SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


sábado, 29 de septiembre de 2012

UN CADÁVER EN JUEVES SANTO. La escena del crimen

UN CADÁVER EN JUEVES SANTO. La escena del crimen

"A los sevillanos nos acusan de ombliguismo,
pero es que Sevilla tiene un ombligo digno de ver "
Antonio Burgos 



Juan Arangoa dejó este mundo una mañana de Jueves Santo despedido por el lejano son de tambores y cornetas. Su cuerpo, cosido a puñaladas, fue encontrado sin vida en la galería de antigüedades de la que era propietario. El único epitafio que recibió fue el contenido en el desconsolado grito que salió de la garganta de la mucama del difunto cuando lo encontró inerme entre un cerco de sangre reseca.
-¡Precisamente hoy! ¡Menuda suerte la mía! - Renegó el agente Romero, mientras activaba el dispositivo policial después de recibir por teléfono la llamada de la sobrecogida mujer.
Aquella mañana era agradable, cálida y luminosa: los rayos del sol lamían los pisos superiores de las fachadas engastándolas en oro; los geranios de los balcones lloraban pétalos multicolores enhebrados en verde; algunas macetas sudaban el agua del riego matinal, y había tan poca gente por la calle que apenas se oían repiqueteos de tacones sonando a maitines. El asfalto de las calles ya estaba encerado por la pringue de las primeras procesiones, y Sevilla se preparaba para recibir en apretado torrente, la bulla de los cofrades.
El establecimiento situado en el casco antiguo, cerca de la Puerta de la Carne, había permanecido cerrado desde la tarde del día anterior, hasta que Antonia Bermejo había decidido adecentar la tienda por adelantado para evitar madrugar el lunes, cuando la ciudad volvería a reanudar su actividad normal.
Antonia trabajaba para el finado hacía más de diez años. La robusta ama no sólo atendía la limpieza diaria del establecimiento de compraventa de antigüedades y objetos de arte que regentaba el ahora cadáver Arangoa, también asistía ocasionalmente al marchante en el apartamento donde este vivía no muy lejos de allí. Aunque reprobaba el tipo de vida que llevaba, su patrón siempre le había parecido un juerguista simpático y en el fondo encantador. Le recordaba a su padre, aquel jodido y atractivo cabrón que había abandonado hacía ahora más de cincuenta años a su madre y a la caterva de zagales -seis varones y dos hembras- que componían la familia Bermejo.
Aquella mañana, según refirió al policía que le tomó la primera declaración, había acudido a su trabajo a eso de las once, después del desayuno –churros, chocolate y copa de anís machaquito seco- en un bar próximo. Se había levantado tarde para lo que acostumbraba, pero no le apetecía madrugar después de haberse acostado a las tantas la noche anterior. Ella y su marido habían trasnochado para disfrutar del desfile de las hermandades del Baratillo y de las Siete Palabras de las que ella era particularmente devota -todavía mantenía en su pituitaria el aroma a incienso, en la retina el mágico contraluz de los cirios arrojando sombras al lento caminar de los nazarenos, en sus oídos el sobrecogedor silencio apenas roto por el rítmico arrastrar de los costaleros o por las saetas que la habían hecho llorar-. Pero el destino le jugó la mala pasada de encontrar a su señorito en el centro de lo que fue un extenso charco, en el que ahora, convertido en sombra reseca después de las horas transcurridas, había coagulado en cuajarones carmesíes la sangre vertida.
En una primera mirada cuando Antonia entró en el local no había notado nada extraño.  El cierre de la puerta estaba echado normalmente, y la alarma activada como era habitual. Después de introducir el código de seguridad en la cerradura electrónica el único detalle discordante que había percibido era el extraño olor, dulzón y penetrante, con un toque metálico, que salía del apartado espacio al fondo de la tienda, y que ocupándolo casi por completo hacía las veces de oficina del marchante.
La mujer, al acercarse, observó preocupada, bajo el borde de la puerta que separaba la zona habilitada como gabinete del resto, una mancha rojiza, apenas un borrón sin brillo a la escasa luz que llegaba a esa zona del establecimiento. Las rodillas le temblaron imperceptiblemente y un nudo en el estómago le atenazó el ánimo. Temerosa giró la manilla, accionó el conmutador de la luz y antes de entrar en la estancia distinguió el cuerpo sin vida atravesado en el suelo, junto a la caja fuerte abierta y vacía, tendido de espaldas, con los ojos abiertos de par en par, dirigida la vacua mirada al infinito en un póstumo gesto de conformidad con sus últimos instantes. La cara y manos, únicas partes descubiertas, estaban lívidas por la ausencia de sangre. En el cuello se veían varios cortes, uno de los cuales afectaba a la yugular, por la cual se había desangrado el hombre, difunto de necesidad. Apenas esbozado en la pared, a modo de grosero grafitti, se dibujaba un reguero de sangre, allí donde había dejado su traza el chorro provocado por la cuchillada asestada en la vena.
Algunos papeles en el suelo, apelmazados por el fluido viscoso que los había empapado se aglomeraban en un macabro papel maché de tonos pardos. Eran los últimos restos que quedaban del contenido de la caja, precisamente donde el señorito Juan guardaba los objetos de mayor valor. Sobre todo joyas, esas que a veces le había enseñado y que tanto le gustaban; la mayoría de ellas de carácter religioso, procedentes –aunque eso ella no lo sabía- del ilegal trapicheo con quincalleros y mercachifles que ocasionalmente expurgaban museos locales donde se exponían los tesoros de antiguas iglesias y conventos.
Ella procuró no tocar nada, ya sabía -por las películas- que cuando hay un asesinato de por medio hay que tener cuidado con las huellas. Boqueando, para coger el aire que súbitamente había abandonado sus pulmones, contemplaba paralizada el familiar escenario ahora transformado a sus ojos por la tétrica situación. Sobre la mesa, que hacía las veces de escritorio y en parte de exhibidor de toda suerte de objetos, estaba la máquina de escribir Remington -que ella consideraba una antigualla inservible, pero que su señorito apreciaba como si se tratara de una antigüedad clásica -. A su lado un ordenador portátil contrastaba con un teléfono estilo “art decó” que a ella le parecía “pijo y cursi”. El artefacto estaba descolgado, el auricular caído en el suelo, emitiendo un tenue pero audible “pip,pip,pip...”.
Reprimió las ganas de vomitar que le inundaron la boca de un agrio sabor a bilis, y aunque estaba al borde de la histeria, tragándose sus propios chillidos, aterrada, sintiendo el corazón a punto de estallar, se recompuso conforme iba tomando conciencia de la situación. Se obligó a sí misma a mantener la calma y una vez recuperado el control atravesó la habitación con cuidado de no pisar el cadáver, cogió el auricular del teléfono y marcó el 112 en busca de auxilio.
La dotación policial -un par de agentes uniformados- acudió en apenas diez minutos y tras ofrecer su ayuda a la despavorida mujer irrumpieron ordenadamente en el interior del local. Después de llamar a comisaría y describir breve y profesionalmente el espectáculo esperaron hasta que se personaron en el lugar de los hechos los especialistas en homicidios de la Brigada Judicial. Quizá por el día que era el personal de servicio en el juzgado de guardia tardó en iniciar las diligencias. El irascible juez Talavera no apareció por el local hasta la una del mediodía, acompañado del médico forense y agentes de paisano de la policía.

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