama del difunto cuando lo encontró inerme entre un cerco de sangre reseca.
-¡Precisamente hoy! ¡Menuda suerte la mía! - Renegó el agente Romero, mientras activaba el dispositivo policial después de recibir por teléfono la llamada de la sobrecogida mujer.
Aquella mañana era agradable, cálida y luminosa: los rayos del sol lamían los pisos superiores de las fachadas engastándolas en oro; los geranios de los balcones lloraban pétalos multicolores enhebrados en verde; algunas macetas sudaban el agua del riego matinal, y había tan poca gente por la calle que apenas se oían repiqueteos de tacones sonando a maitines. El asfalto de las calles ya estaba encerado por la pringue de las primeras procesiones, y Sevilla se preparaba para recibir en apretado torrente, la bulla de los cofrades.
El establecimiento situado en el casco antiguo, cerca de la Puerta de la Carne, había permanecido cerrado desde la tarde del día anterior, hasta que Antonia Bermejo había decidido adecentar la tienda por adelantado para evitar madrugar el lunes, cuando la ciudad volvería a reanudar su actividad normal.
Antonia trabajaba para el finado hacía más de diez años. La robusta ama no sólo atendía la limpieza diaria del establecimiento de compraventa de antigüedades y objetos de arte que regentaba el ahora cadáver Arangoa, también asistía ocasionalmente al marchante en el apartamento donde este vivía no muy lejos de allí. Aunque reprobaba el tipo de vida que llevaba, su patrón siempre le había parecido un juerguista simpático y en el fondo encantador. Le recordaba a su padre, aquel jodido y atractivo cabrón que había abandonado hacía ahora más de cincuenta años a su madre y a la caterva de zagales -seis varones y dos hembras- que componían la familia Bermejo.
Aquella mañana, según refirió al policía que le tomó la primera declaración, había acudido a su trabajo a eso de las once, después del desayuno –churros, chocolate y copa de anís machaquito seco- en un bar próximo. Se había levantado tarde para lo que acostumbraba, pero no le apetecía madrugar después de haberse acostado a las tantas la noche anterior. Ella y su marido habían trasnochado para disfrutar del desfile de las hermandades del Baratillo y de las Siete Palabras de las que ella era particularmente devota -todavía mantenía en su pituitaria el aroma a incienso, en la retina el mágico contraluz de los cirios arrojando sombras al lento caminar de los nazarenos, en sus oídos el sobrecogedor silencio apenas roto por el rítmico arrastrar de los costaleros o por las saetas que la habían hecho llorar-. Pero el destino le jugó la mala pasada de encontrar a su señorito en el centro de lo que fue un extenso charco, en el que ahora, convertido en sombra reseca después de las horas transcurridas, había coagulado en cuajarones carmesíes la sangre vertida.
En una primera mirada cuando Antonia entró en el local no había notado nada extraño.  El cierre de la puerta estaba echado normalmente, y la alarma activada como era habitual. Después de introducir el código de seguridad en la cerradura electrónica el único detalle discordante que había percibido era el extraño olor, dulzón y penetrante, con un toque metálico, que salía del apartado espacio al fondo de la tienda, y que ocupándolo casi por completo hacía las veces de oficina del marchante.
La mujer, al acercarse, observó preocupada, bajo el borde de la puerta que separaba la zona habilitada como gabinete del resto, una mancha rojiza, apenas un borrón sin brillo a la escasa luz que llegaba a esa zona del establecimiento. Las rodillas le temblaron imperceptiblemente y un nudo en el estómago le atenazó el ánimo. Temerosa giró la manilla, accionó el conmutador de la luz y antes de entrar en la estancia distinguió el cuerpo sin vida atravesado en el suelo, junto a la caja fuerte abierta y vacía, tendido de espaldas, con los ojos abiertos de par en par, dirigida la vacua mirada al infinito en un póstumo gesto de conformidad con sus últimos instantes. La cara y manos, únicas partes descubiertas, estaban lívidas por la ausencia de sangre. En el cuello se veían varios cortes, uno de los cuales afectaba a la yugular, por la cual se había desangrado el hombre, difunto de necesidad. Apenas esbozado en la pared, a modo de grosero grafitti, se dibujaba un reguero de sangre, allí donde había dejado su traza el chorro provocado por la cuchillada asestada en la vena.
Algunos papeles en el suelo, apelmazados por el fluido viscoso que los había empapado se aglomeraban en un macabro papel maché de tonos pardos. Eran los últimos restos que quedaban del contenido de la caja, precisamente donde el señorito Juan guardaba los objetos de mayor valor. Sobre todo joyas, esas que a veces le había enseñado y que tanto le gustaban; la mayoría de ellas de carácter religioso, procedentes –aunque eso ella no lo sabía- del ilegal trapicheo con quincalleros y mercachifles que ocasionalmente expurgaban museos locales donde se exponían los tesoros de antiguas iglesias y conventos.
Ella procuró no tocar nada, ya sabía -por las películas- que cuando hay un asesinato de por medio hay que tener cuidado con las huellas. Boqueando, para coger el aire que súbitamente había abandonado sus pulmones, contemplaba paralizada el familiar escenario ahora transformado a sus ojos por la tétrica situación. Sobre la mesa, que hacía las veces de escritorio y en parte de exhibidor de toda suerte de objetos, estaba la máquina de escribir Remington -que ella consideraba una antigualla inservible, pero que su señorito apreciaba como si se tratara de una antigüedad clásica -. A su lado un ordenador portátil contrastaba con un teléfono estilo “art decó” que a ella le parecía “pijo y cursi”. El artefacto estaba descolgado, el auricular caído en el suelo, emitiendo un tenue pero audible “pip,pip,pip...”.
Reprimió las ganas de vomitar que le inundaron la boca de un agrio sabor a bilis, y aunque estaba al borde de la histeria, tragándose sus propios chillidos, aterrada, sintiendo el corazón a punto de estallar, se recompuso conforme iba tomando conciencia de la situación. Se obligó a sí misma a mantener la calma y una vez recuperado el control atravesó la habitación con cuidado de no pisar el cadáver, cogió el auricular del teléfono y marcó el 112 en busca de auxilio.
La dotación policial -un par de agentes uniformados- acudió en apenas diez minutos y tras ofrecer su ayuda a la despavorida mujer irrumpieron ordenadamente en el interior del local. Después de llamar a comisaría y describir breve y profesionalmente el espectáculo esperaron hasta que se personaron en el lugar de los hechos los especialistas en homicidios de la Brigada Judicial. Quizá por el día que era el personal de servicio en el juzgado de guardia tardó en iniciar las diligencias. El irascible juez Talavera no apareció por el local hasta la una del mediodía, acompañado del médico forense y agentes de paisano de la policía.

