SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


domingo, 30 de septiembre de 2012

UN CADÁVER EN JUEVES SANTO. Comienza la Investigación.

UN CADÁVER EN JUEVES SANTO. Comienza la Investigación.



A media mañana la actividad en la comisaría era inusitada. El inspector de guardia había tenido que acudir a un hostal del centro. En palabras del encargado del establecimiento “un guiri jamao” le había dado matarile a una trabajadora de lo social en la reducida pero pulcra habitación donde esta ejercía su negocio de forma habitual”. Así que tuvieron que llamar al próximo en la lista.
Al inspector Márquez se le hincharon las venas del cuello cuando recibió la llamada ordenándole hacerse cargo. Iba camino de Isla Antilla a pasar el largo puente con su mujer, su cuñada Pepa, y sus dos angelitos. -¡Joder! –pensó-. Eran las doce, ya casi había llegado. ¡Bueno…! Dejaría a la familia en el adosado en tercera línea de playa y estaría de vuelta en Sevilla a eso de las dos y media.
Cuando llegó al local el juez estaba visiblemente cabreado. Tanto que le reprochó en público el retraso. Márquez apenas pudo alegar unas torpes excusas.
No hacía falta tener la experiencia de Márquez para darse cuenta que lo que allí había pasado distaba mucho de ser accidental. Se enfundó los guantes de látex que le ofreció el compañero y deambuló por el escenario con soltura profesional. A pesar de su enojo inicial se aplicó con celo a observar la escena del crimen. Inclinado sobre el cadáver analizó el modo en que se había degollado al muerto: una certera cuchillada en la yugular, la que provocó la muerte, nítida y profunda, las restantes menos definidas y según le pareció asestadas con posterioridad aunque eso se determinaría en la autopsia. Pensó que el asesino fue directo al grano y lo que hizo después fue intentar ocultar su pericia con posteriores golpes para distracción de la policía. No había tenido ningún cuidado en limitar el recorrido del primer corte, de izquierda a derecha y desde atrás. La mano izquierda posiblemente forzando la cabeza para dejar el cuello libre y facilitar el corte y el encuentro con la arteria. No había señales de forcejeo, la víctima no se opuso a la agresión. O no la esperaba o simplemente le llegó tan rápido que ni le dio tiempo a reaccionar.
El muerto era de complexión y estatura media. Las facciones del rostro eran delicadas y las arrugas en torno a los ojos indicaban que había superado los cincuenta. Había algo en la expresión del fallecido que le hizo pensar que en sus últimos instantes la certeza de la propia muerte le había obligado a aceptarla con resignación.
Tras la inspección, después de cambiar impresiones con el forense, habían apartado el cuerpo dejando libre el espacio delante de la caja de caudales; restos de sangre en la cara interior de la puerta revelaban que ya estaba abierta cuando se asestó la cuchillada mortal. Salvo por los papeles empapados de sangre en el suelo no encontró indicios de su contenido antes de desvalijarla. De la declaración de la empleada había deducido que la caja fuerte se usaba para guardar los objetos de mayor valor, según esta su señorito la solía tener llena, sobre todo ahora que era Semana Santa y tendría la tienda cerrada durante días. En estas condiciones no dejaba las cosas de más valor en los expositores. Por su volumen, podía contener un buen número de piezas, la distancia entre los estantes interiores permitía almacenar piezas de muy diferentes tamaños. Sin un inventario sería imposible determinar lo que había desaparecido, pero la habían dejado totalmente limpia.
Mientras sacaban el cadáver al exterior y lo introducían en la ambulancia, la comitiva oficial abandonó la galería dejando solos a los policías.
