SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


viernes, 24 de agosto de 2012

ANCHORENA CLUB. La Noche de mi amigo Carlos.

Es curioso como el post más leído en este Blog tiene que ver con Anchorena Club.
La denominación del club de swingers al que hago mención en la novela tiene que ver con un sucedido real que viví allá por el 2007, cuando residía en Buenos Aires.
En aquellos tiempos cada jueves por la tarde acudía a clase de baile en un local de Belgrano en compañía de mi esposa y otros matrimonios amigos. Los integrantes éramos un cosmopolita grupo compuesto por españoles, brasileños, colombianos y hasta un italiano. No se crean, nos dedicábamos al baile, no vayan a desbarrar e imaginarnos ya inmersos en el bizarro mundo del intercambio de parejas…
Pues bien al finalizar las clases -que impartía una beldad de origen ruso, piel nívea y ojos de un azul tan profundo como un fiordo noruego- solíamos juntarnos para cenar en compañía, uno de esos días recalamos en la terraza de un restaurante italiano Capisci cerca de la esquina de Cabildo y Juramento en la Plaza Manuel Belgrano.
Era una noche cálida, de esas que invitan a pasear para buscar una mesa en un sitio romántico, a disfrutar de la brisa bajo los árboles, a tomar cerveza helada a la luz de las velas mientras contemplas la calle y pasa el tiempo llevado de la mano de los transeúntes. Conseguimos juntar varias mesas y sentarnos para disfrutar de una velada entre amigos. Cerca, con el pie apoyado en uno de los bancos del parque, un músico callejero, de pelo largo y barba recortada, tocaba una guitarra e interpretaba baladas de cantantes cansados. El camarero tomó la nota y a los pocos minutos trajo las cervezas de los españoles, los refrescos light de colombianos y brasileños y el agua del italiano. Nos repanchingamos en los asientos mientras dábamos buena cuenta de las bebidas y de los cacahuetes salados que antecedían el condumio que esperábamos. La música flotaba en el ambiente al mismo compás que las cálidas llamitas de las velas que iluminaban el espacio. Los árboles derramaban sobre nosotros el frescor mecido en las ramas que balanceaba la brisa.
Ese día mi amigo Carlos estaba inspirado. Para cualquiera que no le conozca diré que es hincha del Atlético de Madrid –colchonero hasta la médula- y aunque está un poco calvo es un tipo irresistible cuando sus caderas se animan al socaire de cualquier ritmo latino, de profesión economista y de vocación showman compulsivo –alguna vez se arrancó a bailar sobre la mesa del restaurante al calor de los margaritas, pero eso es otra historia-. Pues bien, inspirado significa que, ese día, mi amigo Carlos estaba dispuesto a salirse de madre a la primera de cambio. Lo supe tan pronto escuché sus risotadas estentóreas al final de la segunda cerveza y vi sus ojos de tigre astigmático brillar húmedos a la luz de las velas.
Una chica se nos aproximó y sin que mediara nadie expresó con claro acento español su deseo de sentarse a la mesa. Tenía un aspecto pelín perroflauta, una hippie perdida en el tiempo y en la distancia, mitad damita, mitad putón verbenero. Era morena, de piel y pelo. Bronceada por el sol austral. Sucia de sudor y del polvo que el agua no había retirado hacía un par de días. De entrada nos callamos mientras nos mirábamos intentando dilucidar que estaba pasando. Pero Carlos –que en otra vida sería discípulo de San Francisco de Asís- se levantó de golpe y arrastrando una solitaria silla le hizo un gesto para que se sentara a su lado.
La imagen está servida. Los españoles –ocho menos Carlos- reímos nerviosos –yo me aparté unos centímetros porque el pelo de ella estaba barriendo literalmente mi plato-, los brasileños y colombianos –bastante conservadores por cierto- se miraron incómodos. El italiano –esposo de una colombiana- miró a su esposa y carraspeó mientras se mesaba la perilla. Ella sonreía segura de sí y agradeció el gesto de Carlos estampándole un par de besos en la mejilla mientras se presentaba al personal.
Resumiré su historia: Canaria, separada, madre de una niña, mediana edad –frisaba los cuarenta- dejó su familia, su tierra y su empleo para seguir al chico argentino –el músico que cantaba baladas en el banco de al lado- del que –según ella- estaba locamente enamorada. Esto llevó no menos de diez minutos durante el feroz interrogatorio conducido por Carlos y secundado por el italiano que conforme pasaba el tiempo se iba animando.
Llegaron los platos y nos repartimos los chorizos criollos, el bife y el asado de tira. Se distribuyeron las ensaladas de brasileños y colombianos, se acantonó en una esquina el plato de sorrentinos a la crema del italiano. El vino sustituyó a la cerveza para los españoles, los refrescos light seguían alumbrando el entendimiento de los latinos y el italiano se lo pensó mejor y tras pedir el permiso de la colombiana –aunque ella se lo negó con los ojos y algo más- atacó con fruición la botella de Malbec. La canaria, mientras, asaltó la humanidad de Carlos y se le encaramó al físico tomándolo por los hombros y magreándolo sin recato. Yo le tuve cierta envidia. No mucha, la justa, pero envidia al fin y al cabo.
De nuevo resumo los hechos. Carlos contó chistes, su esposa contó los arrechuchos, una de nuestras españolas –vieja Miss Salamanca, aunque lo de vieja es un decir porque tiene unos espléndidos treinta y cinco años que Dios le conserve- contó chistes –los mejores-. Los brasileños se fueron al poco –escandalizados aunque no lo dijeron- después de ventilarse la ensalada y la colombiana arrastró tras de sí al italiano que, a ratos pegado a la tercera botella de Malbec, a ratos husmeando los aromas de la canaria, lloró al irse como lo habría hecho el propio Boabdil el Chico al dejar Granada.
Cuando quedó la peña hispana en soledad, y mientras la esposa de Carlos intentaba rescatar al soflamado varón de las garras de tan perversa hetaira –como la llamó la ofendida cónyuge en su interior desde la primera aproximación a su propiedad privada, cual Sánchez Gordillo disfrazado de fémina- la canaria nos contó de la existencia de un club de swingers en la calle Anchorena. Y…
Lo que ella nos relató y yo entendí sirvió para que días después, acompañado de mi perro mientras lo paseaba, nos pasáramos por la puerta del establecimiento. Allí en el portón del lugar decidí que algún día incluiría el establecimiento en una de mis historias. Y por eso Pintado años después viajó a Buenos Aires y, entre otros, visitó el Anchorena Club.
¿Qué pasó con Carlos aquella noche?... Eso, amigos míos, es otra historia…

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