SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


sábado, 9 de junio de 2012

NOCTURNO

14              NOCTURNO

“(…)Tengo esta noche las manos negras, el corazón sudado
como después de luchar hasta el olvido con los ciempiés del humo.
Todo ha quedado allá, las botellas, el barco,
no sé si me querían y si esperaban verme(…)”

Nocturno
Julio Cortazar


De vuelta al hotel hicieron el amor sobre sábanas que los acogieron como la arena a las olas, derramándose el uno en el otro, persiguiendo sombras en cada arrullo, ahormando las manos en los cuerpos y fundiendo las bocas en cada susurro. Hasta que quedaron dormidos, exhaustos de ansia cumplida, con la mente en blanco, con esa pureza de algodón que sólo los amantes son capaces de alcanzar.
La mañana los sorprendió cuando el sol había escalado los cielos y la brisa del amanecer había desaparecido. El calor pegajoso y húmedo, apenas combatido por el ventilador que zumbaba en el techo, envolvía los cuerpos desnudos de ambos. Pintado fue el primero en despertarse, se levantó encendió el aire acondicionado, cerró la ventana y volvió hasta el lecho. Acarició el pelo de Rosana y besó su espalda, desde la nuca hasta llegar donde la curvatura ascendía con pendiente feroz. Ella sabía a sal y su piel estaba húmeda por el sudor. Rosana respondió con pereza, sonriendo, dándose la vuelta lentamente. Lo atrajo hacia si y lo besó en la boca muy despacio. Él aprovechó cada segundo, apretándola contra su pecho y tomándola por la nuca. Rieron como si nada en el exterior pudiera enturbiar la magia del momento.
Media hora después se habían calmado y descansaban exhaustos sobre las sábanas. La piel brillaba por el sudor, un enervante olor a sexo invadía cada rincón del cuarto. A petición de Pintado el encargado subió una bandeja con jugo de frutas y empanadas. El español se cubrió con una sábana y atrancó la puerta con el pie mientras retiraba el pedido y pagaba una generosa propina. El viejo le dedicó una sonrisa que pretendía ser cómplice, y sin embargo resultó obscena. Ginés cerró la puerta de un empujón, con el cuerpo, dejo la bandeja en el suelo y volvió a la cama... 

El ventilador de la habitación paleaba cansinamente el aire apenas enfriado por el ruidoso aparato de aire acondicionado acoplado a la ventana. Pintado miró su rostro reflejado en el espejo colgado en la pared desconchada, el color del iris era casi verde a esta hora de la mañana, luego irían cambiando hasta quedar ámbar. Las bolsas bajo los párpados denunciaban su edad. Conocía el origen de cada arruga, de cada surco en la piel. Se mesó la barba de varios días y recorrió el cráneo con ambas manos, el pelo estaba tan corto que parecía un cepillo. Parecía un individuo de vuelta de todo. Y volvió a los ojos. Esta vez no había melancolía en ellos, sólo ira y determinación, la de un ángel exterminador. En contraste Rosana, detrás de él, mirándolo por encima de los hombros, era la vida.

