SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


domingo, 16 de septiembre de 2012

NUNCA ES LO QUE PARECE. Dentro.

NUNCA ES LO QUE PARECE. Dentro.
La luna iluminaba el monte Abantos, el granito de la cumbre parecía una corona de plata sobre el trono de los dioses. Y esa misma luz caía hacia el Monasterio, abajo, haciéndolo parecer uno de esos castillos que construía con barro y cal cuando era niño delante de su casa en Alumbres.
Pintado aliñó el silencio hosco de Paco Real con el desespero que le salía del fondo del corazón. Una sensación que le dominaba de cuando en vez oscureciendo la esperanza de cualquier mañana. El que se encuentra inesperadamente al final del camino, cuando no hay regreso posible, cuando nadie espera una explicación por lo que ya no tiene remedio.
No paraba de pensar en Lola, una mujer que había muerto por su imprudencia, a la que nunca prestó mayor atención que la que hubiera dedicado a un perro. Y eso le producía un intenso dolor, una angustia infinita, la certeza de saberse el causante de su pérdida. No salió bien lo que hubo entre ellos. Para él significó unas cuantas noches de pasión, un encuentro cálido, roce de piel contra piel, sabor de saliva y la humedad de los cuerpos al encuentro… Nada más. Y lo que es peor, siempre supo que para ella no había sido lo mismo, para ella Pintado era una segunda oportunidad, si no la primera… Pero eso ahora no servía para nada. Ella era otra cuenta pendiente, una que ni siquiera la venganza borraría de la pizarra en la que estaban escritas con sangre las cuentas. Nunca la amó, pero ahora la recordaría como si la hubiera amado, peor, porque sería para siempre y con el remordimiento de la traición.
-¿Paco, qué puede hacer un hombre que no cree en nada, como yo, para expiar sus culpas?
Real se lo quedó mirando. Encendió un cigarrillo y escupió una brizna de tabaco.
-Eso depende… -Respondió.
-¿De qué Paco? ¿De qué depende?
-De cómo y cuándo quieras morir.
Real se alejó en silencio y se perdió en la oscuridad del jardín, sólo la punta incandescente del pitillo delataba su presencia, poco después una estela diminuta surcó el aire y se extinguió. Una lechuza ululó en la copa de un roble centenario. Un grillo cantaba en la espesura. Pintado se quedó solo en la terraza. Solo con sus miedos y su angustia…
Se encontraron con Jiménez frente al colmado a la hora convenida. El plan era muy simple: Real se colaría en el recinto viajando dentro del furgón, mientras que Pintado esperaría fuera y convenientemente a resguardo por si surgía alguna complicación. La salida, sin embargo, sería otra cosa. La teoría de Paco Real era que con tan poco tiempo para planificar el asalto lo importante era el acceso. Una vez dentro tendría que improvisar, aunque en su experiencia cuando se diseñaba un sistema de seguridad de ese tipo se hacía para evitar la entrada y no la salida, y en consecuencia era cuestión de dar con el punto débil. Para evitar males mayores habían decidido no llevar armas. Real sólo contaría con su experiencia en Operaciones Especiales.
Pintado se había adelantado unos minutos. Ocultó el vehículo en la espesura a una distancia de cinco minutos a pie de la entrada al recinto y siguió por el monte hasta encontrar un lugar elevado desde el que observar el edificio. Donde estaba podía verse la barrera, el camino de acceso y la fachada principal. La barrió con los binoculares. Era imposible distinguir ninguna actividad dentro porque las cristaleras de las ventanas reflejaban la luz diurna como espejos. Tendría que esperar hasta la noche por si había más suerte. Una ronda de vigilancia -un guardia acompañado de un perro- recorría el perímetro cada diez minutos. Los muros que rodeaban el recinto eran recias construcciones de mampostería de más de cuatro metros de altura rematadas por una línea de detección de presencia y flanqueadas por detectores de movimiento a cada trecho. El sistema estaba reforzado por cámaras de infrarrojos con cobertura estereoscópica. Real apenas tendría un minuto disponible si quería salir saltando el muro y eso siempre y cuando no le importara señalar su presencia.
El guardia de la puerta dio el alto a la furgoneta de Jiménez. Lo justo para dar el saludo protocolario, anotar la matrícula y franquear el paso. Pocos segundos después el vehículo se detenía ante la trasera del edificio en la zona de descarga. La luz irrumpió en el habitáculo cuando el tendero abrió la portezuela para coger los dos jamones. Dejó la puerta entornada y desapareció dentro del edificio.
Real esperó apenas unos segundos, luego asomó la cara y cuando comprobó que no había moros en la costa salió del vehículo y se ocultó tras los contenedores de basura que flanqueaban la puerta del almacén. Jiménez montó en la furgoneta poco después tras asegurar de un portazo la puerta trasera. Dio marcha atrás y giró en la rotonda para embocar el camino de salida. El guarda de la puerta saludó con un gesto de la cabeza, anotó la hora de salida y volvió dentro de la garita para seguir observando los monitores de vigilancia. La Ford Transit se perdió carretera abajo en dirección a Rascafría.
