SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


jueves, 30 de agosto de 2012

EL CARNAVAL DE NOTTING HILL


Londres me recibió la tarde del domingo con su mejor cara. Sol amable y temperatura de primavera sevillana. Había tomado el vuelo de media mañana y tenía tiempo de sobra, a fin de cuentas mi cliente no me esperaba hasta las nueve o'clock. El taxista que me tocó en suerte a la salida de la terminal en Heathrow debía ser un descendiente de oriundos de Kenia -o de cualquier otro pais, antigua colonia, en el áfrica tropical- en primera generación inmigrante, un armario de casi dos metros y a ojo de buen cubero por encima de los ciento treinta kilos en canal, negro como el azabache y de piel brillante como la superficie de un canto pulido. Un tipo simpático que no paró de hablar ni un solo minuto de los cuarenta de trayecto hasta el hotel que Mazarro me había reservado cerca de Paddington, frente a Hyde Park. La verdad no sé por qué tomé un taxi, me costó cinco veces más de lo que hubiera pagado por el tren, pero ese día me sentía rumboso.
Jomo, como aparentemente se llamaba el fulano, me dijo que tenía suerte, pues estaba cerquita del meollo del famoso carnaval de Notting Hill, donde según él, el que no se comía una rosca era porque no quería. La verdad no sé cómo le entendí, mi inglés apenas da para pedir una cerveza en un pub y el mandingo sonaba tan raro en mis oídos como el ronquido de un koala. Pero así fue.
Un cuarto de hora después, tras dejar el equipaje en el hotel me encaminé con paso decidido en pos de la aventura y me interné por aquellas calles de edificios victorianos de fachadas claras, herrajes de hierro forjado, marquesinas neoclásicas y pequeños jardines con setos de tejo y boj.
Aunque, como me dijeron en la recepción del hotel, era el día reservado a los niños, las calles estaban atestadas de gente, de la más diversa edad y condición, y en cualquiera de las mezclas y combinaciones posibles. En eso el imperio británico nos gana a los cetrinos hispanos. Me barrunto que, porque antes que nada, según sus reglas, tienden menos a eso de la mezcla racial y a la coyunta con resultado de parentela a la que tan aficionados hemos demostrado ser los latinos debajo de los Pirineos. Dicho de otra manera, esto es, que cada cual -en los dominios británicos- sigue permaneciendo en su parte de la casa aunque todos estens bajo el mismo techo. Quizás por eso había Indios –Hindús-; africanos de todas las etnias; asiáticos de todo lo lejano, medio y cercano, en cada uno de los colores que van del blanco al canela; chinos y malayos; de Singapur y Hong Kong…; caribeños de Jamaica, Trinidad; y por supuesto europeos de lo más variopinto, desde la soleada Málaga, al frío islandés… Y me dejo un montón. La leche, pensé. Más de dos millones de personas, recuerdo ahora que me dijo la argentina que atendía la recepción. Y vive dios que estaban todas… El aire olía a grasa fundida y humo de barbacoa, a azúcar quemado y a cerveza derramada en el suelo, a orines y vómito de la noche anterior. La miasma flotaba hacia el cielo sin atreverse a despegarse hasta las alturas, como la música metálica que salía de algunas viviendas, cuyos ridículos patios y minúsculas terrazas se veían tan abarrotadas como las casas de Caminito una mañana de sábado primaveral. Si tuviera que describir el ambiente diría que es un extraño híbrido entre la calle del infierno de cualquier feria de España, la madrugada beoda de los sanfermines camino del baile de la zapatilla, una tomatina desbocada -que aquí es de chocolate-. Como el naúfrago que alcanza la seguridad de una playa me acantoné en una esquina –cerca de un grupo de policías que impedían el paso de vehículos en la zona acordonada para la celebración- y mientras consultaba el mapa para orientarme en aquél dédalo de gente ebria se me acercó alguien por atrás y acarició suavemente mi espalda. Una descarga recorrió mi espinazo desde el  cuello a la rabadilla y a punto estuve de volverme y soltar un sopapo. Pero luego me llegó ese olor que nunca he olvidado, a canela, a clavo y a piel de naranja. Ese olor que tienen los dulces en Semana Santa. Supe que era ella apenas un instante antes de notar cómo una inhalación fría como el hielo me aplastaba el pecho y se introducía en mi costado arrastrando tras de sí la consciencia…
Me desperté cuando un bobby rechoncho ayudaba al camillero a meterme en la ambulancia, apenas recuerdo su rostro, pero no olvidaré su sonrisa de desprecio mientras comentaba algo con el compañero…
No olvidaré tampoco el perfume que flotaba en la ambulancia: A canela, clavo y naranja…

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