SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


domingo, 3 de junio de 2012

EL SABOR DE LA COCONA

13              EL SABOR DE LA COCONA

“Albergo en el pecho, como a un enemigo que temo ofender,
un corazón exageradamente espontáneo
que siente todo lo que sueño como si fuese real,
que acompasa con el pie la melodía de las canciones
que mi pensamiento canta,
canciones tristes, como las calles estrechas cuando llueve.”

Fernando Pessoa





Las jóvenes amazónicas bailaban al son de la cumbia. Ataviadas con un mínimo dos piezas, encaramadas en botas de polipiel hasta las rodillas que elevaban su estatura al menos veinte centímetros, parecían muñecas exhibidas en un tenderete de feria. Todas tenían el mismo aspecto, clones de si mismas: pelo negro azabache largo y suelto; piel sudorosa, brillante y tostada; barriguita proporcionada y ombligo escondido entre los pliegues carnosos del vientre; piernas cortitas con muslos musculados. Había una en cada rincón del salón donde además de copas se servían comidas, y un par de ellas sobre el escenario. Miraban sin ver más allá del público, como si este fuera parte del gastado mobiliario. Se movían en extraño y fiel sincronismo con la música, mirándose entre ellas para no perder el ritmo que marcaba la bailarina principal. Vuelta a derecha y meneo de cadera, apoyo y volteo de culo. Pintado se preguntaba como aguantaba el minúsculo bikini el desafío bamboleante de senos y glúteos. Pidió otra cerveza y se relajó mientras esperaba la carne de tapir que había pedido para cenar.

Había llegado a Pucallpa la tarde anterior por vía aérea, en una avioneta alquilada por Wanda sin pasar ningún control aduanero. El pasaporte falso que llevaba consigo le identificaba como súbdito español y tenía estampa de entrada al Perú vía Lima. Ahora se llamaba Carlos D. Cuñado, ni siquiera se imaginó las explicaciones que debería dar a su entrada el fulano que llevara el nombre en cuestión si es que alguna vez pretendía atravesar las fronteras del país. Wanda le había entregado un paquete al despedirse de él con un abrazo largo y cálido. Sin apenas palabras. También Peter le estrechó la mano y se alejó para perderse dentro del granero. Pintado nunca supo que el gigante le había cogido afecto. El mismo que los niños reservan a las estrellas del deporte. Luego había cargado su equipaje e introducido en el GPS del todoterreno la ruta que previamente le había detallado la mulata.
Le dolía la espalda como si acabara de descargar un camión de ladrillos. Cada punzada le hacía recordar el itinerario, el viaje había sido un infierno. Primero ocho horas por tierra en el coche requisado al difunto Xian, saltando los baches de vías asfaltadas y los socavones de pistas de tierra anegadas con el agua de los miles de regatos que surcaban las rutas sub andinas. Hasta llegar a Samaipata había sido pasable, siguiendo el cauce del caudaloso río Piray a través de la cicatriz hecha por la naturaleza en la salvaje cordillera. Luego simplemente pareció desaparecer la carretera y la sustituyó un rosario de tramos devastados por las lluvias de una belleza terrible e inquietante. La transición de los paisajes había dejado con la boca abierta al español que creía haber visto todo en la naturaleza. Se había equivocado. En aquella tierra el magma parecía haber salido al encuentro del cielo para robarle las estrellas. Las rocas parecían un pastel de hojaldre cortado por el filo del tiempo infinito. Y entre ellas la naturaleza paciente había conseguido, tras cientos de miles de años, hacer que la vegetación escarbara hasta las entrañas para vivir. Pasado Chapi había abandonado la ruta 4 que llevaba a Cochabamba para tomar por la 7 rumbo a Pacati, y luego hasta Chimoré tras atravesar el río Chapare.
Acabó la segunda cerveza al tiempo que se producía el relevo de las danzarinas. Una de ellas –no debía tener más de dieciséis años- se acercó hasta él probablemente con el ánimo de iniciar una conversación algo más que amistosa. Las minúsculas partículas minerales que hacían brillar su piel se deslizaban cuerpo abajo por el sudor que destilaba el pequeño y bien proporcionado cuerpo. Su chulo –un mestizo de cabello largo y camiseta pringosa- la observaba atentamente desde un rincón del local, empujándola con la mirada a sacarle algo de plata al extranjero. Pintado declinó la invitación con una sonrisa cortés a la chica y una mirada penetrante y dura al proxeneta que se removió inquieto en el taburete. Ella se alejó contoneando las caderas y mostrando el trabajado trasero que el español había rechazado. El sonido de la cumbia interpretada por la banda local de nombre “Los Anacondas” llenó de nuevo el escenario mientras la nueva remesa de charapitas –como se les llamaba comúnmente en la región- atacaba su baile de San Vito particular...

