SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


jueves, 20 de agosto de 2015

JUAN SEBASTIÁN BAR: LA FASE 1…



Pintado se revolvió inquieto en el taburete de la barra del bar. Había pasado allí sentado algo menos de una hora, tiempo suficiente para trasegar tres whiskys y estar apurando el fondo del cuarto. Sentía la garganta y el esófago en carne viva, la bilis se mezclaba con el alcohol en una combinación letal que amenazaba con agujerear su sistema digestivo si el almax no lo remediaba. Volteó la cabeza con la esperanza de verla parecer, pero lo único que alcanzó a divisar con el rabillo del ojo fue la silueta tenue de un par de viejos ocupas de barra, conversando en voz baja, cerca del rincón que daba a la entrada del local.
El Juan Sebastián Bar estaba desierto a esa hora; la actuación estelar de la noche hacía tiempo que había acabado y el local se había ido quedando vacío poco a poco,  desangrándose sin ganas. Los camareros esperaban esparcidos por el local la hora de cierre, sabedores de que entre semana y a esa hora era imposible que entrara nadie. Lejos quedaban los tiempos en que, en Caracas, la rumba no terminaba hasta que el amanecer pintaba de carmesí  y amarillo el cielo en el que se diluían las pequeñas chispas de las estrellas. Ahora, tan pronto cerraban los comercios y las oficinas, las avenidas del Rosal se vaciaban de gente, tan rápido como lo permitía la tranca vespertina de la Fajardo. Hacía horas de eso.
Alguien decidió animar el cotarro y puso una pieza, de salsa suave, que se escuchaba lo suficientemente bajo como para que Pintado se girara cuando creyó escuchar el ruido de la puerta de la entrada, al abrirse. La precedió su aroma, un perfume delicado que él conocía ya en sueños. El ruido del vaso, contra la encimera, le devolvió a la realidad y sus pies tantearon el suelo como los de un buzo al sumergirse y tocar fondo. Una pareja, que se escondía en una de las mesas de la parte más escondida del local, salió a la pista a bailar y pasó por delante suyo, el tiempo suficiente para impedirle seguir con la mirada a la mujer que estaba esperando. El tipo se parecía a Antonio Machín pero más chiquito, y agarraba a la mujer, como veinte años menos que él y guapa como la madre que la parió, con la pericia de un bailarín profesional.
Pintado rastreó con la mirada buscando el objeto de su espera: la dueña del aroma errante que lo había hipnotizado al entrar. Ella casi no se había movido de la puerta, apenas lo suficiente para que esta se cerrara, Pintado se dio cuenta que ella lo miraba con la seguridad de un tigre acechando a su presa.
Cuando estuvo segura de que el hombre la había visto se dirigió hacia él con parsimonia atrayendo con su andar todas las miradas masculinas del local, pocas pero muy interesadas. Pintado se apartó de la barra y fue a su encuentro no sabría decir si en un intento inconsciente de protegerla o de dejar patente que aquella noche aquella mujer era suya en exclusiva.
La rusa casi ni lo miró, lo mínimo para orientar su trayectoria. Ella guapa y rubia, con un rostro de trazos finos y delimitados, barbilla y nariz exquisita en su cara ovalada, rasgos que parecían eslavos, de ahí su nombre de guerra, aunque sus ojos marrones sugerían un origen más meridional. Las piernas largas y torneadas tenían el color dorado del dulce de leche y hacían imaginar un tacto suave y aterciopelada, el vestido negro con dos franjas blanca a la altura de las caderas y del busto se ajustaba a su cuerpo como si fuera de licra, aunque caía con la suavidad de la seda, delineando sus contornos con la precisión de una impresora 3D.
Pintado salivó y sintió un nudo allá en las entrañas antes de que reaccionara su entrepierna como una onda en el agua de un estanque.
Se aproximaron sin avisar, como lo hacen dos trenes frenando al límite, como esos muñequitos con imán en la boca cuando se sitúan a la distancia adecuada… Se tomaron de las manos en gesto de saludo y ella apartó la cara justo en el momento en que Pintado acercaba su boca en un torpe intento de besar la suya.

-Fase 1. –Pensó Pintado. -La maldita fase 1…

NOTA: Cualquier parecido entre Rita Pavone y la Rusa es un desorden de la naturaleza...

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