jueves, 27 de septiembre de 2012

LA APARENTE INDIFERENCIA DE MARIANO


Ayer me fui a tomar una copa con Pintado. La noche era fría, impropia de Septiembre. Las farolas estaban apagadas, caminamos en la penumbra, sólo la luna iluminaba nuestros pasos.
Me llevé a Tim, hacía semanas que no paseábamos juntos, y mi labrador es muy sensible a eso, tanto que últimamente anda visiblemente cabreado conmigo –todo lo cabreado que un labrador es capaz de estar, imagínense-.
Detuvimos nuestra charla atrasada delante del pub irlandés del barrio -¿se han fijado que en esta parte de España hay un pub irlandés casi a la vuelta de cada esquina, casi tantos como bares?- y entramos. Tim quedó fuera, sentado, esperándonos pacientemente.
Los parroquianos que quedaban andaban a lo suyo, básicamente trasegando gin tonics y algunos, cerveza. Nos miramos para dilucidar en silencio si una mesa o la barra. Escogimos mesa, la barra estaba ocupada por un trio de evas en edad de merecer pero sin ninguna gana de hacerlo. La menos joven me miró con disgusto. Pintado tuvo más éxito, como siempre, sin embargo yo ya me había sentado de espaldas al grupo castigándolas con mi indiferencia de hombre sobrado.
Desde donde estábamos se podía ver un monitor de 42 pulgadas colgado del techo. Las imágenes sin sonido eran las de una tertulia noctámbula que debían estar discutiendo sobre la situación patria. Nos trajeron las copas, whysky de malta sin hielo para Pintado, pinta de cerveza para mí. Se podía mantener la conversación. La triada asesina apenas mascullaba algo ininteligible entre ellas, reían nerviosa y suavemente, miraban alrededor sin ver, muy educadas y contenidas. La más joven tenía piernas bonitas, me dijo Pintado. No le hice caso, yo contemplaba absorto en el televisor un caleidoscopio de escenas, como las de los documentales de historia: los tertulianos debatían con pasión encendida y sus imágenes se enlazaban con flashes de Rajoy, Gallardón, Mas el Libertador, de los manifestantes del 25S, gráficos del IBEX, recuadros de cifras, comparecencia de Montoro –que cada vez más me recuerda al profesor de FEN (Formación del espíritu nacional) de mi juventud linarense-, Griñán, Bretón y Chávez (No sé si me he equivocado poniéndolos como terna, creo que no, los tres están en Andalucía)…
Sobre todo se impuso la imagen impasible de Mariano. La Aparente Indiferencia de quien está por encima del bien y del mal. No me cae mal este hombre, aunque nunca me haya gustado. Somos bien diferentes, toda su calma contrasta con la pasión con la que normalmente vivo mi día a día, y eso marca mi opinión hacía él. No me gusta, pero entiendo la enorme carga que tiene sobre sus hombros y por ello le respeto. Me alegra que alguien mantenga la calma en este maremágnum, pero no quisiera que eso devengue en indiferencia.
Mi respetado Mariano, por favor, no permanezca impasible ante lo que nos está ocurriendo, y si quiere, véngase una noche de copas con Pintado y conmigo. Le llevaré a ese pub de mi barrio y le mostraré –porque seguro que estará repitiéndose- lo que está sucediendo en este momento con España. Don Mariano: es como los documentales en blanco y negro de España siglo XX, como los de la primera, o los de la segunda guerra mundial. Ocurre que nuestro presente se está convirtiendo en Historia delante de nuestros ojos, y cuando eso pasa no podemos aparentar indiferencia, la misma con la que contemplamos los hechos del pasado.
Está ocurriendo ahora, delante de nuestros ojos…

miércoles, 26 de septiembre de 2012

EL BORRÓN DEL ESCRIBANO. HOLMES&WATSON. MADRID DAYS.


Me gusta Garci. Admiro su amor y dedicación a lo cinematográfico. Me parece un Director con mayúsculas, reconozco el tono personal de sus obras, su impronta propia.
Algunas de ellas me han inspirado escenas y frases, como el caso del Crack; otras me resultaron tiernas, El Abuelo o Historia de un Beso; otras me parecieron sorprendentes como Luz de Domingo.
La semana del estreno leí, estando fuera de España, las críticas de su última película. La mayoría eran demoledoras, no les hice caso: entendía que la visión personal de Garci no gusta a muchos y, además, es posible que su cine esté un poco demodé. Por eso tan pronto estuve de vuelta en casa miré la cartelera madrileña y ayer noche vi la película.
La sala era pequeña y la pantalla más. Dos semanas después del estreno la cinta ha quedado relegada a la contemplación de una minoría, el público superaba en media la edad de cualquier residencia geriátrica, sólo yo bajaba la media. Por poco.
Aparté las miasmas que procedían del señor que a mi espalda tosía como un condenado y espanté con las manos el persistente aroma a perfume rancio de la señora que lo acompañaba.
Cuento esto para que entiendan que realmente quería estar allí y hacer honor a la obra del madrileño.
El argumento prometía: Holmes y Watson en el Madrid de final del XIX tras la pista de Jack el Destripador. Que salieran Gallardón o Fulgencio Arias, entre otros, en cameos distinguidos, quedaba fuera de mi curiosidad. Estaba allí para disfrutar de la visión del Madrid de Garci y de dos de mis personajes favoritos de todos los tiempos.
Apenas un par de minutos después, tras el inicio de la cinta, empecé a pensar que igual las críticas esta vez eran certeras. A los diez minutos estaba absolutamente convencido de ello; a los veinte miraba el reloj porque parecía que el tiempo se había detenido; a los treinta me había dado cuenta de que a Garci se le debía haber ido la pinza en algún momento del rodaje.
En resumen: ni los diálogos, ni los personajes, ni las interpretaciones –no entiendo el porqué de la belleza racialmente andaluza de Belén López (bellísssima) interpretando a Irene Adler, una joven de New Jersey-, ni siquiera la ambientación –aspecto este tradicionalmente cuidado por el director, por ejemplo la utilización reiterada de las escenas de enlace o los carteles de las estaciones de Madrid Delicias y Madrid Goya-. Nada de nada. Cabe preguntarse cómo se hizo el casting. Y cuándo. Casi ningún personaje encaja (a ratos José Luis García Pérez -Watson- y Carlos Hipólito -Galdós-).
Salvaré la BSO de Pablo Cervantes y a ratos la fotografía de Javier Palacios. 
Aguanté estoicamente las dos horas y once minutos, hasta que encendieron las luces de la sala. No describiré los rostros del personal. Está de más…
A pesar de todo me gusta Garci y esperaré a su próxima película. Porque a fin de cuentas el mejor escribano echa un borrón…

MAS SPIN DOCTOR.


