SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


martes, 18 de septiembre de 2012

AQUELLOS OJOS GRANDES Y ALMENDRADOS.

Era de noche, hacía frio y la luz seguía encendida allá en la ventana del segundo piso, donde su habitación. Pateé el suelo con fuerza, como si quisiera romper la losa que parecía un bloque de hielo bajo mis pies. Arrojé la colilla a lo lejos y observé la trayectoria del misil balístico de corto alcance perdiéndose entre el seto de tejo que rodeaba la casa.
Ella seguía allí. Me la imaginé entre los brazos del otro. siempre me la imagino así, entre los brazos del otro. Del otro o de los otros, porque nunca le he visto la cara y a veces parece grande, otras enorme y algunas normal, como cualquier hijo de vecino. Mal rayo la parta, juro, la maldigo en silencio, entre dientes, tragándome la hiel del desprecio ciego. La peor.
No sé porque acabo enamorándome siempre de quien no debo, de una cliente, de cualquiera que se me cruza por la calle, una maldición, créanme.
Mazarro me había arreglado la cita con el marido, dos meses antes: un calvo y barrigón, uno de esos pijos al que Madrid se le quedó pequeño y se mudó a la City, a hacer fortuna, a esquilmar a los países estúpidos como el nuestro, como el vecino, como el de más allá. Y vaya que lo había conseguido. Al menos no era un pijo guapo y elegante, este podría haberse forrado en el estraperlo durante la posguerra, pero no, quizás sus padres, este era de la generación posterior.
Ella era diferente. No era la primera esposa. Ese tipo de mujeres no solía ser la primera esposa de un gordo y calvo con aliento pestilente.
Cuando vi su foto y escuché la petición del gordo, supe que iba a tener problemas. Al ver sus ojos grandes y almendrados intuí lo que iba a pasar, porque siempre ocurre lo mismo con ese tipo de ojos, es como una maldición.
El seboso quería pillarla infraganti, o sea, se la quería quitar de en medio, como había hecho con la primera que ahora ejercía de depresiva divorciada en alguna urbanización de Pozuelo. Y ahora quería fotos y pruebas de que le estaba cambiando la configuración ósea del cráneo.
Así que allí estaba, de nuevo, igual que en las tres últimas semanas, mirando a la segunda planta de la casa de estilo victoriano de Kesington, cinco millones de libras en canal, mientras la imaginaba refocilándose entre las sábanas con el joven adonis que había traído aquella noche. Como siempre hacía cuando el gordo seboso se ausentaba un par de días…
Me dieron las tantas, la una, las dos, las tres. Ya no sentía las plantas de los pies y la garganta se me había vuelto sobre si misma como un guante del revés, tanto que la sentá rasposa, seca, pegadas las paredes a las mucosas. Maldije a Mazarro y a Dios Bendito.
Por fin la puerta se abrió y salió el galán. A este le vi la cara. Por primera vez. Era del color del chocolate fondant, negro y brillante. Dudé si joderlo por ventilárseme a la dama, pero no estaba allí para eso. Y además era un armario, igual no colaboraba lo suficiente. Mejor otro día.
Me oculté tras el tronco del plátano de indias. El tordo pasó a mi lado sin darse cuenta. Si hubiera sido blanco iría colorado, me imaginé.
Al poco, cuando recuperé el resuello, el silencio volvió a inundar la calle. El visillo tras la ventana se movió. Y apareció su rostro de angel y en su boca una sonrisa sardónica, apenas una mueca. Pero sobre todo la mirada de aquellos ojos grandes, almendrados y verdes como esmeraldas, que me paralizaron la sangre como si de pronto me hubieran espachurrado el corazón.
Maldito Mazarro pensé, por qué siempre me tocan a mí…     

No hay comentarios:

Publicar un comentario