SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


miércoles, 24 de octubre de 2012

CUENTOS DEL LEGIA MAZARRO. DE DESCUBIERTA.


Mazarro se removió inquieto en el catre del barracón. Los eslabones metálicos del somier se clavaron en su espalda dibujando verdugones escarlata en su piel. Tenía en la boca el regusto amargo de la ginebra de garrafón que había trasegado hasta casi caer desmayado. Los testículos le escocían allá donde el trasiego nocturno con la Puri había hecho mella.
La Puri era una puta de Valladolid de toda la vida, una de esas chicas guapas de pueblo que embarazada del pinta de turno había emigrado a una Barcelona promisoria en los años sesenta y ahora desencantada, seca y cuarentona era propietaria de un burdel en el barrio Colomina donde intentaba sacar partido de los últimos restos de las ganas de los soldados españoles acuartelados en El Aaiún. Entre la Puri y Mazarro había surgido una de esas relaciones que acabaron antes de comenzar y sin embargo nunca se extinguen. Ella le daba cuartelillo cada vez que el manchego aparecía por el barrio y él le ofrecía abrazos esquivos que para ella suponían efusiones perdidas. Una relación mercantil y emotiva alejada de cualquier lógica pero eficaz para ambos, un toma y daca en las que las palabras sobraban y las caricias se apagaban con llegada del alba.
El corneta tocó diana apenas unos minutos después de que el perro del comandante Cebrían les despertara con los ladridos acostumbrados. El perro –una rara mezcla de mastín y perdiguero- era el ser más odiado de la bandera después del brigada Pumariega y de la puta madre que la parió, como llamaba la tropa al teniente Cabrales, un marica de Ceuta que había ascendido desde soldado raso y que metido en faena  arreaba unas ostias de aquí no te menees.
Antes de subir al Land Rover, Mazarro se apretó el correaje y comprobó las cartucheras y proyectiles de los cargadores que le habían entregado en el polvorín minutos antes, introdujo el machete recién afilado y aceitado en su funda y ajustó el selector de disparo del Cetme a posición segura. En el estrecho banco, a su lado, estaba sentado, como siempre, el cabo Suarez y frente a ambos el Sargento Peláez, con la cara de cabreo habitual. Todos se miraron a los ojos sin decir esta boca es mía, saltando de cara en cara como la bola girando en la ruleta antes de detenerse.
El coche salió despedido para perderse en el polvo que desprendía la comitiva que ese día salía de descubierta para adentrarse en territorio saharahui. Por delante otros dos Santanas con el resto de la patrulla y por detrás el Jeep adaptado con el C106 sin retroceso y su pelotón de servicio –ninguno entendíamos la necesidad de un arma anticarro en una misión al desierto-.
Lo entendieron aquella tarde. Se los explicó el teniente Sistach, un joven oficial catalán recién salido de la academia y como los demás voluntario del tercio, cuando se detuvieron un par de horas después para dar descanso a los traseros doloridos de tanto golpe contra los bancos metálicos. Los marroquíes de Hassan llevaban varias semanas asediando algunos campamentos fronterizos con un grupo de castigo, apoyados por un semiblindado de origen francés y de la época de Maricastaña, pero con una ametralladora contra la que no podían hacer nada las patrullas de nomadeo que les andaban tras los pasos. Aquella era la razón de haberlos mandado de descubierta tras los moros a los que tenían que detener sin causar bajas a menos que quisieran armar la marimorena con Marruecos, cuestión esta innombrable en aquellos momentos.
Sistach, que era joven pero no tonto, mandó parar el convoy tan pronto recibió por radio confirmación de que el grupo de avanzada había divisado el penacho de polvo que delataba la presencia de los moros algunos unos kilómetros más allá. Teniendo en cuenta el alcance efectivo del CSA 106 tenían que atraer a los moros hasta una distancia que les obligaba a mojarse el culo a riesgo de que se escaparan de rositas. El plan era simple, uno de los Santana debía hacer de señuelo y atraer a la patrulla enemiga hasta una posición desde la que los artilleros pudieran hacer blanco, lo que en términos prácticos significaba atraer el vehículo ametrallador a menos de un kilómetro del Jeep e inmovilizarlo allí el tiempo suficiente para hacer puntería y disparar. De película.
Le tocó al grupo de Pélaez, lo que significaba que Mazarro y Suarez eran también de la partida. Decidieron hacerlo una hora antes de la caída de la tarde, al amparo de las equívocas luces del crepúsculo, confiando en que los moros morderían el anzuelo pensando que perseguían a un grupo rezagado de una patrulla de peninsulares estúpidos.
Montaron el escenario. Vararon el Land Rover en la arena, levantaron el capó y Mazarro y Peláez hicieron de señuelo mientras el cabo Suarez emboscado tras una duna, doscientos metros atrás, protegía la llegada de los moros con el ojo pegado a la mira del rifle de precisión.
Mazarro me contó que nunca había pasado tanto miedo como cuando distinguieron el morro del camión oruga enfilando directamente hacia ellos y escucharon el tableteo de la ametralladora y el zipzip de los proyectiles levantando la arena frente a ellos. También que nunca se sintieron tan aliviados como cuando a apenas un centenar de metros vieron impactar el proyectil anticarro español y destrozar las cadenas del vehículo.
La siguiente noche Mazarro durmió junto a la Puri sin levantar la cabeza de sus pechos. Toda la noche… De descubierta.

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