Un “Spin Doctor” viene a ser en términos sencillos y mal traducidos aquel que utiliza las palabras y argumentos dibujando una visión sesgada de la realidad orientada en una determinada dirección, la deseada por él. Y además logra convencer a su público.
Es el caso del señor Mas.
Hoy nos desayunamos con un “interesante” panorama. A saber: Ayer en la comparecencia conjunta del honorable catalán y D. Juan Carlos en Pedralbes, parece que ni se hablaron. Tampoco lo hizo el ínclito Pujol. Hoy, tras la convocatoria de elecciones anticipadas en el Parlament, el planteamiento abiertamente secesionista de la mayoría política gobernante en Cataluña, la manifestación de los descontentos del 25-S en Madrid. Una guindita del pastel: Chaves y Griñan, en sus respectivas comparecencias en el caso de los Eres en Andalucía miran para otro lado silbando, al más puro estilo felipista que habíamos olvidado, una repetición incluso más vergonzante del comportamiento exhibido hace unos días por Magdalena Álvarez “Maleni”, que se dijo corta de memoria respecto a esa época –y de vista, añado yo-.
El resultado final de esta merdé –observen que ni he establecido orden, ni prioridad, ni Cristo que lo fundó- es que el barómetro de la realidad diaria –al menos de como la perciben terceros-, IBEX y prima de riesgo -los indicadores económicos a corto-, señalan un deterioro manifiesto de la marca España.
Toda esta pandilla de impresentables -y he metido en el mismo saco a un montón de individuos, aunque todos de parecida catadura moral- están empujando al fondo, arrastrando por tierra, enlodando, martirizando, jodiendo, asediando, vituperando… A mi pobre y querida España.
¿Dónde queda la responsabilidad de esta caterva de inconscientes, marrulleros, tramposos, ignorantes, desleales, fulleros…? Y si tienen coj… que me pongan una denuncia en el juzgado de guardia, que es lo que tenía yo que estar haciendo con ellos.
Y me pregunto. ¿Y ahora quién paga las copas?  

martes, 25 de septiembre de 2012

ESTOS SON MIS PRINCIPIOS. SI NO LE GUSTAN TENGO OTROS. (Groucho Marx)


Quien también dijo: “La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados” o esta otra, que también tiene su miga: “Yo sólo me siento a la mesa de un político si paga él”.
Aclaro, de ayer a última hora, al socaire del asunto catalán: El PSC acepta un referéndum no vinculante “siempre que se haga conforme a las leyes” y aboga por modificar la Constitución siempre y cuando todos nos pongamos de acuerdo (esto creo que se lo he oido hoy a Valenciano)… Ya se sabe, la alta política es un juego de palabras en el que domina el condicional (rima con Federal).
Lo dicho  “El secreto de la vida es la honestidad y el juego limpio, si puedes simular eso, lo has conseguido”.
Y para finalizar me aplico el cuento: “No sé a qué viene admirar tanto a Moisés por los diez mandamientos. Yo también escribo, y a mí no me sopla Dios el argumento”

NOCTURNO.


Es posible que mis historias parezcan repetitivas, pero es que lo son, es mi historia contada de mil y una maneras, y eso resulta repetitivo… ¿qué no lo es?
Dejé Londres bajo la lluvia, después de renunciar a ella y abandonarla a la suerte del gordo cabrón. No fue fácil, él quería las pruebas, yo le dije que no había nada de qué preocuparse, como si yo fuera más creíble que los apéndices que coronaban su cráneo o que los moratones en la espalda de ella. Pero a veces no queremos ver lo más evidente.
Antes pasé por su casa. Sabía que ella estaba arriba. La luz de siempre, en la ventana de siempre. Sólo que como siempre el que dejó la casa de madrugada era otro distinto al de siempre. La misma hiel en la boca, la misma sensación de desarraigo y desesperanza de siempre.
Hay quien me acusa de animal robotizado, no sé por qué, ¿hay algo más humano que el odio que siento por ella mientras me consumen los celos de amor? Mazarro se empeña en decírmelo cada vez que me pasa, cada vez que me enamoro y cada vez que como hoy se me encienden las pupilas de odio y me arden las sienes. Nunca he visto a ningún robot hacer eso.
Ella me había llamado dos días antes. Volcó sobre mí toda su artillería letal. Primero me susurró como una gata, su lengua parecía acariciar mi oído y las palabras eran leche caliente en su hocico. Luego me invitó, dijo que quería pasar una noche conmigo. Yo no la creí y se lo dije. Ella se revolvió y vertió sobre mí el vitriolo que atesoraba su corazón. Me despellejó como a un conejo y me abrió en canal como a un pollo, me evisceró como un cordero lechal, me dejó vacío como la concha de un ermitaño.
Ahora la recuerdo, no puedo hacer otra cosa que recordarla, una y otra vez, tan interminablemente como la historia que se me repite sin poder evitarlo…
Se ha sentado alguien a mi lado. No miro, no quiero mirar, pero siento el calor de un cuerpo y el aire cálido que despide su cuerpo incluso en la mecánica frialdad de la fila de asientos del avión. No puedo dejar de oler su aroma, especiado y cítrico, ligeramente persistente, remotamente liviano. Si los olores tuvieran temperatura y color este sería cálido, de color naranja desvaído, como el cielo por las tardes al borde del anochecer.
No quiero mirar. Si lo hago repetiré la historia del principio y me daré cuenta que vivo encadenado a una noria de la que no puedo escapar.
La azafata me ofrece el catálogo de bocadillos. Delante de mí una turista británica vestida para perderse en el desierto derrama la botella de agua y mira airada a su alrededor. Su mirada se tropieza con la mía. Educadamente la invito a perderse en el infierno. Se pierde. Pido un bocadillo de jamón, y una cerveza. La azafata me derrama la espuma en el pantalón. Le doy las gracias en silencio, con la misma mirada asesina de antes, mirada que se ha perdido resbalando entre los pliegues de su blusa.
Ella, porque es ella, desliza su brazo por delante de mi torso, para recoger la ensalada enlatada que ha ordenado. El naranja cálido me roza apenas. Mantengo la mirada fuera de la zona de peligro, pero no puedo apartar mi nariz. Y eso es suficiente para dibujar su imagen en mi cerebro, para transportarme de nuevo bajo la ventana de aquella casa de Kesington, para dejarme caer al vacío desde doce mil metros de altura.
He aterrizado sin novedad. No viajo en Ryanair. Mis honorarios a gastos pagos me permiten abordar los aparatos de Iberia. Me levanto antes de que el avión llegue a contactar con el finger. Recibo el reproche de la sobrecargo en pleno plexo solar. Antes que la advertencia del comandante. Aunque es tarde, vuelo, corro hasta la puerta del avión. Salgo en tromba. Antes de que la sombra que corre tras de mí me alcance…
Encontrarme a Mazarro fuera ha sido un alivio. Le he pedido que me lleve a tomar una copa. Me ha dejado en la puerta de Gayarre y ha seguido camino, tenía otro compromiso. Entro y me acodo en la barra mientras Jaime –mi barman favorito- me pone lo que no he tenido que pedir…
Fuera, esta noche de Madrid, también llueve, a mares, como antes en Londres…  

