SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


viernes, 28 de agosto de 2015

DON’T GET ME WRONG


Pintado me la ha vuelto a jugar… Me pidió que lo siguiera hasta Gante, pero no quiso encontrarse conmigo antes de su cita con el venezolano. Sé que lo hace por mi seguridad, aunque eso no me satisface, preferiría acompañarlo, incluso a la distancia como tantas veces, entre el silencio anónimo de la muchedumbre que nos mimetiza, sin embargo esta vez lo dejó muy claro con su tajante instrucción. Desde que puso sus ojos en ella ha vuelto a ser el de siempre, el hombre de las largas ausencias y de los silencios graves, el de frases lapidarias, el poeta de las ferias y el esteta del arte rupestre. En definitiva quien conocí in hilo tempore, una persona que no necesita prácticamente de nadie, aunque añora a todos.
No sé qué pensar de este nuevo y, sin embargo, reiterado estado de gracia de mi amigo. La rusa se merece eso y más, yo mismo no he podido sustraerme a su encanto. Todavía recuerdo el día que la conocí…
Habíamos ido a un conocido restaurante de Caracas, uno que frecuentaba William Padrón, quizás su favorito, según nos había soplado la asistente de la oficina de su socio Diomedes Artigas, cómo obtuvimos la información es otra historia, la obtuvimos y punto. Ella estaba conversando con otra mujer, sentada a una mesa, parecía una pantera a punto de saltar sobre su presa. Cuando pasamos por su lado ni alzó la mirada, sin embargo Pintado se quedó clavado, atraído por su presencia, yo también me quedé mirándola, aunque consciente de dónde estábamos le tuve casi que empujar para que continuara hacia la mesa que el camarero nos había ubicado al fondo.
La mesa del rincón dónde nos sentábamos era pequeña y estaba coja,  allá apenas llegaba el fresco del aire acondicionado y una columna a nuestra espalda nos impedía ponernos cómodos como hubiéramos querido, pero tenía un par de ventajas importantes: una, desde esta posición observábamos a todo bicho viviente y dos, la observábamos a ella. No hizo falta que cruzáramos ni media palabra para darnos cuenta que ambos estábamos fijándonos en ella. Quizás lo correcto sería decir que sólo yo me había fijado en ella, porque Pintado se había quedado enganchado desde el primer segundo que la vio. Yo lo conozco bien, aquella vez el anzuelo se le había clavado bien dentro.
Ordenamos la comida, un ossobuco con pasta para mí y un pescado grillé para Pintado. Lo mío nada del otro mundo, debo confesar: al cocinero se le había ido la mano con la salsa y no había llegado con la cocción de la carne, me arrepentí casi en el mismo momento de que pusieran el plato por delante. La cara de Pintado me indicó que lo suyo no estaba mucho mejor. El vino chileno que nos pusieron no ayudó a trasegar el condumio, era una pena, pero ni siquiera pagando era posible encontrar vinos aceptables. Comimos un par de bocados y bebimos una copa, hacía calor y el sonido ambiente empezó a elevarse conforme el restaurante se fue llenando. Ella había desaparecido hacía rato por una puerta de un lateral, mi socio y yo nos miramos cuando la vimos pasar sin mirarnos.
Llamé al camarero que nos había tocado en suerte, Genaro ponía en la etiqueta que colgaba con más pena que gloria de su chaquetilla, y le pregunté por ella. Es la Rusa, nos dijo, la dueña… Ah, respondimos con aire de habernos enterado…
Media hora más tarde el vino se había acabado, que fuera chileno y malo no quita para que nos lo ventiláramos, e íbamos a retirarnos cuando apareció el venezolano en escena. El mismo William Padrón que habíamos ido buscando aquel día, el mismo que Pintado sospechaba estaba detrás de todo el desastre que poco a poco estábamos desvelando. El tipo era de mediana estatura y no mal parecido, jodedor y pintón a partes iguales, iba bien vestido para lo que es Caracas estos días y en su descargo hay que reconocer que hizo entrada con una razonable dignidad, habida cuenta de que iba acompañado de un par de espigados criollitos, de bíceps sobredimensionados a punto de reventar las mangas de las camisas. Un camarero salió inmediatamente en su búsqueda y tras saludarlo lo acompañó a la mejor mesa del local.
Pintado pidió un par de whiskys, también hielo y soda en vasos aparte, hacía calor pero no era cuestión de bautizar todavía el Golden label, nunca hasta la tercera copa, dice siempre mi socio. Nos dispusimos a observar, no era día para abordar al venezolano, cada cosa a su tiempo…
Y ella salió de nuevo, tan de repente como había desaparecido se hizo presente en el local. Esta vez la miré con más atención, al entrar me había quedado prendado de su presencia, pero no había podido entrar en detalles. Vestía con un sencillo vestido azul oscuro muy ajustado al talle, con la falda medio palmo por encima de las rodillas, lo justo para imaginar sus piernas, largas y torneadas. Miré por un segundo a Pintado, parecía hechizado, conozco su mirada y sus gestos, esta vez no era él el depredador, era la presa. Aunque ella caminaba en dirección a la mesa de Padrón, se volteó un instante, sus ojos marrones se cruzaron con los míos, sin embargo supe que sólo iban camino a encontrarse con los de Pintado. Él se quedó colgado en la pálida blancura de su piel y en el movimiento a cámara lenta de su melena rubia.
Pintado apuró el primer vaso de whisky cuando yo apenas había dado un par de tragos del mío. No me dijo nada. No hacía falta, lo conozco como se de mí mismo se tratara. Estaba afectado, tanto que apenas pude descifrar el balbuceo que salió de su boca al depositar sobre la mesa, de un golpe seco, el vaso vacío. Le entendí algo así como: “¿Dónde hasta ahora se había metido?...

Y yo supe en ese mismo momento que algo irremediable había nacido entre Pintado y La Rusa… Don’t get me wrong  

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