SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


lunes, 2 de julio de 2012

UNA MAÑANA, EN EL MERCADILLO DE ALGUN LUGAR DE LA MANCHA.

Mazarro me pidió que lo acompañara. Yo no le creí al principio, por eso insistió en que fuera con él.
La mañana era fresca, de esas de finales de junio en las que el aire huele a todos los aromas que se han escapado del tarro de las esencias divinas. A los rosales cuyas flores reventaban con todos los colores del arcoíris los parterres dibujados entre la arcilla calcinada, a lejanas fragancias procedentes de los huertos de alrededor, a tierra húmeda tras el riego de la madrugada, al calor del sol que iluminaba las lonas mil y una vez zurcidas de los tenderetes que regalaban sombra a los curiosos.
La gente paseaba entre los puestos de venta ambulante: al sol los de ropa, a la sombra de la hilera de árboles de la alameda los de verdura y alimentos. Una muchacha en flor compraba berenjenas de Almagro que saltaban de la orza de barro  a las bolsas de plástico, como carpas capturadas en el estanque. A su lado, hacía guardia una madre, hinchada como un odre, que aventaba los malos humores con un abanico ennegrecido por el sudor. Me fijé en ella. Sonrió y me dio la espalda dándose a valer. Una somera mata de impúdico vello atávico –como el flequillo de una ardilla- le sobresalía de entre las curvas apretadas por el pantalón de talle bajo, allá donde la espalda pierde su nombre, junto a un tatuaje del color del ébano desvaído.
Unos hortelanos vendían melones y sandías, apilados en el suelo, sobre un saco de arpillera, a la sombra de un plátano de indias. Otros aireaban la calidad de los ajos… Los hombres paseaban entre las mujeres sin nada que hacer, salvo marcarlas, la mayoría de ellos vestían camisetas –estos días está de moda la roja-, pantalones cortos y chancletas, como si la selección española de mús se hubiera escapado de un encierro en una taberna. Barba de varios días. Buches curvados por la cerveza o el tinto de verano. Miradas feroces cuando se cruzaban con otros machos, recordando cuando vivíamos en los árboles y sólo bajábamos al suelo para procrear.
Me costaba trabajo estar en guardia, a fin de cuentas íbamos a los que íbamos. Lo que es lo que es, repetía Mazarro entre dientes mientras me miraba con esa cara de mala hostia que Dios le dio y fruncía el ceño, como si el aire le quemara los ojos y necesitara protegerlos. A cada paso que dábamos era consciente de que ella estaba más cerca, lo presentía, con la misma certeza del que cae hacia el abismo mientras imagina el momento  en que su cuerpo se detendrá sin remedio y desconoce lo que sentirá y cómo.
Cerca de un puesto de frutas y hortalizas me asaltó la duda de que lo que estábamos haciendo sirviera para algo, a fin de cuentas este es un país libre y nadie puede reclamar lo que no es suyo, y ella no era mía, definitivamente…
No me dio tiempo a coger a Mazarro por el brazo –como me pedían cada una de mis células cerebrales- y volver sobre nuestros pasos, me topé con su presencia como quien se tropieza contra una pared que viene irremediablemente al encuentro. Primero llegó su silueta, delante de la luz que la envolvía, como si el sol fuera su esclavo. Luego me vino su aroma. Ese olor que nunca olvidaré y siempre enerva mi mente. Caminaba con la firmeza de una apisonadora sobre el asfalto caliente y blando. Mi corazón se hizo humo, como su esencia.
No venía sola, iba acompañada de una rubia de bote con las cejas negras como el carbón, roturadas en su cara como si estuvieran tatuadas. Hizo como que no me veía y pasó de largo, y el aire de su huida al deslizarse sobre mi rostro me dolió más que ese golpe que esperaba al detenerme. Sólo su mirada de reproche se retrasó una décima de segundo en mis ojos, apenas lo que tarda en escapar un suspiro del pecho. Me giré. Seguía teniendo un trasero de impresión, como los hemisferios del globo terráqueo con el que se fotografiaban los escolares de hace lustros en la foto de recuerdo del curso. Ella se giró. Sus ojos de miel me endulzaron el recuerdo. Su boca, fruncida a pesar de los labios elásticos y voluminosos me expresó en silencio lo que yo ya sabía…    

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