miércoles, 19 de septiembre de 2012

AL OTRO LADO DEL ESPEJO. LO QUE ME HACE PENSAR EL SEÑOR MAS…

Ando jodido estos días por esto de la cuestión nacionalista, secesionista independentista, como lo quieran llamar, que azota la nación, estado, reino, como lo quieran llamar.
Como lo mio no es la política, gobierno, estrategia, mier…, como lo quieran llamar, me he puesto a pensar en algunas de las cosas –concetos (me he comido la p a sabiendas, porque suena más como quiero)- que esto nos obligaría a cambiar. Por ejemplo y por frivolizar sobre algo tan serio:
La Vuelta a España, ¿cómo se llamaría?, ¿vendrían los mismos?, ¿sería la segunda gran vuelta del circuito? La liga sin el Barça y sin el Español, y vete a saber si sin el Tarragona, el Lérida, etc… La editorial Planeta, ¿seguiría con sede en Barcelona? ¿Tendría que sacar mis ahorros de La Caixa? ¿Qué haría con la jodida hipoteca? ¿Seguiría pidiendo salchichón Sendra? (La verdad que los ibéricos de Salamanca, de Huelva, Extremadura o de la serranía cordobesa no están nada mal) ¿Debería renunciar a las tostadas con aceite de Oliva (de Jaén o Sevilla que por ahí no paso, con tomate estrujao de la huerta de mi amigo Mazarro)? ¿Vendo el Seat de mi hijo? (tendría que llamarse de otra forma porque la e de España deberá desaparecer, digo yo. Scat suena mal, como a sueco). Aunque igual para las televisiones se abre el melón. Al menos los programas esos de españoles por el mundo, andaluces por el mundo, madrileños por el mundo, un poner, pueden sacar episodios nuevos…
Y no me he puesto a pensar en las cosas serias: El ejército, la universidad, los hijos e hijas de emigrantes, las empresas antes españolas en Cataluña, las catalanas, antes españolas en España…
Lo dicho estoy jodido. A mi edad cada vez me cuesta más trabajo aprender cosas nuevas, aunque si hace falta, lo haré.
Un dato interesante, otra perspectiva, hoy hablando del tema con el profe de inglés (en inglés, porque catalán les juro que no voy a aprender ahora) me dijo –con esa sonrisa polite de autosuficiencia que suelen exhibir estos hijos de la blanca Albión- que no entendía por qué ando cabreado, a ellos –a los ingleses- les pasa lo mismo con los escoceses, aunque me ha señalado una sutil diferencia que cambia todo. Me dijo: Los escoceses quieren la independencia de Inglaterra… Y nosotros los ingleses que la consigan…
Igual hasta lleva razón y el problema de España es de óptica…      

EL BUENO DE HARRISON FORD… 70 tacos.

Andaba dándole vueltas a la sesera intentando discernir los actores que han marcado mis gustos cinematográficos. Por este blog han desfilado, de momento, Steve McQueen, Gregory Peck, Gary Cooper, John Wayne, Daniel Day Lewis, Lee Marvin, Viggo Mortensen y por supuesto Harrison Ford.
Aunque con respecto a este último me centré en el papel de Deckard en Blade Runner, sin embargo ha estado presente en mi vida desde mucho antes: el teniente Halloran de la Calle del Adiós -cuando me enamoré de Lesley-Ann Down-, Han Solo en Star War, Indiana Jones y el detective John Book de Único Testigo. Por mencionar los personajes que de una u otra forma han ahormado el alma de Pintado.
Es en esta película en Único Testigo, donde la magia del cine –y del personaje- logra hacernos parecer atractiva al taco de madera llamado Kelly McGillis –la misma que increíblemente seduce al joven Tom Cruise  de Top Gun- a fuerza de hacerla bailar al ritmo de Wonderful Word interpretado por Sam Cook. Un clásico.
A mi, que conste, también me hubiera gustado bailarla…

martes, 18 de septiembre de 2012

AQUELLOS OJOS GRANDES Y ALMENDRADOS.

