SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


sábado, 23 de junio de 2012

DE VUELTA

16              DE VUELTA

"No, no es cansancio...
Es una cantidad de desilusión que se me entraña
en el pensamiento,
es un domingo al revés
del sentimiento,
un feriado pasado en el abismo(...)”

Fernando Pessoa



La penumbra gris hacía que el tiempo pareciera detenido en el interior del habitáculo, polvo suspendido, un olor acre a humanidad estabulada. El amanecer salió al encuentro del cielo por la ventanilla del avión. Hacía nueve horas que habían partido de Lima, por eso había poca gente despierta, sólo algunos parecían inmunes al cansancio provocado por la larga travesía. A su lado dormitaba un anciano cuyos ronquidos hacían peligrar la integridad del aparato.
Todavía faltaban al menos un par de horas para llegar a España, pero Pintado estaba demasiado cansado e inquieto para conciliar el sueño. Había trascurrido un mes desde la explosión de Iquitos y desde entonces había estado escondido, esperando en el cubil como un animal acorralado, aguantando el calor y la humedad que se le pegaba a la piel con persistencia de sanguijuela. Días de curas dolorosas, de recuerdos de sensaciones que le recorrían la mano como si transitara sobre ella un ejército de hormigas soldado. Hasta que las heridas habían curado lo suficiente para emprender el camino de regreso a España. No fue fácil, tuvo que salir de la selva arrastrándose, con un torniquete en el brazo y la herida del hombro taponada por una compresa de hojas de plátano machacadas con la boca antes de que la vida se le escapara por el agujero provocado por la bala de Stewart. Dejó el incendio a su espalda, aún recordaba los quejidos de Elena herida de muerte, los animales sueltos, el olor a carne quemada y a gasolina que impregnaba el ambiente. El humo acre se le había metido en los pulmones provocándole nauseas y vómito, y el dolor lacerante con cada espasmo. Rodó, gateó, se hirió con los bordes cortantes de palmas y cañas, hasta que hundió la mano sana en el lodo de la orilla y sintió el fresco revivir del agua en su cara. Se subió a un esquife que encontró en la ribera y se dejó llevar río abajo hasta que al amanecer lo encontró un nativo que pescaba en esa parte del Amazonas. Para entonces había perdido mucha sangre y estaba prácticamente inconsciente. El indígena lo condujo hasta la choza en la que vivía con toda la familia, allí lo cuidaron hasta que pudo moverse por sus medios. Por suerte la bala en el hombro había salido sin causar graves destrozos, una herida limpia que lo atravesó. El chamán que atendía a los pobladores de aquella parte de la selva lo curó con los remedios que proporcionaba la naturaleza. Poco a poco la fiebre remitió y los dolores se calmaron. La cicatriz del hombro y los muñones no quedarían muy estéticos, aunque ese tema más tarde tendría solución.
Pasó allí casi una semana, el ejército rondaba día y noche los alrededores peinando la zona y preguntando a los pobladores locales sobre lo que había ocurrido río arriba. Nadie sabía nada, aunque todo el mundo suponía que un ajuste de cuentas había clausurado la extraña factoría donde se comerciaba con carne humana. En el fondo todos respiraron aliviados, el dinero fácil que entraba por allí se podía volver contra ellos en cualquier momento. Cuando estuvo lo suficientemente repuesto el indio lo llevó hasta Iquitos en la frágil lancha con la que transportaba las frutas y el pescado con cuya venta sobrevivía. Adquirió con él una deuda de por vida.
Pintado se las había arreglado para llamar a Rosana, que lo esperaba en Pucallpa desesperada por la falta de noticias. Esta le remitió un giro postal a la oficina local de correos, con ese dinero pudo pagar un pasaje en una de las embarcaciones que acarreaban mercancías y pasajeros por el río. Nadie preguntó a bordo a aquel hombre con barba de varios días y una mirada de las que cortan la respiración. Pintado llevaba escrita en el rostro la tragedia de la muerte, roturada en cada surco de la piel.
Rosana había aguardado su regreso de forma axiomática, con esperanza inconsciente, sin preguntar al tiempo ni cuestionar la lógica de los actos. El “porquesí” en estado puro. Y desde Pucallpa una vez las heridas hubieron sanado del todo tomaron las decisiones. Pintado intentaría regresar a España desde Perú. Ella esperaría en Argentina el desenlace. Cada cual en el territorio que le era familiar y en el que podrían pasar desapercibidos.
Pintado había conservado milagrosamente el pasaporte falso que le había proporcionado Mendoza y en Pucallpa había dejado dinero suficiente para comprar un pasaje de avión a Madrid vía Lima. No obstante temía la eficiencia del servicio de inmigración limeño, tendría que confiar en que el oficial boliviano le hubiera proporcionado un documento de la suficiente consistencia… Así fue.
Y llegó a Madrid una mañana clara y calurosa en el vuelo de Iberia…

