SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


lunes, 2 de noviembre de 2015

A 15.000 PIES DE ALTURA SOBRE EL MAR CARIBE


Aunque la mañana es cálida la brisa que sopla desde Occidente alivia el ambiente,  lo suficiente para tener una agradable sensación de frescura. Los petroleros, cuyas proas enfilan la bahía en dirección al Morro, salpican de rojo y blanco el inmenso panorama turquesa sin iluminar todavía que tengo por delante. Miro el mar en la lejanía y no olvido las palabras que Pintado me dijo ayer: “Toqué la punta de su nariz, como si lo hubiera hecho toda la vida, como si aquel detalle de familiaridad fuera suficiente para granjearme la confianza que ella no acaba de concederme”.
Acabo de abordar el aparato, un Jetstream 3100 de 19 plazas, que despega rumbo a Caracas con cuatro compañeros y la tripulación. Abajo queda la bahía y sus petroleros salpicados, Puerto La Cruz, Barcelona, Lechería, Guaraguao y Jose con sus cielos de amanecida incendiados todavía por las antorchas de los mejoradores…
Ya surco el cielo, Pintado se quedó en la costa, algo anda haciendo por la zona de Santa Fe, me ha comentado que debido al tal Padrón. Es fácil esconder los fardos de mercancía en cualquiera de las ensenadas desiertas que hay en el Parque Mochima, si cuentas con la complicidad de los pescadores, los únicos que transitan a diario los kilómetros de costa que hay entre Puerto La Cruz y Cumaná, o de las pocas embarcaciones operativas de la guardia costera bolivariana.
Le sigo dando vueltas a sus palabras. Estoy seguro que me las ha dicho por La Rusa. No me ha contado mucho, lo que pasa entre ellos queda entre ellos, ni siquiera sé si ocurrió entre sábanas o frente a una mesa mientras comían, cenaban o tomaban una copa –los dos son de momentos íntimos-.
Le pregunté, pero nada me aclaró. Debo imaginar la escena. Quizás ella se sintió sorprendida, quizás un deja vu, la ternura paterna para con una niña ya de entrada independiente, muy segura de ella misma, muy insegura de los demás… No puedo imaginarme a La Rusa de niña, como tampoco a Pintado de niño. Hay personas que nunca tienen infancia, quizás porque su madurez es tan omnipresente que no somos capaces de imaginar cómo se construyeron esas personalidades en el tiempo. Y el origen del camino no es ajeno al destino en que nos los encontramos.
El ruido de los motores es el dueño en la cabina, traquetean, se esfuerzan por girar a la velocidad necesaria para mantener este panzudo de alas cortas en el aire…
Imagino el tacto de la punta de la nariz de La Rusa entre los toscos dedos de Pintado, un leve roce, el giro de la cara, el estremecimiento del cuerpo de ella y los ojos de los dos enredándose al mismo tiempo, la resistencia al principio, la leve sonrisa de ella que al esbozarse le da a Pintado el derecho de acariciarle la cara con dulzura. El silencio de los amantes que buscan construir lo cotidiano con detalles…

Y mientras pienso en ellos, sin cotidianidad y sin detalles, las nubes se deslizan perezosas y silentes junto a la ventanilla, a 15.000 pies de altura sobre el Mar Caribe…

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