Era de noche, hacía frio y la luz seguía encendida allá en la ventana del segundo piso, donde su habitación. Pateé el suelo con fuerza, como si quisiera romper la losa que parecía un bloque de hielo bajo mis pies. Arrojé la colilla a lo lejos y observé la trayectoria del misil balístico de corto alcance perdiéndose entre el seto de tejo que rodeaba la casa.
Ella seguía allí. Me la imaginé entre los brazos del otro. siempre me la imagino así, entre los brazos del otro. Del otro o de los otros, porque nunca le he visto la cara y a veces parece grande, otras enorme y algunas normal, como cualquier hijo de vecino. Mal rayo la parta, juro, la maldigo en silencio, entre dientes, tragándome la hiel del desprecio ciego. La peor.
No sé porque acabo enamorándome siempre de quien no debo, de una cliente, de cualquiera que se me cruza por la calle, una maldición, créanme.
Mazarro me había arreglado la cita con el marido, dos meses antes: un calvo y barrigón, uno de esos pijos al que Madrid se le quedó pequeño y se mudó a la City, a hacer fortuna, a esquilmar a los países estúpidos como el nuestro, como el vecino, como el de más allá. Y vaya que lo había conseguido. Al menos no era un pijo guapo y elegante, este podría haberse forrado en el estraperlo durante la posguerra, pero no, quizás sus padres, este era de la generación posterior.
Ella era diferente. No era la primera esposa. Ese tipo de mujeres no solía ser la primera esposa de un gordo y calvo con aliento pestilente.
Cuando vi su foto y escuché la petición del gordo, supe que iba a tener problemas. Al ver sus ojos grandes y almendrados intuí lo que iba a pasar, porque siempre ocurre lo mismo con ese tipo de ojos, es como una maldición.
El seboso quería pillarla infraganti, o sea, se la quería quitar de en medio, como había hecho con la primera que ahora ejercía de depresiva divorciada en alguna urbanización de Pozuelo. Y ahora quería fotos y pruebas de que le estaba cambiando la configuración ósea del cráneo.
Así que allí estaba, de nuevo, igual que en las tres últimas semanas, mirando a la segunda planta de la casa de estilo victoriano de Kesington, cinco millones de libras en canal, mientras la imaginaba refocilándose entre las sábanas con el joven adonis que había traído aquella noche. Como siempre hacía cuando el gordo seboso se ausentaba un par de días…
Me dieron las tantas, la una, las dos, las tres. Ya no sentía las plantas de los pies y la garganta se me había vuelto sobre si misma como un guante del revés, tanto que la sentá rasposa, seca, pegadas las paredes a las mucosas. Maldije a Mazarro y a Dios Bendito.
Por fin la puerta se abrió y salió el galán. A este le vi la cara. Por primera vez. Era del color del chocolate fondant, negro y brillante. Dudé si joderlo por ventilárseme a la dama, pero no estaba allí para eso. Y además era un armario, igual no colaboraba lo suficiente. Mejor otro día.
Me oculté tras el tronco del plátano de indias. El tordo pasó a mi lado sin darse cuenta. Si hubiera sido blanco iría colorado, me imaginé.
Al poco, cuando recuperé el resuello, el silencio volvió a inundar la calle. El visillo tras la ventana se movió. Y apareció su rostro de angel y en su boca una sonrisa sardónica, apenas una mueca. Pero sobre todo la mirada de aquellos ojos grandes, almendrados y verdes como esmeraldas, que me paralizaron la sangre como si de pronto me hubieran espachurrado el corazón.
Maldito Mazarro pensé, por qué siempre me tocan a mí…     

domingo, 16 de septiembre de 2012

NUNCA ES LO QUE PARECE. Dentro.

