SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


domingo, 14 de octubre de 2012

CUENTOS DEL LEGIA MAZARRO. LA JOVEN DEL DESIERTO.


A saber… Me lo contó Pintado, a quien a su vez se lo había contado Mazarro…
El sol del desierto estaba en el cenit. La lona de la carpa que los protegía del efecto microondas ni se movía, ni una mosca sobrevolaba el aire que parecía caldo. Mazarro miraba los granos de arena como quien observa las estrellas en una noche de agosto, persiguiendo los ínfimos movimientos que producía un insecto bajo la capa silícea. En aquella tensa espera los únicos sonidos reconocibles eran: el latido del propio corazón, el recorrido de su sangre por venas y arterias -ese zuum cansado que provocaba el rozamiento del ir y venir del fluido contra las paredes de los conductos- y algún suspiro entrecortado e incontrolado del compañero que estaba junto a él, espalda contra espalda.
Esperaban la embestida de un momento a otro, los habían situado en el perímetro exterior del campamento, protegiendo uno de los senderos que venían de ninguna parte y se adentraban en ninguna otra. El aire olía a goma quemada –toda la noche la turba marroquí había alimentado sus fuegos de campamento con los neumáticos que habían saqueado la noche anterior del emplazamiento español- aunque nada empañaba el azul puro del cielo. Sin embargo cuando miraban a ras de suelo apenas si alcanzaban el centenar de metros, más allá el reverbero de la atmósfera hacía imposible distinguir si algo se movía realmente o era el efecto óptico.
Mazarro se enjugó la frente con el dorso de la mano, el sudor salobre le escoció en los ojos. Sentía la boca seca, se preguntó si por el miedo o por la aridez del ambiente, o por ambas cosas. Despegó el casco metálico de su cráneo, tenía la frente blanda como si se le estuvieran fundiendo los sesos y se pasó la mano por la cara. Tenía la barba dura, un erial tras tres días sin roturar. Quería volver a Puertollano cuanto antes, echaba de menos la alberca de la casa de su padre, apenas una charca con paredes de ladrillo enlucido, aunque allí se le antojaba el estanque del Sultán de Damasco. No acababa de entender lo que hacía en ese puesto avanzado entre Farsia y Jdiriya, en medio de aquel desierto que nunca había pertenecido a nadie, y a él menos.
Acarició la culata de madera de su Cetme C como si aquello pudiera espantar a los malos espíritus y comprobó que el selector de tiro estuviera en posición. El barboquejo del casco le seguía molestando pero no se atrevió a aflojarlo por miedo a que el sargento Peláez apareciera de improviso como solía.
El campo de minas empezaba a menos de doscientos metros, las habían sembrado los del batallón mixto de ingenieros dos semanas atrás y desde entonces ellos, los del tercer tercio, esperaban los movimientos de las patrullas que la infantería marroquí había desplegado a lo largo de la frontera. Las jaimas saharauis estaban a apenas quinientos metros a su espalda, un conglomerado de veinte carpas donde vivían unas decenas de familias en las yermas tierras que les habían visto nacer y morir por generaciones. Su contacto con ellos hasta el momento había sido mínimo, apenas al llegar en los Land Rover y mientras habían montado las tiendas de lona del campamento.
Los saharauis eran amistosos y suspicaces, orgullosos y leales. Los mandos les habían advertido y estaban avisados que cualquier intento de confraternización sería severamente castigado. No estaban allí para hacer amigos sino para evitar que los paisas que mandaba Hassan se adentraran en el territorio protegido.
A pesar de ello Mazarro se había fijado en ella la primera tarde a la caída del sol. Era muy morena, del color de los granos del café tostado, y tenía los ojos verdes, de esos que cuando reflejan la luz del sol parecen de oro, como los élitros de algunos insectos. Debía de tener apenas dieciséis años. Era alta y delgada, de formas elegantes, como un ánfora antigua. La Malhfa se adaptaba a las formas de su cuerpo como si estuviera cincelada sobre ella haciendo que cada pliegue de tela pareciera un accidente geográfico con vida propia. Era guapa, muy guapa, tal y como él se había imaginado a las jóvenes de los cuentos de las Mil y Una Noches.
Ella también se había fijado en él. Lo supo porque bajó la mirada después de fundirlo con sus ojos.
Se habían visto alguna que otra vez en esas dos semanas. Cuando él había atravesado el campamento de regreso de una batida nocturna y cuando regresó del cuartel general en El Aaiún. La segunda vez ella le acercó un cántaro de agua del que él bebió por cortesía. Esa vez sus ojos se enredaron más de lo prudente. Ella le sonrió tímidamente y él le había devuelto la sonrisa con admiración. Junto a ella había un pequeño perro, una mezcla indeterminada con el pelo crespo y manchado como la superficie de la luna. Ella lo llamó algo parecido a Zula.
Y era Zula el que bajo la calina pasó corriendo por delante del puesto. El cabo Suarez, su compañero, lo miró en silencio, apretó la culata del fusil  y tensó cada músculo de su cuerpo. Tras de él apareció ella, perseguía al perro, lo llamaba a gritos, sin saber que cada metro que avanzaba se acercaba a una muerte segura. Mazarro dudó unos instantes, apenas lo suficiente para que ella tomara unos metros de ventaja detrás de Zula. Él se dio perfecta cuenta de lo que iba a pasar, como si lo estuviera viendo todo a cámara lenta. Se irguió bajo la lona y corrió detrás de ella llamándola a gritos como si el sonido fuera una prolongación y pudiera atraparla entre sus dedos. La onda le llegó primero y luego la arena que le golpeó la cara como miles de minúsculos proyectiles. Cuando pudo recuperar la verticalidad sólo encontró un cráter en la tierra reseca y entre el polvo que aún flotaba en el ambiente un trozo de tela blanco con ribetes azulados que ya no parecía cincelado en el viento.
Aquella tarde el aire se llenó con los sonidos de las mujeres del campamento, un ulular penetrante, la despedida de la belleza en aquel desierto en que las flores nunca brotaban…
Aquella tarde Mazarro lloró y regaló lágrimas de oro sucio a la niña del desierto…        

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