Sigo en tierras del Caribe y me da que esta vez va para largo.
Dejé Caracas hace un par de semanas y en compañía de Pintado recorrimos los pocos más de trescientos kilómetros que las separan por la ruta 9. Cuatro horas de viaje por una carretea bacheada y en regulares condiciones, y tuvimos suerte, era domingo de mañana y ni sufrimos el terrible tráfico que circunvala Caracas a cualquier hora y cualquier día ni las góndolas de transporte que taponan la estrecha carretera entre semana.
Atravesamos el corredor verde del estado Miranda y nos detuvimos en el parador del Guapito -un sitio cerca del Guapo, a mitad del camino-, una isla en mitad de la nada donde repostamos el vehículo y trasegamos un jugo de parchita con una cachapa rellena de queso de mano. Allí tuve la primera oportunidad de cruzar miradas con el personal de esta tierra de leche y miel, francas y alegres, como de con quien no va la cosa…
Pintado no estaba de buen humor. Las marcas de su encuentro con quien fuese remarcaban su rostro tumefacto e intensificaba su mirada, dura y penetrante, como hacía tiempo que no le veía. Callé por respeto, y porque la experiencia me dicta que cuando no quiere es una tumba. Pareció despertar a la altura de Puerto Píritu y simplemente enarcó la ceja. Me recordó una tortuga varada en la playa.
Llegamos al hotel en Lechería un poco antes del mediodía. En recepción nos trataron como si fuésemos dos agentes de la CIA enviados a asesinar al Comandante, nos miraron malencarados y nos condenaron a esperar hasta media tarde hasta que las habitaciones estuviesen listas. Ni la mejor de mis sonrisas, ni el silencio hosco y terrible de Pintado sirvieron para nada, seguramente una mirada a la esfinge hubiera dado mejor resultado.
Puestas las cosas así nos fuimos a comer en un tugurio de los alrededores. Vimos la carrera de Fernando Alonso en Austin y pagamos por unos fettuccini lo mismo que en Madrid por un solomillo de ternera. La cerveza estaba buena, una solera verde helada, y dos y tres…
Recordé otros días en aquella terraza. De noche, con la brisa que venía del mar a pocos metros y las luces que hacen que siempre parezca navidad en esta parte del planeta. Me llamó la atención lo mucho que había echado de menos el primer sorbo de cerveza helada…
Pintado carraspeó como si quisiera decirme algo. Pero se calló porque giró el rostro y lo dejó prendido como quien sigue una baliza del cuerpo admirable de una mujer hermosa. Yo no le seguí el juego, en esta tierra entrar en ese compás supone exponerse a una tendinitis seria de los músculos del cuello, no los diferencio, de cualquiera de ellos, de todos. No al menos el primer día. Ese ejercicio supone un largo prepararse para sufrir reveses de andanadas desde las amuras, impactos que desarbolan el navío y barren la cubierta de proa a popa. Pintado pareció reaccionar cuando en la terraza del restaurante de al lado las chicas de una mesa se levantaron para bailar al son de un canción de Fonseca. El colombiano no me disgusta, pero supongo que encaja mejor de noche... A pesar de la música alegre y pegadiza mi amigo estaba triste, perdido en algun sitio que sólo él conoce.
Cuando Alonso cruzó la línea de meta nos levantamos y peregrinamos de vuelta al hotel para intentar descansar un poco. El sol caía a plomo y las sombras de los chaguaramos bajo los que caminábamos apenas servían para protegernos del inclemente astro. Llegué a la habitación empapado de un sudor cansino que seguía brotando minutos después en la gélida atmósfera acondicionada por un aparato que hacía tanto ruido como el turbohélice de un avión. Solo el agua fría de la ducha calmó los ardores de la piel y así refrescado por una capa de humedad en la piel me tiré sobre las sábanas frías y me quedé colgado…
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