El hall del hotel estaba tan transitado como la M40 en hora punta. Era uno de esos establecimientos que una vez tuvieron cinco estrellas y ahora sobrevivían con el trasiego de las tripulaciones de las compañías aéreas y con clientes de empresas que necesitaban viajar a la capital en comisión de servicio. Las palmeras de material sintético concentraban en torno a ellas las mesas que ocupaban la zona central en disposición ordenada y geométrica, tan fuera de lugar como la decoración recargada de cristal y latón al estilo de los años setenta. Pintado se detuvo al borde de la puerta giratoria y miró a su alrededor, como un radar rastreando el objetivo. Rubén De Haro lo esperaba sentado en un discreto rincón con una copa balón en la mano, degustando un whisky de malta sin hielo.
Rubén De Haro había sido la herencia de León Vega, su mentor en la etapa universitaria. Cuando Pintado dejó Sevilla para vivir en Madrid, Vega le había presentado al diplomático y desde entonces había crecido entre ambos una entrañable amistad. Compartían cosas tales como el amor por la pintura, el cine y la gastronomía, y eso había llenado muchas tardes de solaz familiar en compañía de Camino, esposa de Rubén. No se habían visto desde la muerte del profesor Vega tres meses atrás.
Rubén De Haro se levantó. Su aspecto era inmutable como el tiempo, ni alto, ni bajo, delgado y enjuto, a medias dandy, a medias truhan, mirada penetrante y sonrisa cordial, de esas que tienen los hombres que se ríen de la vida, pero la respetan. Vestía como siempre, con elegancia británica: chaqueta entallada de tweed, pantalón color crema de corte deportivo, zapatos marrones y camisa de cuello ajustado e impecable, con una llamativa corbata verde. Parecía como si todo él acabara de salir de la tintorería. Lo abrazó con sinceridad. Un apretón fuerte y corto en el que le transmitió el afecto que le tenía. Le hizo un ademán con la mano invitándolo a sentarse junto a él. 
Un grupo de azafatas seguidas de tres pilotos entró por la puerta giratoria avanzando en tropel hacia el mostrador de la recepción. Una de ellas -pelirroja y de mediana edad, guapa y percherona- se lo quedó mirando y le dedicó una sonrisa insinuante y coqueta, apenas un instante, pero con la intensidad suficiente para fundir un iceberg. Pintado siguió con la explicación, pero no la dejó de mirar hasta que la perdió al entrar en los ascensores. En la mesa de al lado un camarero sirvió un extravagante gintonic con rodajas de pepino y lima. Un limpiabotas, antes corrupto cargo de confianza del anterior partido en el gobierno, bruñía los zapatos al ciudadano de la de más allá, ganándose la vida con la suciedad de sus manos, como siempre hizo, redimiendo su culpa sin cargos. Más allá de la entrada del hotel, en la calle congestionada de tráfico, caía la tarde y dejaba su paso al anochecer trayendo aromas a lilas y asfalto. El olor de la tardes de finales de primavera en Madrid…

Pintado detuvo el coche delante del portón de madera y contempló la fachada sobria y de líneas rectas. Encargada por un olvidado ministro franquista allá por los años cincuenta, la casa estaba construida en cantería con el mismo granito de la sierra del Guadarrama con el que se había erigido el Valle de los Caídos. La rodeaba una superficie arbolada resto de una antigua huerta, en la que predominaban las especies capaces de soportar los crudos inviernos de la zona: pinos, encinas, laureles y madroños. Una piscina de considerables proporciones era el núcleo central de la parte trasera de la casa, rodeada de viejas y añosas azaleas, olivos y granados.
El coche rodó sobre la grava hasta detenerse frente a las cocheras al fondo de una rotonda. El sol de la mañana insuflaba vida a la abundante vegetación, cientos de insectos surcaban el aire afanándose entre las plantas de temporada ahora en plena floración. Ginés abrió la puerta del caserón y aspiró con fuerza. Olía como huele el tiempo encerrado, a polvo y humedad, un aroma picante que le llegó la base de la nariz y le hizo estornudar. Deslumbrado por la luz del exterior estaba ciego en la penumbra de la entrada. Encendió la luz del hall. La escalinata, la balaustrada de madera, la lámpara de araña suspendida del techo, le dieron la bienvenida al interior. Dejó las llaves sobre el bargueño barroco y la bolsa de viaje con sus pertenencias sobre el arcón de roble. Y miró a su alrededor como siempre lo hacía al llegar a aquella casa. La vieja mansión estaba repleta de recuerdos de los años de Rubén en América. Réplicas de piezas de arte precolombino, y cuadros y tallas auténticas de arte colonial americano de los siglos diecisiete y dieciocho.
Los pasos de Pintado sobre la vieja tarima de roble resonaron como golpes en la piel de un tambor. Llegó hasta la biblioteca y se sentó en el viejo sofá Chester de cuero, el mismo en el que habían pasado tantas tardes de invierno al calor de la chimenea, bebiendo brandy añejo y disfrutando de la conversación de Rubén y Camino. Miró a la esquina, bajo un anaquel repleto de libros, a la vieja y deshilachada alfombra sobre la cual solía dormitar el compañero de sus amigos, un perro de aguas portugués de color castaño llamado Roll, que ahora jugaría gruñendo al lado de Argos en las playas donde trotan los perros que han dejado a sus amos. A pesar de que fuera el día era cálido dentro de la casa la temperatura era fresca todavía, casi fría, como si el aire del interior se negara a dejar el invierno. De buena gana habría encendido la chimenea para disfrutar del fuego crepitando en el hogar. Se acercó al equipo de sonido que había sobre una mesa auxiliar y conectó el plato giradiscos. Pocos segundos después los acordes de Casta Diva, interpretada por la Caballé, le provocaron una inenarrable emoción que amenazaba con hacerle estallar el pecho. Sintió un hormigueo en la mano y la sensación de que los dedos desaparecidos seguían allí, sólo que no podía tocarlos ni verlos…

NOTA DEL AUTOR: El capítulo, tal y como se ha incluido, está incompleto. Solo contiene alguno de los párrafos del original.

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