SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


martes, 8 de septiembre de 2015

EL YATE DEL GENERAL… POR UN PUÑADO DE DOLARES


Este domingo mi amigo Paco “el gallego” -el señor Paco como le llama la feligresía local- me invitó a navegar en su velero por las islas del Parque Mochima.  Su esposa Bárbara, una maracucha de armas tomar, su hija Rosario -una preciosa muñeca híbrida hispano criolla-, su hermano José –un marino de los de antes, tostado por el sol, de barba blanca y ojos melancólicos-, y un matrimonio español recién llegado a la zona, éramos de la partida. No me olvido de “Rufo” el beagle familiar.
Salimos no muy temprano, el sol lucía bien alto y ardía inmisericorde allá arriba. Bárbara –quien habitualmente oficia de timonel en las salidas dominicales- dio toda la máquina que pudo para recoger brisa cuanto antes. En la bañera, incluso a la sombra del toldillo, hacía un calor pegajoso que sólo se despejó cuando pusimos proa al norte y el soplo fresco del Caribe nos entró como agua de mayo. El horizonte estaba jalonado de mar y tierra a partes iguales en aquella dirección. Los buques tanque petroleros descansaban apaciblemente en la bahía al abrigo del morro y de La Borracha dormitando la mañana como si hubieran salido de juerga. Puerto La Cruz aparecía envuelto en la neblina de primera hora y Lechería recogía el sol desde la Playa Lido.
Estaba en la proa como suelo a la salida. Sujeto a uno de los vientos del palo mayor,  respirando el aire fresco que me tomaba el rostro con sus dedos, pensando en nada, como suelo… José se acercó pronto con la primera cerveza, helada y protegida con un forro para dilatar su frescura. Las bebimos en silencio, mirando hacia Puinare y oteando delfines que no aparecían en lontananza.
Atracamos en Dominguín, los Dominguez –Paco y José- bautizaron así una playa aislada a la espalda del Saco en honor a su padre, un gallego de noventa años tostado y vivaracho que cada año repite experiencia caribeña-. Han hecho de una calita solitaria un lugar de solaz, limpiando –sólo con sus manos y con la eventual ayuda de los amigos- la playa de piedras y rocas, erigiendo un monolito piramidal de algo más de dos metros de altura y cuatro de diámetro que se puede ver desde bien lejos cuando te aproximas.
El barco fondeó fuera de la zona de corales, amarrado de popa a una cadena sumergida en el roqueo del fondo. Me puse el protector solar y nadé hasta la orilla mientras los Dominguez limpiaban el casco de caracolillo y escoria marina. Sólo en la playa todavía desierta -salvo por las carreras del Beagle- pensaba en la historia que me ha trasladado Pintado y en como contarla sin echarla a perder.
Pensaba en la extraordinaria pasión que le veo por la Rusa, sin saber todavía si habrá la misma pasión de ella por mi –supongo que ahora ya podré llamarlo así- amigo. Supongo que será pasión correspondida, pero necesito saberlo antes de escribirle las escenas, la cosa cambia si no…
Mientras miraba sin ver el horizonte, veía sin mirar como otras embarcaciones ocupaban la hasta entonces solitaria y tranquila cala, las más de ellas ocupando con suficiencia los espacios vacío. A fin de cuentas había mar suficiente para todas.
Poco me duró la reflexión a la sombra del tronco que literalmente plantamos en la arena hace un par de años. La compañía en pleno llegó y con ella las cervezas, las risas y las conversaciones de domingo… Una hora después estábamos tostados y hambrientos, dejé a Pintado y la Rusa de lado y volvimos al barco para darle cumplida cuenta a la tortilla y el jamoncito ibérico que nos habíamos traído.
Y en eso andábamos, finiquitando la tortilla y el tintorro, cuando la sombra de una nave mayestática –cómo si no defino el casco de 56 pies de un yate último modelo- se adueñó del espacio a nuestro alrededor y se acercó para abarloarse al yate más próximo a nosotros. Lo hizo sin mirar los niños que jugaban en el agua a nuestro lado, sin respetar los espacios de fondeo y amarre que el viento y la corriente dibujaban claramente alrededor.
Saltamos indignados y proclamamos en voz alta nuestra indignación por la maniobra. No sirvió de nada, el bordo del yate se vino contra el nuestro con la contundencia del matón del barrio o del niño chuleta que hace bulling en el colegio.
Un gordo de gafas negras y gorra roja de jugador de ligas menores bajó del puente con la parsimonia de un embajador plenipotenciario y mirándome con cara de lobo sanguinario me encaró: -Y esa “guevoná” a qué viene –dijo-. Lo hizo con toda la violencia explícita y amenaza sin contener del que se sabe el dueño del cotarro. -Mi general olvídelos. –escuché decir a uno de los miembros de la clá que acompañaba al personaje. –No ve que son unos “mieldas”…

Deseé estar solo y deseé que me hubiera acompañado Pintado… Deseé no estar allí por un puñado de dólares…

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