SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


viernes, 22 de junio de 2012

AQUELLA TARDE AL ANOCHECER


-Estoy jodido –pensé. -¿Quién me habría mandado meterme en semejante berenjenal?
Miré a uno y otro lado. Estaba rodeado de pijos insufribles y de señoras esculturales, en medio de un sarao VIP -una cuestación para una ONG apadrinada por una vomitiva locutora radiofónica abandonada por un exnovio inteligente-, en una urbanización de lujo de las afueras de Madrid.
Era una tarde calurosa de finales de junio, a esa hora en que el cielo perdía el tono azul turquesa y empezaba a estar oculto por un manto estrellado de terciopelo. Me apoyé en la pared más cercana y alisé con parsimonia la solapa del traje de etiqueta que había alquilado la tarde anterior en Sastrerías Álvarez “Elegancia y distinción a su alcance”. Me llevé la mano al oído para comprobar que el diminuto auricular seguía en su sitio. Un imperceptible ruido de estática me indicó que funcionaba.
Mi cliente –un conocido empresario del sector del embutido- seguía saludando en el mismo corro en que había sido atrapado cinco minutos antes: Un banquero –que presidía una entidad en proceso de rescate- y su estupendísima señora -la tercera después de su segundo divorcio-, el Obispo de nosedonde -vestido fashion de Armani- y un cincuentón, novelista de éxito, que hacía siglos no escribía nada original. Colgada del brazo de este, una mujer, mucho más joven que él, miraba alrededor, aburrida, más perdida que una pulga en la pelambrera de un Pastor Inglés, hasta que reparó en mí y se me quedó mirando fijamente, como si yo tuviera monos en la cara.
Era rubia natural, de piernas largas y lustrosas, como moldeadas en cera líquida. Su vestido, corto, de muselina azul, se encaramaba hacia un escote profundo como un valle de los Alpes, que dejaba asomar un busto imposible esculpido en mármol. Sus ojos eran ámbar, de esos que guardan en su interior, encerrada, la esencia del imposible recuerdo de la inocencia que fue, me miraban con una intensidad tal que me sentía taladrado más allá del cráneo.
La rubia se descolgó del novelista percha y con descaro se dirigió hacia a mí, lo hizo a cámara lenta, haciendo que cada músculo absorbiera la energía del entorno, emitiendo rayos iridiscentes de luz, como una supernova en rumbo de colisión. Me enamoré de ella inmediatamente. Cuando estaba tan cerca que se podía oler el perfume que emanaba de su piel y sentir el calor de su cuerpo, ella se me plantó delante, abrió el bolsito, aventó su melena al aire, y sacó un paquete de cigarrillos.
Miré los labios carnosos y brillantes, bien cargados de gloss, los dientes que apenas mordían el cilindro de papel como una carpa el anzuelo, las mejillas sedosas y rosadas. Atrapado en el tiempo. Algo en ella me recordaba a Lola Bocanegra…
-¿Tiene fuego? –Preguntó, con una sonrisa capaz de hacer enmudecer el mismo coro de los Niños Cantores de Viena.
Hacía meses que había dejado de fumar, la imposibilidad de atender su demanda me hizo sentir tan miserable como el mismo Gollum del Señor de los Anillos. Casi estuve a punto de musitar miserablemente por mi mechero. Negué con la cabeza, en silencio.
Sus ojos me dijeron todo lo que necesitaba saber. Ella se alejó bamboleando las caderas, dejando en mi retina la imaginaria marca del hilo dental que seguramente constituiría su única ropa interior…

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