SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


viernes, 5 de octubre de 2012

NIÑOS DE LA CALLE. La habitación.

23              NIÑOS DE LA CALLE. La habitación

“(…) Yo lo veo apretando su corazón pequeño,
mirándonos a todos con sus ojos de fábula,
viene, sube hacia el hombre acumulando cosas,
un relámpago trunco le cruza la mirada,
porque nadie protege esa vida que crece
y el amor se ha perdido
como un niño en la calle.”

Hay un niño en la calle
Armando Tejada Gómez



El montacargas estaba prácticamente oculto detrás de la caldera. La cabina al otro lado de la puerta estaba iluminada por una luminaria fluorescente que pendía del techo. Las paredes estaban empapeladas como el vestuario de un taller de reparaciones, con fotos de chicas desnudas sacadas de revistas que sólo leen hombres vestidos. Pulsó el botón de la última planta y la maquinaria zumbó con aire cansino subiéndolo por el conducto de hormigón. Sintió el recalcón del cubículo metálico antes que el frenazo que le empujó contra el suelo. Abrió con cuidado y se encontró en una sala que servía de almacén. Antes de que la cabina regresara sola a la planta sótano pudo ver, a la luz tenue que se filtraba por el ventanuco de la puerta del ascensor, varias cajas apiladas junto a una pared. Se acercó, los embalajes indicaban que se trataba de suministros médicos. Luego se quedó completamente a oscuras y tuvo que esperar unos instantes hasta que sus ojos se acostumbraron y distinguió la luz que se colaba por el suelo, donde debía estar la puerta de salida. Salió a un pasillo iluminado por una cinta de luminarias encastradas en las paredes a lo largo. Era ancho, lo suficiente –calculó- para dejar pasar con amplitud una cama de hospital, y tenía puertas a ambos lados. Puertas abatibles, de dos hojas, dobles, de las de tipo esclusa, como las utilizadas para separar las zonas estériles en los quirófanos. Miró al techo buscando cámaras de vigilancias. Si las había no las vio.
Entró en la primera de las salas. Estaba de nuevo a oscuras. Buscó el pulsador y encendió la luz. A un lado de la esclusa una puerta comunicaba con la sala de vestuario. Al otro estaba la entrada al quirófano. Desplazó el batiente metálico y entró, la sala estaba repleta de equipos e instrumental médico que Real ni siquiera se atrevió a imaginar para lo que servían y que se aglomeraban en torno a la cama de operaciones de acero inoxidable que ocupaba la parte central del recinto. Sobre ella flotaban ingrávidos, suspendidos del techo, varios reflectores quirúrgicos que la enfocaban escrutándola como los gigantescos ojos facetados de una mosca. A los pocos segundos se sintió agobiado por el penetrante olor a desinfectante. Estornudó. Apagó la luz y salió de nuevo al pasillo. Al menos había otras tres salas como aquella. Al fondo, en el frontal del pasillo había otra doble puerta basculante, dudó si seguir o utilizar de nuevo el ascensor de mantenimiento. Volvió por donde había venido, era la ruta con menos probabilidad de tropezarse con alguien.
Esperó por el montacargas y bajó hasta la segunda planta. Otra sala, otro pasillo. Miró por el ventanuco: esta vez había muchas más puertas, cinco a cada lado, diez en total, y al final, en lugar de la puerta de cierre de la planta superior, lo que debía ser la revuelta hacia la otra ala del edificio. No salió. Había una mujer haciendo guardia en la isleta central del pasillo, donde estaba la sala del personal que atendía la planta. Aguardó algún movimiento.
La señal indicadora de una de las puertas cambió del verde al rojo. La enfermera se levantó advertida por un zumbido en la consola y se dirigió hasta ella. Real aprovechó entonces para salir y colarse por la primera de las puertas que encontró.
El cabecero de la cama estaba ligeramente iluminado por los indicadores del sistema de mantenimiento vital. El silencio en la habitación apenas era roto por el zumbido de la bomba de drenaje acoplada a la parte inferior de la cama en la que reposaba el paciente, conectado a varios tubos que salían y entraban de su cuerpo y a un par de columnas con bolsas transparentes. Real se le acercó y lo miró. Era un chico, como los que había visto abajo en el mortuorio, aunque este estaba vivo, al menos eso indicaba el bipeo del cardiógrafo al que estaba conectado. Paco le puso la mano en la frente, estaba caliente. Al sentir el contacto el joven abrió apenas los ojos, no estaba despierto ni dormido, parecía drogado, tenía la mirada perdida en alguna parte. De su nariz salía una sonda nasogástrica, y por el costado un tubo conectaba algún órgano con el mecanismo de bombeo. Real encontró el ánimo para levantar la sábana. El cuerpo exhibía un par de costurones como los que había visto previamente en los cuerpos sin vida del mortuorio. El bipeo aumentó de frecuencia, una luz roja se encendió en el tablero de control, y el sonido agudo de la alarma inundó la habitación. Apenas tuvo tiempo de escabullirse por la puerta y volver a la sala del montacargas antes de que la enfermera entrara para comprobar qué estaba mal.
Real pensó que ya se había arriesgado lo suficiente y que era el momento de buscar la forma de salir del recinto, tarde o temprano alguien echaría de menos al operario de mantenimiento e iniciaría una búsqueda. Regresó al sótano y desanduvo sus pasos hasta llegar a la galería de servicio por la que había entrado. Pasó junto a una habitación en la que se oían personas conversando en un idioma extranjero, el personal auxiliar de guardia pasaba el rato con una partida de cartas en la sala de descanso. Se agachó para no ser descubierto, salió al fresco aire de la noche.

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