NUNCA ES LO QUE PARECE. Dentro.
La luna iluminaba el monte Abantos, el granito de la cumbre parecía una corona de plata sobre el trono de los dioses. Y esa misma luz caía hacia el Monasterio, abajo, haciéndolo parecer uno de esos castillos que construía con barro y cal cuando era niño delante de su casa en Alumbres.
Pintado aliñó el silencio hosco de Paco Real con el desespero que le salía del fondo del corazón. Una sensación que le dominaba de cuando en vez oscureciendo la esperanza de cualquier mañana. El que se encuentra inesperadamente al final del camino, cuando no hay regreso posible, cuando nadie espera una explicación por lo que ya no tiene remedio.
No paraba de pensar en Lola, una mujer que había muerto por su imprudencia, a la que nunca prestó mayor atención que la que hubiera dedicado a un perro. Y eso le producía un intenso dolor, una angustia infinita, la certeza de saberse el causante de su pérdida. No salió bien lo que hubo entre ellos. Para él significó unas cuantas noches de pasión, un encuentro cálido, roce de piel contra piel, sabor de saliva y la humedad de los cuerpos al encuentro… Nada más. Y lo que es peor, siempre supo que para ella no había sido lo mismo, para ella Pintado era una segunda oportunidad, si no la primera… Pero eso ahora no servía para nada. Ella era otra cuenta pendiente, una que ni siquiera la venganza borraría de la pizarra en la que estaban escritas con sangre las cuentas. Nunca la amó, pero ahora la recordaría como si la hubiera amado, peor, porque sería para siempre y con el remordimiento de la traición.
-¿Paco, qué puede hacer un hombre que no cree en nada, como yo, para expiar sus culpas?
Real se lo quedó mirando. Encendió un cigarrillo y escupió una brizna de tabaco.
-Eso depende… -Respondió.
-¿De qué Paco? ¿De qué depende?
-De cómo y cuándo quieras morir.
Real se alejó en silencio y se perdió en la oscuridad del jardín, sólo la punta incandescente del pitillo delataba su presencia, poco después una estela diminuta surcó el aire y se extinguió. Una lechuza ululó en la copa de un roble centenario. Un grillo cantaba en la espesura. Pintado se quedó solo en la terraza. Solo con sus miedos y su angustia…
Se encontraron con Jiménez frente al colmado a la hora convenida. El plan era muy simple: Real se colaría en el recinto viajando dentro del furgón, mientras que Pintado esperaría fuera y convenientemente a resguardo por si surgía alguna complicación. La salida, sin embargo, sería otra cosa. La teoría de Paco Real era que con tan poco tiempo para planificar el asalto lo importante era el acceso. Una vez dentro tendría que improvisar, aunque en su experiencia cuando se diseñaba un sistema de seguridad de ese tipo se hacía para evitar la entrada y no la salida, y en consecuencia era cuestión de dar con el punto débil. Para evitar males mayores habían decidido no llevar armas. Real sólo contaría con su experiencia en Operaciones Especiales.
Pintado se había adelantado unos minutos. Ocultó el vehículo en la espesura a una distancia de cinco minutos a pie de la entrada al recinto y siguió por el monte hasta encontrar un lugar elevado desde el que observar el edificio. Donde estaba podía verse la barrera, el camino de acceso y la fachada principal. La barrió con los binoculares. Era imposible distinguir ninguna actividad dentro porque las cristaleras de las ventanas reflejaban la luz diurna como espejos. Tendría que esperar hasta la noche por si había más suerte. Una ronda de vigilancia -un guardia acompañado de un perro- recorría el perímetro cada diez minutos. Los muros que rodeaban el recinto eran recias construcciones de mampostería de más de cuatro metros de altura rematadas por una línea de detección de presencia y flanqueadas por detectores de movimiento a cada trecho. El sistema estaba reforzado por cámaras de infrarrojos con cobertura estereoscópica. Real apenas tendría un minuto disponible si quería salir saltando el muro y eso siempre y cuando no le importara señalar su presencia.
El guardia de la puerta dio el alto a la furgoneta de Jiménez. Lo justo para dar el saludo protocolario, anotar la matrícula y franquear el paso. Pocos segundos después el vehículo se detenía ante la trasera del edificio en la zona de descarga. La luz irrumpió en el habitáculo cuando el tendero abrió la portezuela para coger los dos jamones. Dejó la puerta entornada y desapareció dentro del edificio.
Real esperó apenas unos segundos, luego asomó la cara y cuando comprobó que no había moros en la costa salió del vehículo y se ocultó tras los contenedores de basura que flanqueaban la puerta del almacén. Jiménez montó en la furgoneta poco después tras asegurar de un portazo la puerta trasera. Dio marcha atrás y giró en la rotonda para embocar el camino de salida. El guarda de la puerta saludó con un gesto de la cabeza, anotó la hora de salida y volvió dentro de la garita para seguir observando los monitores de vigilancia. La Ford Transit se perdió carretera abajo en dirección a Rascafría.
Una rapaz giraba en círculos flotando en una térmica, quizás esperando que el sol del ocaso le permitiera detectar el movimiento de algún roedor en el suelo del bosque de coníferas. Pintado aspiró el aire fragante y llenó sus pulmones con el ambientador natural. El sol declinaba muy rápido entre las montañas. En unos minutos las sombras grises avanzarían subiendo hasta la cima como si la oscuridad esperara en la base de la sierra e inundara las gargantas. Esa sombra le pareció acogedora, le protegería de la vista de terceros.
Real esperó un rato para familiarizarse con los ruidos del lugar. Desde donde estaba podía ver un tragaluz en la puerta de los almacenes y del pasillo de servicio. Comprobó que más allá no había movimiento. Se puso la bata blanca que había llevado consigo y entró en el edificio. El pasillo era la red nerviosa del complejo, una galería que servía de comunicación entre las dependencias interiores. Dejó la puerta de las cocinas y se escabulló en dirección a las escaleras interiores con la esperanza de no tropezarse con nadie en su camino.
El ambiente dentro era estéril, aséptico. Olía a desinfectante, un penetrante aroma picante y metálico, a muerto en conserva, a vacío gris.
Se planteó el dilema. ¿Arriba o abajo? Un ruido que venía de arriba tomó la decisión por él. Sus pies emprendieron automáticamente el camino de bajada hasta el sótano. La escalera terminaba en una puerta batiente con ventanucos en ambas hojas. Miró dentro. Nadie deambulaba por el pasillo. Dejó de lado el ascensor, sendas puertas con la etiqueta “Laboratorio” y “Farmacia” y al fondo una que ponía “Mortuorio”. Entró. Era un espacio amplio rodeado de puertas de metal, de cámaras frigoríficas ubicadas en nichos. Al menos doce. Aquello no cuadraba. ¿Qué demonios pintaba una sala de aquellas características en una clínica de reposo? Tomó la manija de cierre de una de ellas y la abrió. Tiró de la plataforma deslizante hacia sí. Estaba vacía. Repitió la operación, una, dos, tres veces. Esta vez la plataforma servía de cama a un cadáver. Una mujer joven, casi una niña. Rostro cerúleo, extremidades lívidas, el cuerpo recorrido por costuras que circunvalaban el torax, el pecho, los costados. Su cara tenía una extraña expresión de paz, la evocación de la nada quizás. Se fijó en las facciones. Una mestiza indígena, de piel cobriza quizás, ahora era imposible saberlo. Quizás originaria de algún lugar del Amazonas, vete a saber de cuál de sus países ribereños. Siguió buscando. Encontró cuatro cuerpos más, uno de ellos varón. Muy parecidos entre sí, apenas adolescentes, todos indígenas y mestizos. Todos ciudadanos de algún país latinoamericano. Todos cosidos como la primera. Como pelotas de beisbol. Grandes costurones en zigzag, lo suficiente para unir la carne, para cerrar el volumen.
Controló las ganas de vomitar. El olor a líquido conservante se le había metido en las fosas nasales y llegado hasta la garganta. Le iba la vida en ello. Cerró las puertas de las cámaras y comprobó que todo estaba como lo encontró al llegar. Observó por los ventanucos y salió de nuevo al pasillo de comunicación.
En dirección contraria a por la que había venido sólo había otra puerta. Una con la etiqueta sala de mantenimiento. Probó por ella. Tuberías metálicas. Recubrimiento de aluminio. Recipientes a presión. Bombas impulsando la savia que necesitaba el edificio para su supervivencia. Un generador eléctrico zumbando. Las tripas de la casa de la muerte. Un horno crematorio rugía en un extremo.
El operario comprobó el indicador de temperatura y activó el pulsador de parada. Un ruido a su espalda le indicó que había alguien más en la sala. No esperaba a nadie. Se giró y vio algo que no debía estar allí. No conocía a ese fulano. Allí nunca bajaba el personal de bata blanca. Agarró la palanca que usaba para accionar el volante de las válvulas y se encaró con él. Real no le dio la más mínima oportunidad. Lo puso a dormir por las próximas doce horas. Cuando despertara su cabeza zumbaría como un enjambre de abejas durante horas.
Real ocultó el cuerpo inconsciente detrás de la carcasa de un intercambiador. Al menos estaría calentito durante toda la noche. Abrió la puerta del horno, sintió la bocanada de calor estrellándose contra la cara y puso la mano de pantalla, para protegerse. Miró a su alrededor hasta encontrar una barra de metal lo suficientemente larga. La introdujo en el hogar al rojo y acercó hasta la puerta lo que pudo del montículo de restos. Un cráneo calcinado y frágil se rompió en fragmentos cuando cayó al suelo, a sus pies, esparciendo cenizas y restos incandescentes que volaron como luciérnagas a su alrededor y que cuando se apagaron quedaron en polvo gris, arena caducada del reloj que mide el tiempo que ha pasado.

AYER POR LA MAÑANA EN EL MERCADO DE PORTOBELLO ROAD. El secreto de la invisibilidad.

Habréis oído hablar de Portobello Road, casi seguro… Por la película Notting Hill, por los vecinos de arriba que fueron el fin de semana pasado a Londres, o por el amigo Miguel –mis respetos a mi querido Buffalo Bill- que de vez en cuando se pierde en las galerías de anticuarios a la búsqueda de alguna pieza art noveau…
Recreando todos esos deseos perdidos de miles de españoles ávidos de aventuras me perdí ayer mañana en el subsodicho mercado, con la suerte de no tener, ni prisa, ni objetivo fijo, así que me dediqué simplemente a vagar por la zona, como pluma de paloma al viento, como hoja caída llevada por la corriente –es de reconocer que me pongo insoportablemente cursi después de la segunda copa- pero es lo que hice.
Entré y salí de galerías –que allí llaman arcades-, admiré cameos, cristal tallado, plata y armas de todos los rincones del Imperio, admiré en silencio y con sana envidia la estampa de cientos de mujeres de todas las edades, aunque abundaban las jóvenes y guapas, y practiqué mi oído al socaire de diferentes acentos en los que abundaban el español, italiano, francés y portugués –con deje brasileño-, pocos catalanes he de reconocer, y mucho oriental de la zona del sol naciente y árabes de vete a saber que parte de la península arábiga.
Hacía calor al solecito de septiembre, aunque el aire, aparte de a fritanga variada, no olía a nada que excitara mi pituitaria entrenada –por eso hoy no añado olores al colorido de la escena-. Mientras me daba cuenta de que cuando rodaron la película debían de haber contenido la presencia de tanto turista, y buscaba infructuosamente los lugares famosos, que luego reconocí en otras calles, llegó a mis oídos una música proveniente de uno de los cientos de tenderetes callejeros. Un remix de canciones de nuestra vida en versión vintage internacional, así que como buen guiri –allí el guiri era yo- me acerqué y frente al puesto pasé uno de los mejores ratos de mi vida, solo, al sol del tímido verano londinense, protegida mi cara de la radiación emanada del astro por la sombra de un semáforo, viendo pasar gente de todos los rincones del orbe conocido y dándome cuenta –porque ni me miraban- de que por fin había conseguido convertirme en el auténtico hombre invisible…
NOTA: Efectivamente después de tres semanas aquí no he podido resistir y he entrado en un bar de Tapas y me he ventilado una botella de Ribera del Duero… Es lo que tiene España, dentro la echas de más, fuera no puedes vivir sin ella… Sin lugar a dudas es Mujer.