Encontrar la pista de Stewart al día siguiente no resultó demasiado difícil. No había tantos occidentales en la ciudad y los alojamientos hoteleros que los acogían se contaban con los dedos de una mano. Afortunadamente para Pintado el Gringo no era excesivamente discreto y había tomado una habitación en el mejor hotel de la ciudad, aunque el calificativo no hiciera justicia a la calidad real del local. Para controlar mejor sus pasos el español reservó un cuartucho en la posada situada enfrente justo al otro lado de la calle, una vía atestada de tiendas de ropa femenina con maniquíes deslucidos, vestidos como muñecas de Famosa, haciendo guardia a cada tramo. Bastó un billete de cien dólares para que el encargado pusiera al corriente a Pintado de las andanza de su antagonista...

Y por eso esta noche lo esperaba sentado en aquel antro donde se cenaba, bailaba y podían encontrarse chicas de pocos años y menos ropa. Pucallpa era un lugar poco conocido, pero ilustre en las infames rutas de turismo sexual. Como Iquitos. Y como ella había crecido al socaire del Caucho y experimentado los mismos altibajos.
Finalmente la espera dio sus frutos. Una hora después Stewart entró al local cómo le habían informado. Iba solo, se sentó en una mesa próxima al escenario y llamó al mozo con la autoridad de quien tira de plata sin mesura. Su entrada fue como la carnaza que se tira a los escualos. El chulo de la esquina hizo un gesto imperceptible a una de sus chicas que rápidamente acomodó los pechos en el corsé y se encaminó a la conquista. El Gringo aceptó la oferta y sentó a la joven sobre sus rodillas agarrándola por la cintura. A los pocos minutos otras dos niñas se habían unido al grupo y reían en torno de la mesa en la que el mozo había servido una botella de whisky y otra de pisco. Pintado, para no llamar la atención, aceptó la compañía de otra fulana y compartió con ella mesa y mantel.
Un par de horas después, con veinte cumbias en los oídos y seis cervezas en el coleto, Pintado rechazó la oferta de la niña para hacerlo feliz y salió del local siguiendo los pasos de Stewart y sus tres visitadoras. El español se alejó de los motocarros que hacían cola junto a la entrada y esperó protegido por la oscuridad hasta que el grupo se perdió en dos de ellos calle abajo. Suponía cual sería el destino. Iba a abordar el siguiente cuando el contacto de algo a su espalda le hizo volverse.
Conchetumadre! ¿Creías que te saldría gratis pendejo? –Le increpó por lo bajo el chulo mientras lo amenazaba con la puntiaguda hoja de una navaja de casi veinte centímetros-. Camina hacia allá. –Le dijo señalando una zona alejada del local y a oscuras, donde una sombra parecía esperarlos.
Pintado sintió la hoja en el costado rasgándole la piel así que hizo caso al macarra y se dirigió hacia donde este le indicaba. Torcieron la esquina y perdieron de vista el local. La semioscuridad apenas era traspasada por la luz mortecina y huidiza que despedía una bombilla que pendía de un cable que atravesaba la calle de acera a acera. Todo lo que eran capaz de distinguir unos y otros eran formas vagas, escurridizas a la vista. Una rata atravesó la calle cerca de ellos perdiéndose tras un montón de escombros. Ni un alma acudiría al auxilio del español así que se las tendría que arreglar solo.
-Si lo que quieres es plata, toma y tengamos la fiesta en paz. –Dijo Pintado llevando la mano a la cartera y ofreciéndola en dirección a su atacante.
Aunque se había visto sorprendido por dos matones de tres al cuarto no quería empeorar la situación dejando un rastro de damnificados tras de sí. No obstante la vida a veces tiene esas cosas y se empecina en el más difícil todavía. Y el proxeneta, envalentonado por las copas trasegadas al amparo de la celebración por el éxito de su yeguada aquella noche, quería apurar la última y sacarle a Pintado la plata y la sangre.
-Me has despreciado a la charapita… Y eso no está bien. Si no te cumplo ella me perderá el respeto y eso yo no puedo consentirlo. ¿Verdad Marquitos? –Replicó el Tony Montana de la selva dirigiéndose a su compadre, un percherón que medía apenas metro y medio, a lo largo y a lo ancho-. –Agárralo compadre, y le doy lo suyo.
Cuando Marquitos amagó en dirección a Pintado recibió un codazo en el plexo solar que le hizo perder la respiración. El chulo lanzó una cuchillada al frente intentando alcanzar el cuerpo del español, pero este ya estaba fuera de su alcance. Lo próximo que sintió el peruano fue el crujido de la nariz rompiéndosele y miles de estrellas acogiéndolo en su seno. Marquitos no tuvo mejor suerte, perdió tres dientes de una patada en el rostro cuando intentaba levantarse y lanzar su peso en dirección al extranjero. El mundo del cine y la moda no perdió gran cosa con aquel minúsculo cambio en el orden normal del universo, aunque un político nació gracias a los ingresos que su padre recibió por curar las heridas de aquel par de delincuentes. Al día siguiente las chicas de la Cocona cuchicheaban entre ellas haciéndose eco de la mala suerte de Melquiades el chulo al que le habían cambiado la cara por ambicioso y del ascenso al poder de Pepelucho, el nuevo as de la camada…

