SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


miércoles, 11 de julio de 2012

UNA BODA, EN LUARCA.

La mañana rompió, como un velo rasgado por el viento. Mi cabeza parecía una jaula de grillos devorada por un gato montés. El sabor amargo de la hiel traspasando la frontera de mi garganta me recordó las cinco botellas de sidra, tres cervezas, dos de vino y la copa de whisky trasegadas la noche anterior. A pesar de todo, nada parecía tener el sentido de días anteriores.
El mensaje de Mazarro había sido muy claro, ella se casaba ese día, esa mañana, en algún lugar de Luarca, Y por eso estaba allí, recibiendo la arisca caricia del viento del norte en mi rostro y la sal que el aguacero arrastraba. Me aposté en el único sitio a resguardo del orvallo, la vieja esquina de piedra de la ermita, encaramada en lo alto de la atalaya, sobre el cementerio, roturada por siglos de exposición a la lluvia y a la galerna, y esperé allí hasta que empezó a llegar el gentío.
Primero lo hizo la banda de gaitas, que se dispuso en semicírculo  alrededor de la entrada principal de la capilla. Al poco el sonido templando gaitas invadió el poco espacio útil que quedaba en mi cabeza tras la etilización nocturna. Poco después, como hormigas que se acercan a la entrada del hormiguero, empezaron a llegar los invitados. La mayoría de ellos paisanos de la zona. Se notaba en los rostros masculinos curtidos por el aire salobre  y en las manos agrietadas por la faena en el mar. En los cuerpos robustos de las mujeres de piernas potentes como sprinters, en sus pieles sonrojadas, en los colores pastel de los vestidos de fiesta, ajustados, como el film que envuelve los paquetes de embutido sellados al vacío.
Esperé sin moverme. ¡Dios, como habría deseado fumar en esos momentos! Expeler el humo lentamente, dejar que mis pensamientos se evanescieran en el aire, con él. El sonido agudo de las gaitas llenó el aire de notas que se confundieron en mi mente con las melodías olvidadas.
Reconocí en la distancia a Javier, mi amigo el poeta, él no había faltado tampoco a la cita. Ojalá Mazarro me hubiera acompañado, seguramente me habría estado recordando que aquello era inútil y me habría pedido que nos fuéramos antes de que fuera demasiado tarde. Aparté ese resto de debilidad. Toqué la culata del revolver. Mi 38 era lo único real a mi alrededor, la única cosa sensata del momento.
De pronto las notas cambiaron. El tambor redobló, frenético, como mis sentimientos, como el corazón en el pecho. El sacerdote asomó su cara por la puerta de la ermita. Sonrió, como un forense antes de hundir el escalpelo en la carne grisácea de un cadáver. El novio, que hacía guardia a la entrada de la garita, se frotó las manos, como si tuviera hambre y le trajeran un bocadillo. No comprendí ni antes ni ahora porque había sido precisamente él el elegido. No nos parecíamos en nada y todavía recordaba cuando ella me decía que nunca podría amar a nadie como a mí…
Las mujeres jóvenes, las que no habían encontrado acomodo dentro del pequeño edifico de piedra, corrieron hasta la puerta arrastrando a su paso a todo bicho viviente. Las telas crujieron sometidas a sus límites de rotura, las prendas elásticas se tensaron reacomodando volúmenes y formas dentro de la pauta predeterminada. Los tocados, mojados por la lluvia, caían flácidos como plumas de codornices cazadas al ojeo. Una chica se ajustó el portaligas que apenas se sugería bajo la apretada falda de raso verde, su novio, remedo de Paquirrin del norte prendió fuego a un petardo y lo lanzó contra el muro del cementerio, la explosión retumbó contra las viejas paredes de piedra, como el eructo de un dragón.
El coche, un viejo sedán restaurado, se detuvo delante de la capilla. Todo a mi alrededor pareció detenerse a cámara lenta. El tiempo, el aire, los sonidos. Apenas vi la punta del zapato supe que era ella. El tobillo fino y delicado, envuelto en unas medias blancas que velaban su piel morena, me lo confirmó.
Aparté la mirada en dirección al mar. Las olas rompían acantilado abajo en las rocas  de la orilla delineada a cuchillo, la espuma resultante flotaba en el aire, como el esputo de un moribundo y me llegó hasta el rostro. Mis ojos se cerraron con una neblina salada. Me queda la duda de si aquella agua eran lágrimas. Prefiero no saberlo.
Esperé hasta que entró en la pequeña urna de piedra donde iban a enterrarse mis últimos recuerdos y me alejé carretera abajo hacia el puerto de Luarca. Me acompañaron la rabia y la decepción, y el tacto cálido y suave de mi 38 encajado en la cintura…

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