DE AMORES… HOMBRES Y MUJERES.

He tenido estos días la oportunidad de comparar entre dos visiones diferentes del mismo asunto. De amores imposibles vistos desde las ópticas de diferentes autores.
Por un lado la de Laura Esquivel en Como Agua para Chocolate, por la otra la de Gabriel García Márquez en El Amor en tiempos del Cólera.
Tienen puntos de partida semejantes, un amor que los padres hacen imposible y finales comunes, la consumación del amor en el tiempo. Y he dicho consumación que no final.
Me quedo con la Tita de Laura Esquivel y con el Florentino Ariza de Márquez, ambos plasman de alguna forma los exorcismos de su amor infinito, la una en forma de recetas de cocina, el otro por medio de la lista de las amantes con las que narcotizaba su deseo por Fermina Daza.
Ambas historias son travesías por la vida y en ambas hay un rio que mientras fluye contiene la fuerza desatada de las pasiones -el Rio Grande y el Rio Magdalena- y ventea los deseos de sus protagonistas. En una la vida en el rancho, en la otra Cartagena de Indias. En ambas historias los protagonistas apenan se atreven a dejar de lado lo que les resulta familiar, como peces en un estanque. Ni pueden, ni quieren escapar de su destino.
De las películas basadas en ambas novelas, me quedo con la Mexicana. Adorable Lumi Cavazos. La adaptación de la novela del colombiano es mediocre, a pesar de la belleza de Giovanna Mezzogiorno, la insufrible caracterización de Bardem –achaparrando su figura compacta- y de los demás actores hispanoparlantes trasladando al inglés una historia profundamente hispana hacen el resultado poco creíble, en mi opinión. Y aunque no me vuelve loco Shakira, me gustó su Hay Amores...  

viernes, 14 de septiembre de 2012

NUNCA ES LO QUE PARECE. La Clínica.

NUNCA ES LO QUE PARECE. La Clínica.

Dejaron la carretera entre Rascafría y el Paular por un camino secundario en dirección al oeste de la sierra. El tramo de ripio inicial se convirtió pronto en una ruta asfaltada, como si alguien hubiera querido camuflar la vía haciéndola parecer un simple camino particular. Al cabo de diez minutos encontraron la primera señal indicadora de que se dirigían a la Clínica ZOT. Cinco minutos después distinguieron a lo lejos el edificio que andaban buscando, una mole de hormigón y ladrillo con cubierta de pizarra en medio de la inmensidad del parque natural de Peñalara.
Una barrera con guarda armado impedía el acceso al recinto. Inmediatamente se les hizo evidente que no podrían pasar de allí y que fuera lo fuera lo que se escondía detrás no se trataba de una clínica al uso. Improvisaron una explicación al uniformado. Buscaban la finca de un amigo y se habían perdido por el camino. El hombre, un ciudadano originario de algún país del este les aconsejó educada, pero firmemente, en un español bastante correcto, aunque con fuerte acento, regresar por donde habían llegado y preguntar en el pueblo por el camino que andaban buscando. Un vistazo rápido desde la entrada, mientras, les permitió comprobar que el área estaba protegida por un complejo sistema de seguridad –cámaras, sensores y posiblemente rondas de vigilancia perimetral- y que cualquier intento por tierra estaba condenado al fracaso hasta para el mejor de los grupos de operaciones especiales.
Camino de regreso comprobaron que la única vía de entrada era la que habían seguido y que, salvo siendo águila o helicóptero, no había otro medio de llegar allí. Cuando desandaban el camino se cruzaron con una furgoneta que venía en dirección contraria: Delicatessen y Ultramarinos JiménezRascafría, rezaba el logo pintado con estridentes caracteres bávaros en el lateral del vehículo. Ambos hombres se miraron sin necesidad de intercambiar palabra, por sus mentes se cruzó la misma idea.
Cuando llegaron a Rascafría no les llevó demasiado tiempo dar con la sede del honrado colmado que el señor Jiménez había heredado de su padre, y este del suyo, desde que lo fundó a la vuelta de una corta, pero productiva, experiencia como emigrante en Cuba. Esperaron sentados en una terraza de la plaza que da al ayuntamiento tomándose unas cervezas.
Ya habían cerrado los comercios a su alrededor cuando regresó la furgoneta del comerciante y aparcó frente a la puerta del establecimiento. De ella se apeó un hombre de mediana edad vestido con la trasnochada bata gris propia de su oficio.
Pocos minutos después este cerraba la cancela metálica plegable y salía acompañado de una mujer que vista de lejos parecía mucho más joven que él. Pintado y Real se habían levantado para ir al encuentro del hombre, pero este les ahorró el trabajo. Después de despedir a la mujer con un beso, se dirigió hacia ellos con las manos en los bolsillos, pasó de largo y entró en el bar en cuya terraza habían estado esperando.
Lo abordaron en la barra, Real enseñó su acreditación policial y sin demasiado insistir acabaron en una mesa preguntándole lo que sabía sobre la clínica de la montaña: Jiménez era proveedor de comestibles y hacía un par de viajes semanales para aprovisionar la despensa del lugar, poca cosa en realidad, lo más selecto o el desavío del sitio, porque el suministro al por mayor lo hacían en una gran superficie de mayoristas, aunque siempre se olvidaba algo y ese era el cometido de Jiménez. Pagaban al contado y nunca había pasado más allá del almacén y de las cocinas. Sacaron en claro que la mayoría del personal era extranjero, venidos de países del Este, incluso en la cocina, porque la gente del pueblo se conocía entre sí de toda la vida y no sabía de nadie que trabajara en la clínica. La clínica tenía un par de pisos alquilados en el pueblo en los que se alojaba el personal subalterno cuando no estaban de guardia. Una furgoneta hacía el transporte una vez al día a primeras horas de la mañana. El nunca había visto al personal médico, nunca debían salir –conjeturó-. Jiménez sospechaba que el lugar era una clínica para gente de dinero porque casi nunca se veía gente deambulando por allí, “ni familiares ni na”(sic), y porque a veces sobrevolaban por encima los helicópteros en dirección a esa zona del monte.
-Señor Jiménez, ¿cuándo le toca volver por la clínica? –Preguntó Pintado.
-Déjeme pensar… Mañana, porque me habían encargado un par de jamones 5 Jotas y de esos ahora en verano no los tengo en la tienda, es un material muy delicado y con lo que está cayendo cualquiera los tiene. Así que mañana bajaré a Madrid y se los acerco por la tarde ¿Por qué?
-Porque si no tiene usted inconveniente, mañana, además de los jamones, va usted a llevar un polizón a bordo…

