SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


miércoles, 1 de febrero de 2017

LA MALETA DEL SEÑOR ANTONIO. CIENTO DIEZ AÑOS A SUS ESPALDAS.


Quien escribe, o lo intenta, conoce bien esa sensación de caminar al borde del precipicio, la ansiedad por plasmar lo que revolotea dentro de tu cabeza, esquivo a veces, espeso otras.
Llevo esa sensación a flor de piel desde hace días. Necesito compartir lo que llevo dentro, contar historias, plasmar a brochazos gordos lo que la vida me deja.  Y no es cuestión de conversación franca con la pareja o con el amigo de turno, al menos no solo de eso. Es tirar el bote de pintura sobre el lienzo enorme en el suelo y pisar sobre el rastro viscoso que se extiende erráticamente sobre la superficie horizontal.
Debe ser eso que antes llamaban musa, inspiración, se hace esquiva la condená… No me importa ser ñoño a veces, compensa la brutalidad con la que se materializan otras las ganas de escribir. Por eso la poesía infumable de Galdón, o el diálogo interminable con Pintado frente a una imaginaria copa de efectos no tan imaginarios.
En cualquier caso ya conozco el remedio, es cuestión de empezar.
Necesito contar lo que está pasando en este país dónde vivo desde hace algunos años y comparto con otros seres humanos a los que la realidad de este trágico comunismo caribeño de opereta, pero tan implacable y letal como todo totalitarismo que se precie, no vayamos a confundirnos, les está haciendo vivir en propias carnes la historia que los millones de europeos del este vivieron hasta la caída del muro, o los cubanos, queridos vecinos lejanos y esperpénticos, viven todavía a pesar de la desaparición del sátrapa Fidel, o lo que algunos españolitos descerebrados pretenden a tenor de su amor por las ideas de Iglesias y Errejón –ya veremos en lo que acaba su matrimonio a punto de disolución-.
Llevo semanas lamentando no levantar mi pluma –nadie ha dicho que sea buena, por si acaso a alguno se le curva el labio en un rictus de sarcasmo- contra el opresor, para cuando menos expresar mi repulsión por lo que sucede y dejar claro lo que pienso de todo esto. Hay ya demasiada gente que me importa involucrada en este fangal que es ahora Venezuela, y lo llamo así porque la vida acá es la de una charca infectada de caimanes que pelean y depredan a todo bicho que se mueva por encima, sobre y debajo de la superficie putrefacta.
Este país se ha convertido en un espacio donde medran los incapaces, progresan los radicales, sobreviven los delincuentes, asesinan los sicarios y las bandas que secuestran y extorsionan, se corrompe una juventud cada vez más carente de los valores tradicionales de la familia. Este país que alguna vez fue llamado joya del caribe, que estaba llamada a ser el faro de progreso de Latinoamérica, el hogar de acogida de millones de inmigrantes españoles (que aquí los canarios, vascos, gallegos, andaluces, extremeños, catalanes, o linarenses , son sólo eso, putos españoles), italianos, portugueses, sirios, libaneses,  cualquiera que procediera de países en dificultades, cualquiera que estuviera dispuesto a compartir la vida del criollo y a trabajar duro para dignificarla tenían cabida. En este país todos esos incapaces han empobrecido la charca, la han depredado, agotado los recursos haciéndolos inviables. Mientras estos mismos se han enriquecido a costa de los demás, robando a manos llenas, corrompiendo un sistema político de instituciones débiles, manipulando la historia de lo cotidiano, empequeñeciendo la Historia de quienes fundaron la República, antes y después de la independencia, traficando con alimentos, mercancías, drogas, promoviendo una sociedad en la que el espíritu se ha vuelto anécdota y folclore, el arte futilidad inútil, la belleza consumo y la inteligencia aplicada un ejercicio estéril y peligroso…

Y todo esto porque el sábado, de regreso de mi paseo matutino por la playa dorada donde rompen las olas que devuelve la isla Chimana, me di de bruces con una muestra de la brutalidad de estos días. En un pequeño mercadito americano, de esos en los que se vende en la calle los restos de una vida, a veces de toda una existencia anterior, sobre el suelo de cemento que rodea un quiosco en venta, me topé con una maleta de madera, forrada de tela cuarteada y polvorienta que alguna vez exhibió un luminoso azul cobalto, con refuerzos de madera, cuero y latón remachados. Aquella imagen era la viva estampa de Venezuela. Un viejo artículo de lujo arruinado al sol del Caribe, en venta por unos mangos que ya no valen nada. Pero como sucede con la belleza en Venezuela, no importa de dónde venga, se me quedó mirando con esos ojos profundos de maleta huérfana y decidí adoptarla.

Traspasé la malla de alambre que separaba el rastrillo de la acera y entré a preguntar. Un viejito, el señor Antonio, por encima de los setenta, delgado y fibroso, cabello blanco y despeinado, sonrisa irónica, hijo de vasca y venezolano y nieto de emigrantes españoles, me atendió: Mire usted estoy vendiendo lo que me queda, mis hijos ya se han ido, mi mujer ya marchó –lo dijo con brillo en los ojos-, esta maleta era de mis abuelos, la trajeron de allá… ¿Le gusta? La miré y la llevé conmigo, ahora reposa en una esquina de mi casa junto a otros huérfanos que recogí. Ahora ella también, algún día, regresará…

Alberto Cortez, en recuerdo a mi padre a quien tanto gustaba esta canción.

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