SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


domingo, 13 de enero de 2013

DOMINGO EN EL MAREMARE


La resaca de la noche del viernes me ha perseguido pertinaz hasta esta mañana de domingo. Por primera vez en semanas creo que he conseguido levantarme con la mente descansada, lo suficiente para dejar de lado estos días frenéticos hasta la extenuación.
Estoy sentado en el lobby de este hotel de playa que con más pena que gloria acoge a más de quinientas personas cada fin de semana. Todo a mi alrededor tiene un aire decadente en versión Caribe: suelos de barro esmaltado, paredes de gotelé crema en las que los miles de insectos que vuelan en su templada atmósfera han desarrollado su particular metrópoli, muebles de mimbre deshilachado con tapicerías de colores antaño alegres y hoy chillones y desvaídos por la luz solar, ventiladores de grandes aspas que chirrían al girar lentos y exhaustos, plantas tropicales en edad de jubilación –las plantas también lloran-, y cientos de alegres venezolanos por todas partes, ajenos por pocos días al devenir dramático del país.
Son ellos los venezolanos, las familias numerosas con tres o cuatro niños, magros, chillones, morenos, alegres, que corretean entre mamas no tan magras, enfundadas algunas en pareos imposibles, otras desinhibidas del playtex y cristo que lo fundó, encaramadas  algunas  en tacos de quince centímetros y en otras sobre cholitas planas a pesar de lo cual caminan con elegancia imposible de princesa Arauca, que tienen papás de barriga cervecera desarrollada en el juego de beisbol, con gorras de colores imposibles y franelas –camisetas- de talla XXL. Son ellos los venezolanos, repito, lo que hace auténtico y entrañable este rincón del planeta, a pesar de los pesare que vienen arrastrando de forma inmisericorde en los últimos casi cincuenta años.
Pintado no me acompaña esta vez. Está de viaje, Dios sabe dónde, probablemente en la persecución de la Quimera que sigue buscando con la misma insistencia con que esta gente que me rodea busca la felicidad del paraíso perdido, sin saber lo simple, que el paraíso se perdió, no sé muy bien si en el tiempo o en el espacio.
Echo de menos la cocina española. Aquí la carta es un poco limitada, pasta, carne y ensaladas, a veces pescado, poco más. No está mal, pero admito que comer solo y de restaurante más de dos semanas seguidas es un poco monótono. Habrá que esperar hasta que consiga alojamiento definitivo… De aquí a un par de semanas.
Ha pasado a mi lado una morocha preciosa de aspecto felino. No sé de qué color son sus ojos –lleva unas gafas enormes que le ocultan la cara, ni si su expresión es de inteligencia o no, pero si están a juego con el resto del chasis la cosa sería de campeonato. Intento la arrancada, paro, tras ella llega un garañón de metro noventa y casi doscientos kilos en canal, tipo guardapuerta albanokosovar pero en negrito. Ella, que se da cuenta, se ríe y continúa su marcha por la galería, levantando a su paso sillones de mimbre…
Empiezan a pasar más morochas, más altas y bajas que la primera, más orondas y más flacas, también, pero todas morenas y con grandes gafas. La mayoría con tacos de un palmo, y ropa apretada como el vendaje de una momia –qué comparación-. Miro a la entrada donde se arremolina el personal… Tras ellos entran muchachos y muchachas vestidos de negro –la ropa sin mucha plancha y lavadora, la verdad-… Son una orquesta de jóvenes. En unos minutos comienza el concierto dominical. Visto lo visto me aficionaré a la música. 
Me voy a comer. Hoy toca L'Ancora.  

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