Salieron a la calle y tomaron un mototaxi. Dieron al conductor la dirección que les había proporcionado Mendoza y fueron en busca del hombre de Pucallpa. Media hora después, transitando por calles sin asfaltar, dejaron atrás el tráfico desbocado de la ciudad hasta que llegaron frente a una casa de planta baja en las afueras. Aunque tiempo atrás las paredes tuvieron un bonito color azul turquesa, ahora estaban sucias por los chorreones de orín que caían del tejado de chapa, corroída tras años de aguaceros tropicales. Un cartel a la puerta indicaba, en un castellano básico, que allí se vendía Ayahuasca y licor de la selva. Olía a comida preparándose en el fuego de leña, olores muy simples y elementales, Pintado identificó el humo, yuca, maíz, a vapor. Un perro dormitaba en el suelo de tierra junto a la entrada, a la sombra de una palma, y una vieja mujer indígena decoraba una vasija de barro cocido con los motivos geométricos típicos de la etnia shipiba. Sus dedos, afilados y huesudos como sarmientos, recorrían la superficie con rápidos movimientos, dejando la tintura negra sobre el recipiente,  repitiendo los gestos que había aprendido de sus ancestros. Al ver a los occidentales la mujer dejó su tarea y se levantó para atenderlos. Llevaba una túnica corta de tela muy colorida que apenas le cubría el cuerpo pequeño y enjuto, el pelo negro y brillante, muy corto y con una cinta elástica de color ciñendo su frente. Andaba muy despacio, parecía flotar en el aire, formando parte de él, liviana, etérea. Pintado preguntó por el contacto que le había facilitado Mendoza, la mujer le explicó, en castellano, con cierta dificultad, que era su hijo, pero a esa hora estaba en el lago Yarinacocha guiando a los turistas. Debían regresar a la tarde si querían hablar con él.
Regresaron a la zona urbanizada de la ciudad y aprovecharon para seguir la pista de Stewart. El encargado del hotel les confirmó que el gringo dormía la borrachera después de la juerga de la pasada noche y que las chicas habían dejado el establecimiento al amanecer. Una de ellas tenía la cara hinchada y un ojo inflamado, como si hubiera recibido una paliza. Sus compañeras la llevaban de los hombros asumiendo con su actitud que lo que había ocurrido no dejaban de ser gajes del oficio. Pintado dejó un billete sobre la mesa y guiñó un ojo al hombre. Este recogió el dinero y le devolvió el gesto, su sonrisa podrida dejó ver el hueco dejado por la ausencia de los dientes delanteros. El resto de la mañana lo pasaron paseando por la ribera, cogidos de la cintura, como amantes despreocupados disfrutando de unas vacaciones.
Bajaron hasta la orilla del Ucayali, en la zona donde atracaban las embarcaciones que movían las mercancías río abajo hasta Iquitos. El suelo era de tierra sin acondicionar. El barro y la basura dificultaban el paseo entre restos animales y de vegetación arrastrada por el río, entre la que picoteaban los gallinazos de cabeza roja. Miles de troncos cortados, cedros y caobas centenarios, esperaban el turno para ser cargados en los camiones que hacían la ruta hasta los aserraderos antes de viajar por la única carretera asfaltada hasta Lima, desde allí saldrían por el Callao hasta los puertos occidentales para ser procesados y transformados en muebles que adornarían las viviendas de los afortunados europeos con posibles. Mientras tanto los ribereños descargaban hasta tierra las mercancías, haciendo equilibrios imposibles sobre tablones de madera que hacían de improvisadas escalas de desembarque. El mercadillo ocupaba cientos de metros a lo largo de la ribera y en él se vendían todo tipo de frutas: plátanos, aguaje, cocos, cocona, piña arracimados en capachos de fibra de palma. En otros se vendían indiscriminadamente peces y animales de la selva, con nombres exóticos y sugerentes: paiche, bagre, zúngaro, taricaya y trozos de tortuga, lagarto, suri, tapir, armadillo y mono. Al pie de los puestos se ofrecían bolsas de plástico con los ingredientes necesarios para adobarlos, preparados multicolores -rojos, verdes y amarillos- de ají, cebolla morada, cebollino, ajos, lima, jengibre y cilantro. El sitio estaba saturado por los olores de la vida indígena y en sus retinas quedaron impresos los exacerbados colores de la selva.
Cuando volvieron a la casa de las afueras el hombre cuya dirección les había facilitado Mendoza había regresado. Al verlos llegar mandó a la vieja al interior de la vivienda, se bajó de la hamaca en la que descansaba bajo el porche y salió para hablar con ellos. El nativo -un hombre pequeño y enjuto como su madre, de mediana edad y piel apergaminada por el sol- al principio se hizo de nuevas. Sin embargo la mención a Mendoza y un billete de cien dólares le hicieron cambiar el semblante. Les invitó a sentarse en un banco de madera y les ofreció un par de cervezas que compartieron a la caída de la tarde, después Pintado le hizo su petición.
El indio se le quedó mirando fijamente y declinó más con la mirada que con la cabeza. Aunque en las culturas amazónicas la negación es una descortesía imperdonable el indígena llevaba demasiado tiempo en contacto con occidentales,  así que acabó diciéndole que lo que pedía era imposible y más en tan corto espacio de tiempo. Sin embargo la insistencia del extranjero y doscientos dólares adicionales convencieron a su interlocutor de la viabilidad del pedido. Quedaron al día siguiente en una cocamera a la orilla del lago Yarinacocha donde el nativo recibía a los turistas y hacía las veces de curandero o Unaya Juni como se hacía llamar en su idioma shipibo...

Al llegar a la habitación, Pintado laminó el explosivo plástico con el rodillo sobre el papel de hornear encerado, hasta dejarlo del espesor de una fina tableta de chocolate, luego lo envolvió con el papel y llenó el interior de la tapa de la mochila con el preparado, nadie notaría allí el material explosivo. Antes de coser la tapa de nuevo dejó el detonador incrustado en la masa y ocultó el cable en una de las costuras laterales de la bolsa de nylon. Remató los cables con el conector de uno de los auriculares y repitió la misma operación con el fondo de la mochila. Extrajo el altavoz del transistor y dejó la placa con el circuito integrado, instaló el reloj programador y conectó el circuito con el alojamiento de las baterías de la vieja radio. Al final tenía una inocente mochila y una radio conectada a unos auriculares. Pasaría un control superficial sin levantar sospechas de su contenido. Acababa de preparar un dispositivo que generaría una onda expansiva capaz de devastar todo a su alrededor en diez metros a la redonda, lo suficientemente seguro  e inocente para ser transportado sin riesgos, justo lo que necesitaba para  cumplir sus planes…

El viejo encargado no se extrañó de que el extranjero dejara el alojamiento de mañana. Pintado dejó pagada una semana de habitación por adelantado y avisó al rufián que arriba quedaba la señorita durmiendo. Salió a la calle al amanecer y tomó un motocarro hasta el aeropuerto para abordar el bimotor de carga que hacía el trayecto hasta Iquitos. Sólo llevaba consigo la mochila preparada la tarde anterior y la automática. Rezó para que el control de pasajeros de la línea charter de carga fuera tan poco cualificada como el paisano al que habían comprado el pasaje cuando el encargado del hotel de Stewart le comunicó el programa de viaje del Gringo

NOTA DEL AUTOR: El capítulo, tal y como se ha incluido, está incompleto. Solo contiene alguno de los párrafos del original.

No hay comentarios:

Publicar un comentario