Márquez recorrió el establecimiento hacia la entrada y comprobó que la cerradura no había sido forzada. El sistema de seguridad se activaba tras introducir una clave de cuatro dígitos en un tablero situado en el exterior y se desactivaba de la misma forma. Extrañado preguntó a Rupérez: este le informó que la mujer había relatado que al llegar ella la puerta del local estaba cerrada y con la alarma activada. Nada de eso tenía demasiado sentido, pero indicaba que el asesino conocía la clave y había activado el sistema de seguridad antes de salir, dejando el recinto tal y como lo habría hecho su propietario al finalizar la jornada. De no ser por la imprevista aparición de la empleada, nadie habría sospechado nada hasta la próxima semana, y seguramente las evidencias encontradas habrían sido más difíciles de analizar.
Se concentró en tratar de determinar cómo se habían sacado los objetos fuera del local. Ya que la puerta principal no había sido forzada todo apuntaba a que el propietario había franqueado la entrada al asesino. Una atenta mirada al lugar le indicó la solución. Al fondo del pasillo reparó en una puerta de una sola hoja. La abrió descorriendo el pestillo interior, no tenía cerradura con llave, sólo el pasador que se accionaba manualmente desde dentro. Daba a un patio interior. Se fijó en otra puerta en el muro del patio, en una esquina y parcialmente oculta por una celinda a punto de entrar en floración. Como la primera, se abría desde dentro con un pestillo, pero ésta tenía además pasadores arriba y abajo anclados a la obra de mampostería que conformaba la gruesa pared encalada. El hueco daba a una estrecha callejuela. Contempló el exterior: se trataba de una de esos pasajes formadas por las traseras de edificios cuyas entradas principales daban a otras calles. Apenas había un par de portones, el resto lo formaban tapias y muros, ventanales y balcones abrigados por persianas de madera y esteras de esparto. Especuló con la posibilidad de que en la madrugada nadie hubiera reparado en un discreto vehículo si la maniobra de carga fue suficientemente rápida. Era la única explicación posible.
Regresó al patio donde encontró restos de virutas de madera: -Relleno de embalar –pensó-, como si alguien hubiera llevado allí algunas cajas y se hubieran cargado con el botín para transportarlo. Demasiado trabajo para un individuo en solitario, al menos serían dos. De vuelta al interior del establecimiento reflexionó: El único móvil plausible parecía ser el robo de unos objetos de los que no tenía ni la más remota idea; Y sin embargo el difunto debía de haber franqueado la entrada a sus asesinos y estos, según apuntaban las evidencias, tenían cierta familiaridad con él; Por los indicios no se trataba de delincuentes comunes.
La tarea no se presentaba fácil, lo primero que tendría que hacer era intentar averiguar si había habido movimientos sospechosos en la noche de ayer. Era muy improbable que hallara alguna pista en ese sentido. Luego tendría que dedicarse minuciosamente a interrogar a todos los relacionados con el muerto, familiares incluidos.
Eran casi las cinco cuando Fermín Márquez autorizó la marcha de los restantes policías a excepción de uno de los coches patrulla al que ordenó permanecer unos minutos más. Se quedó unos instantes contemplando el local, intentando concentrarse en los mínimos detalles, en los imperceptibles sonidos y restos de olores, en definitiva, en las insignificantes, a priori, huellas de aquel espacio en que se había extinguido una vida, en el intento de aprehender sus últimas emociones. Con esta impresión en sus retinas, cerró los ojos unos instantes e inspiró profundamente, acarició el silencio que le rodeaba y se dejó envolver por el vestigio de la actividad cotidiana transmitida en el microcosmos de lo imperceptible. Dentro de la burbuja parecía que nada hubiera pasado, los objetos se arracimaban a ambos lados del estrecho pasillo central en un caos aparente dictado por los exigentes cánones del marchante. Aunque él no era experto en antigüedades reconoció que algunas de las piezas eran valiosas. El aspecto del establecimiento -ordenado y pulcro- le indicaba una y otra vez que lo que allí había ocurrido estaba muy lejos de ser un vulgar robo. Lo que hubieran ido a buscar parecían haberlo encontrado y con ello la razón para dar por concluida la vida de Arangoa.

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