Pintado regresó caminando por el paseo de la ribera del río Ucayali hasta llegar a la Plaza Grau. Unos jóvenes pasaban el tiempo al son de la música emitida por unos “parlantes” del tamaño de un armario ropero instalados en la plataforma del monolito central. Un par de ellos hicieron ademán de acercársele en actitud hostil. Sin embargo algo en el rostro avinagrado, en la mirada dura de aquel hombre que vestía una camiseta manchada de sangre les avisó de que no era el mejor día para intentar sacarle unos cuartos al forastero. El español pasó de largo sin dirigirles la palabra, aunque dedicándoles una mirada de pocos amigos. El reloj dio la hora con un sonido metálico que se superpuso a la música pachanguera y espantó a una pareja de gallinazos que hacían guardia sobre la torre.
Unos metros más allá Pintado se apoyó en la balaustrada para contemplar el espectáculo de la luna reflejándose en el río. Aplastó al primer mosquito que vino a recibirlo y se rascó el antebrazo mientras pensaba lo jodidamente lejos que andaba del Guadalquivir. Al lado de aquel brazo de mar el Río Grande de Al Andalus era apenas un pis de gato. La brisa le refrescaba el rostro y llenaba su pituitaria de sensaciones. Percibía como si de sabores se tratase el olor picante de la vegetación que arrastraba el cauce, el más pesado y dulzón del cieno a la orilla y quizás el maloliente recuerdo metálico y salobre de los restos de pescado que se pudrían en las aguas remansadas del meandro cercano. Oyó cerca el pufpuf del motor que impulsaba algún esquife remontando la corriente, quien sabe si en el ejercicio de alguna actividad no declarada, y a lo lejos las risas de los gamberros que acababa de dejar de lado.
Había encontrado al gringo, pero había perdido a Elena Carrión. Y necesitaba a los dos juntos si quería desbaratar el diabólico plan de sus adversarios. Comprendió que para salir del laberinto debía tirar del hilo. Y su hilo de Ariadna se llamaba Stewart.

NOTA DEL AUTOR: El capítulo, tal y como se ha incluido, está incompleto. Solo contiene alguno de los párrafos del original.

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