miércoles, 12 de septiembre de 2012

NUNCA ES LO QUE PARECE… Las Sociedades.

NUNCA ES LO QUE PARECE… Las Sociedades.

“(…)Todo lo arrastra y pierde este incansable
Hilo sutil de arena numerosa.
No he de salvarme yo, fortuita cosa
De tiempo, que es materia deleznable.”

El Reloj de Arena
Jorge Luis Borges


El restaurante lo había elegido Rubén de Haro, una sencilla casa de comidas de las de toda la vida propiedad de un cocinero de Zamora que hacía honor a las delicias de su tierra. Les había reservado un discreto salón donde a la sobremesa pudieron concentrarse en analizar el complejo entramado de empresas relacionadas con Pesquerías de Santa Cruz, sin lo cual seguir adelante sería una locura. Bermúdez había excusado su asistencia, aunque a cambio había garantizado las vacaciones de Real durante las siguientes semanas. Un regalo del Comisario Jefe a su antiguo colaborador.
La chica rumana se retiró sin ruido llevándose con ella la última bandeja con los restos de la comida, dejando tras de sí un perfume dulzón como el del campo en las tardes de verano. Pintado se quedó mirando, sin ver, las piernas largas como noche de invierno, el trasero redondo como luna de verano y el amplio escote traicionero como la sombra de un pirata. Sólo quería empezar de una vez el final de la historia.
Rubén desplegó sobre la mesa un esquema dibujado a mano sobre un papel y abrió el ordenador portátil que había traído consigo. Comprobó que la conexión a Internet estaba activa y empezó a explicar lo que había averiguado, trazando líneas sobre el diagrama y apuntando a la información de la pantalla.
Pesquerías de Santa Cruz tenía en los libros prácticamente un único cliente: Logística Tridente S.A. Esta pequeña compañía no tenía activos registrados y era propiedad de un fondo de inversión con sede en Suiza. Sin embargo la contabilidad oficial determinaba una cuenta con la pesquera de algo más de tres millones de Euros, cantidad suficiente como para justificar la actividad de la pequeña empresa en España, sin embargo excesiva para los escasos activos de los que era propietaria. Ese fondo de inversión poseía a su vez la práctica totalidad de las acciones de la Sociedad Médica del Noroeste, y esta a su vez era la propietaria de tres clínicas ubicadas en pequeñas localidades de las provincias de Coruña, Sevilla y Madrid. Todas ellas figuraban registradas bajo el epígrafe de Clínicas privadas de reposo. Todas ellas en situaciones estratégicas, con buenas comunicaciones aunque alejadas de las urbes y con la particularidad de contar con un helipuerto privado cada una de ellas.
Rubén De Haro mostró en Google Map tres áreas que había previamente localizado. Cada una de ellas contaba con terreno amplio y estaban alejadas de la capital correspondiente por una considerable distancia, con la excepción de la situada en Galicia por razones evidentes. Los terrenos implicados debían costar una fortuna. En las imágenes se distinguía perfectamente la pista de aterrizaje anexa a cada una de las clínicas.
-No sabía que el negocio médico diera para tanto. –Apuntó Pintado.
-Lo mejor está por llegar, espera –reclamó De Haro-. Un compañero de Hacienda me debía un favorcillo, así que le pedí el dossier de las clínicas. Ha sido aburridísimo, se lo han trabajado de lo lindo, en apariencia no hay nada anormal, superaría cualquier auditoría. Pagan religiosamente los impuestos, tienen un balance saneado, todo intachable… Pero cuando revisé apunte por apunte los ingresos del IVA, ahí saltó la liebre. Comprobé la relación de proveedores de las clínicas y he encontrado algo que me ha llamado mucho la atención, algo verdaderamente sorprendente.
-Dispara Rubén, nos tienes en ascuas.
El diplomático sonrió con satisfacción. Aprovechó el momento para escanciar brandy en una copa balón y calentarlo lentamente entre las manos. Parecía disfrutar de la impaciente espera de sus compañeros.
-¿Os sorprendería saber que los dos principales proveedores de la Sociedad son Lancet una empresa dedicada a la distribución de material quirúrgico y Procea una compañía farmacéutica radicada en Suiza?
-Se trata de Clínicas, ¿no? Gasas y esas cosas ¿Qué tiene eso de extraño? –Preguntó Real.
Pintado se mesó la barba con la mirada perdida en la pantalla del ordenador. De Haro bebió de la copa y chasqueó la lengua. Real los miraba sin acabar de comprender.
-Paco… Se trata de clínicas de reposo. ¿Qué demonios puede suministrar a una clínica de reposo una distribuidora de material quirúrgico? –Respondió al fin Pintado.
-Y no sólo eso. Procea se dedica en exclusiva a la fabricación de fármacos inmunosupresores. Tampoco me cuadra mucho –concluyó De Haro-. Me he quedado ahí. No he tenido tiempo de más.
-Nos falta por saber quién está detrás de ese fondo de inversión. Quién lo maneja. Para mí todo lo que nos has contado es un galimatías sin demasiado sentido.
-Tened paciencia. Estas cosas nunca salen a la primera. Será complicado, no os hagáis ilusiones, aunque haré lo que esté en mi mano. Necesito algo más de tiempo.
-De acuerdo Rubén –aceptó Pintado-. Esperaremos, pero se nos acaba el tiempo. De todas formas no estaría de más acercarse por una de esas clínicas y enterarse de lo que se cuece allí dentro. Tenemos una cerca, a apenas una hora ¿Te apuntas Paco? ...