SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


jueves, 11 de octubre de 2012

ROSEBUD


La noche amenazaba con cerrarse en agua, así que apretamos el paso. El pub estaba más solitario que de costumbre, tanto que apenas si había un par de taburetes ocupados. A Pintado le apetecía mesa. No me preguntó, se sentó y en paz, lo seguí en silencio, no sin antes mirar alrededor por si las flais, nadie a quinientas millas a la redonda. No teniendo geografía interesante en la que perder la mirada nos enfangamos en una de esas conversaciones de hombres solos. O sea: nos quedamos en silencio mientras trasegábamos los líquidos que el camarero nos había traído hasta la mesa. Ayer no estaba ni Julia, esa chica salvadoreña que cuando no hay nadie nos alegra el rato con su aleteo de pestañas y su sonrisa límpida y evocadora de lugares más cálidos.
Pintado se ventiló el single malt sin rechistar. Mi primera cerveza desapareció en el torbellino que se tragó a Moby Dick. Lo miré con curiosidad, no es raro que no hable, pero sí lo es que lo haga sin mirar. Le pregunté lo que pasaba. Recibí como respuesta el silencio hosco, hiriente como un dardo directo al cerebelo. Palpaba que detrás del vacío bullía un universo hirviente, un caldero en el que se recocía el regusto de la decepción. No me levanté y me fui porque no cuadró, pero es lo que tocaba.
Así pasamos hasta la tercera copa, como dos crustáceos balanceándose en las aguas turbias del fondo marino, cerca de las rocas, en algún lugar lejos de ninguna parte. Pintado se levantó y pagó sin preguntar. Dejó el billete arrugado en la barra y me hizo un gesto. No había contrariedad, apenas furiosa decepción. Salimos a la calle: un escenario inquietante como una reyerta en un pueblo fronterizo, desierta como una aldea abandonada allá en los Monegros, desprovista de vida y perdida como la mirada de un comanche borracho.
Me levanté el cuello de la chaqueta al sentir el frio que venía sierra abajo y caminé junto a mi amigo dejando que el aire de la noche despejara los humores malignos que no sé por qué, anoche, azotaban el espíritu de Pintado.
La clave me la dio al despedirme delante de la puerta de su casa, me miró como lo hubiera hecho un perro apaleado a quien después acaricia su hocico. Me miró y masculló: “Rosebud…”  

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