Una rapaz giraba en círculos flotando en una térmica, quizás esperando que el sol del ocaso le permitiera detectar el movimiento de algún roedor en el suelo del bosque de coníferas. Pintado aspiró el aire fragante y llenó sus pulmones con el ambientador natural. El sol declinaba muy rápido entre las montañas. En unos minutos las sombras grises avanzarían subiendo hasta la cima como si la oscuridad esperara en la base de la sierra e inundara las gargantas. Esa sombra le pareció acogedora, le protegería de la vista de terceros.
Real esperó un rato para familiarizarse con los ruidos del lugar. Desde donde estaba podía ver un tragaluz en la puerta de los almacenes y del pasillo de servicio. Comprobó que más allá no había movimiento. Se puso la bata blanca que había llevado consigo y entró en el edificio. El pasillo era la red nerviosa del complejo, una galería que servía de comunicación entre las dependencias interiores. Dejó la puerta de las cocinas y se escabulló en dirección a las escaleras interiores con la esperanza de no tropezarse con nadie en su camino.
El ambiente dentro era estéril, aséptico. Olía a desinfectante, un penetrante aroma picante y metálico, a muerto en conserva, a vacío gris.
Se planteó el dilema. ¿Arriba o abajo? Un ruido que venía de arriba tomó la decisión por él. Sus pies emprendieron automáticamente el camino de bajada hasta el sótano. La escalera terminaba en una puerta batiente con ventanucos en ambas hojas. Miró dentro. Nadie deambulaba por el pasillo. Dejó de lado el ascensor, sendas puertas con la etiqueta “Laboratorio” y “Farmacia” y al fondo una que ponía “Mortuorio”. Entró. Era un espacio amplio rodeado de puertas de metal, de cámaras frigoríficas ubicadas en nichos. Al menos doce. Aquello no cuadraba. ¿Qué demonios pintaba una sala de aquellas características en una clínica de reposo? Tomó la manija de cierre de una de ellas y la abrió. Tiró de la plataforma deslizante hacia sí. Estaba vacía. Repitió la operación, una, dos, tres veces. Esta vez la plataforma servía de cama a un cadáver. Una mujer joven, casi una niña. Rostro cerúleo, extremidades lívidas, el cuerpo recorrido por costuras que circunvalaban el torax, el pecho, los costados. Su cara tenía una extraña expresión de paz, la evocación de la nada quizás. Se fijó en las facciones. Una mestiza indígena, de piel cobriza quizás, ahora era imposible saberlo. Quizás originaria de algún lugar del Amazonas, vete a saber de cuál de sus países ribereños. Siguió buscando. Encontró cuatro cuerpos más, uno de ellos varón. Muy parecidos entre sí, apenas adolescentes, todos indígenas y mestizos. Todos ciudadanos de algún país latinoamericano. Todos cosidos como la primera. Como pelotas de beisbol. Grandes costurones en zigzag, lo suficiente para unir la carne, para cerrar el volumen.
Controló las ganas de vomitar. El olor a líquido conservante se le había metido en las fosas nasales y llegado hasta la garganta. Le iba la vida en ello. Cerró las puertas de las cámaras y comprobó que todo estaba como lo encontró al llegar. Observó por los ventanucos y salió de nuevo al pasillo de comunicación.
En dirección contraria a por la que había venido sólo había otra puerta. Una con la etiqueta sala de mantenimiento. Probó por ella. Tuberías metálicas. Recubrimiento de aluminio. Recipientes a presión. Bombas impulsando la savia que necesitaba el edificio para su supervivencia. Un generador eléctrico zumbando. Las tripas de la casa de la muerte. Un horno crematorio rugía en un extremo.
El operario comprobó el indicador de temperatura y activó el pulsador de parada. Un ruido a su espalda le indicó que había alguien más en la sala. No esperaba a nadie. Se giró y vio algo que no debía estar allí. No conocía a ese fulano. Allí nunca bajaba el personal de bata blanca. Agarró la palanca que usaba para accionar el volante de las válvulas y se encaró con él. Real no le dio la más mínima oportunidad. Lo puso a dormir por las próximas doce horas. Cuando despertara su cabeza zumbaría como un enjambre de abejas durante horas.
Real ocultó el cuerpo inconsciente detrás de la carcasa de un intercambiador. Al menos estaría calentito durante toda la noche. Abrió la puerta del horno, sintió la bocanada de calor estrellándose contra la cara y puso la mano de pantalla, para protegerse. Miró a su alrededor hasta encontrar una barra de metal lo suficientemente larga. La introdujo en el hogar al rojo y acercó hasta la puerta lo que pudo del montículo de restos. Un cráneo calcinado y frágil se rompió en fragmentos cuando cayó al suelo, a sus pies, esparciendo cenizas y restos incandescentes que volaron como luciérnagas a su alrededor y que cuando se apagaron quedaron en polvo gris, arena caducada del reloj que mide el tiempo que ha pasado.

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